Diego Vicente Tejera
Era
noche de baile de máscaras en la Ópera, último refugio del Carnaval parisiense,
echado poco a poco de la calle –su antiguo libre imperio– por la lúgubre seriedad
de nuestra época. Contrariamente a lo que me sucede cuando acudo a alguna de esas
fiestas tumultuosas y vulgares, iba esa noche al gran teatro con pie vivo y ánimo
contento, dispuesto a divertirme y seguro de que lo lograría.
Entré de los primeros. El majestuoso coliseo, arreglado
para el baile y decorado con arte y lujo indecibles, resplandecía, deslumbraba.
Como todavía estaba casi desierto, pude recorrerlo a mis anchas y admirarlo. ¡Qué
magnificencia y qué buen gusto! El gran foyer público, soberbio y ostentoso; los
salones riquísimos; el delicioso foyer de la danza; los amplios corredores; la estupenda
sala de oro y rojo al escenario unida; los palcos que empezaban a poblarse; todo
lo examiné con viva complacencia; oí sin crispadura de nervios la algarabía de notas
de la orquesta que se afinaba; tropecé sin disgusto con cocottes que ya brindaban
sus apetitosas formas a través de trajes de fantasía sutilísimos.
Pero cayendo al cabo en cuenta de que el espectáculo
más interesante era, en tal momento, la invasión del edificio por la abigarrada
muchedumbre, volví al imponente vestíbulo, híceme a duras penas puesto entre los
curiosos que se apretaban arriba, en los balcones semiovalados abiertos sobre la
monumental escalera, y me puse a mirar subir el bullidor raudal humano, que iba
con ímpetu y bramidos de torrente a derramarse por pasillos y salones.
Media hora hacía que dejaba errar mis ojos sobre aquella
difícil y confusa ascensión de disfraces tradicionales o caprichosos, de fracs irreprochables
y de toilettes indescriptibles; media hora de vértigo ante aquel pasar de
carnes nacaradas desbordando de corpiños refulgentes, y aquel surgir y desaparecer
de cabelleras rubias y negras y rojas, salpicadas de ofuscadora pedrería, cuando
de súbito se quedó mi sangre helada: entre la muchedumbre creí ver subir a Julio
Ramos.
¿Era él? ¿Podía ser él? Ese jovencito
delgado y pálido que con la ola ascendente venía acercándose a mí, escalón por escalón,
¿era en realidad Julio Ramos o alguien que se le parecía? ¡Sí, era él! Así me lo
decían mis ojos locamente abiertos y mis piernas que temblaban. ¡Era él, con su
mirada baja, con su habitual balance de cabeza! Y para que no quedase duda alguna,
sucedió que, al pasar delante de mí y dejar yo, azorado, escapar en alta voz su
nombre, él se volvió, clavó en mí sus dulces ojos, sonrió vagamente y me saludó
con leve pero precipitado movimiento de los labios, yendo enseguida a perderse entre
el tumulto.
Había que rendirse a la evidencia: ¡era él! Y eso, sin
embargo, era imposible, lo que se llama imposible. La razón se me iba, sentíame
pronto a estallar en un rapto de locura o caer en idiotez. ¡Ah!, la noche de placer
que me había prometido trocábase en pesadilla sofocante: luces, gentes, música,
gritos, todo brillaba, se movía y vibraba de modo extraordinario, como en escena
de otro mundo. Quise abandonar el edificio, huir lejos, huir de pavor; mas no lo
hice. Entre los sentimientos que me trastornaban, había despertado otro nuevo: la
curiosidad, que fue creciendo, creciendo hasta sobreponerse al miedo mismo… y me
quedé.
¡Julio Ramos en la Ópera! ¡Pero si ya hacía cinco meses
justos que Julio Ramos había muerto, muerto en mis brazos, así, en mis brazos, después
de dos inacabables días de agonía, muerto y bien muerto de tisis, aquí, en París,
en su cuartito de la calle de Sommerard! Yo mismo le cerré los ojos, y lo vestí,
y ayudé a ponerlo en su caja, y lo velé; y cuando al siguiente día llegó el instante
de su entierro, yo, su amigo más íntimo, púseme al frente del cortejo, detrás del
carro, y lo condujimos al cementerio de Montparnasse, y allí, una mañana oscura,
a las once, lo sepultamos; lo sepultamos, digo, echándole todos, yo el primero,
la palada de tierra que debía separarlo del mundo para siempre.
¡Y estaba allí, en la Ópera! Desde ese momento no tuve
más preocupación que averiguar lo que venía a hacer allí. Echeme a andar a través
del tumulto, cuidando, eso sí, de no volver a tropezar con él, porque la idea de
que me mirase otra vez, de que me hablase, me aterraba. Empecé a deslizarme entre
los grupos, encogiéndome cuanto podía, alargando con precaución el cuello para lanzar
miradas sobre los movibles claros de la enorme muchedumbre, temblando al aspecto
de todos los jovencillos flacos que divisaba; sordo, naturalmente, a la algazara,
ajeno a la alegría inmensa que me envolvía, dominado por el único y angustioso pensamiento
de descubrir aquel misterio.
Mientras andaba, vínome a la mente un recuerdo confuso,
que no sé por qué no pareció tener relación con aquella aparición extraordinaria.
Hijo de América, de Honduras, hacía dos años que Julio Ramos había llegado a París
a cursar medicina. Vínome recomendado. Y fue desde el primer día tan excesiva su
aplicación al estudio que su naturaleza débil se enfermó. Vano fue cuanto hice por
arrancarlo a aquella insensata labor que lo mataba; vana la provocadora pintura
que creí deber descorrerle ante los ojos de los placeres exquisitos de la fascinadora
capital. Sus ojillos chispeaban un instante… pero volvían a caer, ya serenos, sobre
los malditos libros. Y recuerdo, sí, recuerdo que alguna vez me dijo, como para
librarse de mi empeño:
–En el próximo Carnaval, cuando haya ganado este segundo
curso que me inquieta, prometo darme tal regalo de París que ha de tener usted que
sujetarme. Mi primera orgía va a durar tres noches.
Ganó, por supuesto, el curso; mas, al cesar la tensión
de espíritu que lo había mantenido en pie, cayó en cama para no levantarse más;
la tisis lo había devorado.
El baile alcanzaba su hora de mayor viveza, los rigodones
sacudían la ardiente atmósfera de la sala, y al febril compás los cuadros de danzantes
se abrían y cerraban con frenesí diabólico, revolviéndose, entrechocándose, dislocándose,
tornando a arremolinarse en cien puntos distintos como torbellinos de burbujas en
caldera de agua hirviente. En los pasillos, en los foyers o salones de descanso,
por el monumento entero, el raudal humano se dividía y se cruzaba en sentidos diferentes,
enredándose o desprendiéndose con algazara loca, descompuesto ya, lascivo, provocador,
incontrastable. En el bufé, el champaña acababa con el resto de razón de la libidinosa
muchedumbre.
De pronto, al bajar de un piso a otro, tuve que encogerme
para no ser visto y para contener el corazón que me saltaba: Julio Ramos se erguía
entre una ola humana llevando del brazo a una monísima Pierrette. ¿Qué le decía
en voz baja, al oído? Ella se apretaba a él, oyéndolo con visible deleite. Pasó
la ola, y, con mayor confusión y espanto, quedé perdido en medio de aquel mundo
que se divertía. Venció otra vez la curiosidad, hice por calmarme y me propuse seguir
el hilo de aquella intriga lúgubre. Lanceme, pues, en la dirección que la pareja
había tomado, y al cabo de una larga hora de estrujaduras y codazos, de sobresaltos
y vacilaciones, divisé al jovencillo, a quien reconocí por lo alto y flaco de la
figura y, sobre todo, por el característico balance de cabeza. Trataba de penetrar
en la gran sala, y no iba ya con la minúscula Pierrette sino con una arrogante alsaciana
de rostro que parecía hermosísimo bajo el enorme lazo de seda negra que le servía
de tocado.
¿Qué significaba aquello? ¿Nueva intriga? Esta vez me
sentí valiente: era preciso que me le acercase, que lo oyese. Empecé a romper la
compacta barrera que me separaba de la sala cuando, de manos a boca, topé… ¿Con
quién? ¡Con la lindísima Pierrette! La así del brazo, la eché fuera del tumulto
y, con esa familiaridad que permitía su condición y el sitio y ocasión en que nos
encontrábamos, le pregunté:
–¿Y el joven con quien estabas hace poco?
–¿El americanito?, ¿lo conoces?
–Sí. ¿Qué quería contigo?
–¡Oh!, es un tipo original y muy amable. Debe ser rico,
¿eh? Figúrate que me ha dado una cita para la noche de mañana, en mi propio cuarto,
y ha empezado por adelantarme esto para que le prepare una cenita fina.
Y la muchacha me mostró un billete de cien francos que
se sacó del corpiño.
–¿Y tú lo esperarás? –pregunté aterrado.
–¡Vaya! ¿Puedo desairar a quien principia por adelantar
cien francos?
Sentí impulsos de revelar la horrorosa verdad a aquella
desdichada, pero, contenido por el miedo de verme mezclado en la abominable intriga,
murmuré no sé qué frases y la dejé.
Las sienes me latían con violencia dolorosa; ya sorprendía
lo que Julio Ramos había venido a buscar allí. Y para confirmar mi sospecha, él
mismo apareció, minutos después, encaminándose hacia el vestíbulo y llevando del
brazo, no a la severa y magnífica alsaciana, sino una tercera belleza, a una espléndida
rubia elegantemente vestida de sala, con carnes de maravillosa blancura que se salían
del escote.
Resueltamente dividí la muchedumbre para llegar a ellos,
y los alcancé en lo alto de la escalera cuando se despedían, pudiendo yo oír –sin
que me viesen, por supuesto– sus últimas palabras:
–¿Y por qué de aquí a tres días? –preguntaba con mohín
la dama.
–Porque la noche de mañana tengo un compromiso, hermosa
mía, y otro en la de pasado mañana –y el joven añadió con voz muy dulce, besándole
después la mano–: ¡De aquí a tres noches, pues, querida mía, en tu morada! Y acuérdate:
tenme algo de cenar.
Julio Ramos se retiraba del baile, y comprendí por qué:
ya apuntaba el primer albor del día, enemigo de los hijos de la noche. Retrocedí,
atravesé lo más rápidamente que pude el gran foyer y me asomé a uno de los balcones
de la fachada del monumento que dan sobre la plaza.
Julio Ramos no tardó en salir. Con su luengo abrigo
y su sombrero de alta copa, parecía más largo y más delgado. Lo vi entrar muy lentamente
en plaza y bulevar; lo vi entrar en la avenida de la Ópera. En la semioscuridad,
entre la parda y fría bruma de la invernal mañana, lo vi alejarse, alejarse en dirección
del Sena, hacia su morada, el cementerio de Montparnasse, mucho más allá del río.
Iba solo, solo, con la mirada baja, con su tierno balance de cabeza. Y su figura
desgarbada y triste se envolvía más y más en la niebla de la avenida, hasta no ser
sino una sombra entre la sombra, hasta desaparecer confundida con la sombra.
Yo también, desfallecido, alelado, dejé la insoportable
fiesta y tomé maquinalmente el camino de mi casa.
Dos días después, la prensa parisiense traía, en términos
más o menos parecidos, esta noticia:
MUERTE MISTERIOSA. Esta mañana ha sido hallada muerta,
en su habitación de la calle de Breda, número 85, Mlle. Léonie Dubois, una mundana
bien conocida entre la juventud galante por su belleza picaresca y su ingenio enteramente
parisiense. No se notó en el cuarto desorden alguno que indicase lucha, ni falta
alguna de prendas o dinero. Sobre una mesa se veían restos de una cena fina. Ni
se advirtió tampoco, sobre el lindo cuerpo de la finada, el menor indicio de violencia.
La portera declara no haber visto entrar durante la noche ni salir a nadie de la
habitación.
París se conmovió con semejante muerte, pero su asombro
subió de punto al siguiente día, cuando leyó en la prensa esta otra nueva:
OTRA MUERTE INEXPLICABLE. Como ayer Mlle. Dubois en
la calle de Breda, hoy ha amanecido muerta Mlle. Charlotte Regnier en su precioso
piso de la calle de Berlín, número 142. Las circunstancias son las mismas: ningún
desorden revelador de lucha; restos de una cena escogida de dos cubiertos, y ninguna,
absolutamente ninguna señal de violencia sobre el cuerpo de la hermosísima finada.
La portera, igualmente, dijo que nadie ha entrado en el piso ni salido de él durante
la noche.
Mas lo que llevó a colmo la sorpresa y causó un hondo
sentimiento de terror en la impresionable capital fue esta tercera noticia, dada
por los periódicos al siguiente día:
EL VAMPIRO EN PARÍS. Otra muerte de mundana tenemos
que añadir hoy a las referidas ayer y antes de ayer, acaecida exactamente en la
misma forma. Mlle. Ninón Delmet, la rubia escultural cuya entrada en los centros
de placer era siempre un triunfo, ha sido encontrada muerta en su suntuoso piso
de la calle de los Mártires, número 175, sobre su lecho. En el comedor se veían
los restos de una cena. Examinado minuciosamente el cuerpo, no se ha advertido la
señal más ligera de violencia. París está aterrado. La policía, vivamente interesada,
se mueve con inusitado ahínco, pero hasta ahora sólo ha podido descubrir que la
Dubois, la Regnier y la Delmet asistieron al baile último de la Ópera; la primera,
vestida de Pierrette; la segunda de alsaciana y la tercera de sala. Algunos concurrentes
declaran haber visto a las tres pasear sucesivamente del brazo de un joven delgado
y pálido que parecía extranjero, y del cual no ha sido posible encontrar la menor
huella.
París estaba aterrado, sí. Únicamente yo, en la conmovida
capital, poseía la clave del misterio: Julio Ramos se había dado las tres noches
de placer que se había prometido.
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