Antonio Toribios
Yo
entonces dormía cada noche en una cama y mi inclinación al compromiso era más bien
tendente al menos uno. Pero África dejó en mí una huella tan profunda como la conjetura
de Poincaré.
“África”, contestaste cuando nos presentaron en aquel
congreso matemático, y yo puse cara de no entender. “Sí, como el continente”, me
aclaraste con la paciencia que se tiene con los lerdos. Pero mi mente vagaba más
allá de esos enormes ojos que te invitaban a explorar en lo profundo, como las simas
con tesoro escondido o las selvas inextricables y prohibidas.
Eso eras tú, una invitación permanente al peligro y
una puerta hacia mundos en que no existe la desdicha. Un paraíso frente a cuyas
murallas muchos ejércitos habían ya perecido. “Nuestra Señora de África”, añadiste
ese día, entre displicente y pedagógica. Y yo, “sí, claro…”, mientras me peleaba
con las lianas y las plantas carnívoras, y me hundía más y más en el piélago en
que perecen los ambiciosos que no sueltan el botín a tiempo.
Nos vimos una semana de modo muy intenso, o mejor diré
que más que vernos nos sentimos en una epidermis infinita y nocturna. Yo apenas
daba mis clases y volvía, y tú esperabas siempre. Hasta el último día. Ese en que
me dijiste simplemente: “Adiós, búscame en la espesura”.
Y aquí estoy, tantos años después, examinando cada poro
y cada coeficiente. Y me quedan aún tantos rincones, y tan poco tiempo…
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