lunes, 11 de marzo de 2024

Reducción al absurdo

Antonio Toribios

 

Yo entonces dormía cada noche en una cama y mi inclinación al compromiso era más bien tendente al menos uno. Pero África dejó en mí una huella tan profunda como la conjetura de Poincaré.

“África”, contestaste cuando nos presentaron en aquel congreso matemático, y yo puse cara de no entender. “Sí, como el continente”, me aclaraste con la paciencia que se tiene con los lerdos. Pero mi mente vagaba más allá de esos enormes ojos que te invitaban a explorar en lo profundo, como las simas con tesoro escondido o las selvas inextricables y prohibidas.

Eso eras tú, una invitación permanente al peligro y una puerta hacia mundos en que no existe la desdicha. Un paraíso frente a cuyas murallas muchos ejércitos habían ya perecido. “Nuestra Señora de África”, añadiste ese día, entre displicente y pedagógica. Y yo, “sí, claro…”, mientras me peleaba con las lianas y las plantas carnívoras, y me hundía más y más en el piélago en que perecen los ambiciosos que no sueltan el botín a tiempo.

Nos vimos una semana de modo muy intenso, o mejor diré que más que vernos nos sentimos en una epidermis infinita y nocturna. Yo apenas daba mis clases y volvía, y tú esperabas siempre. Hasta el último día. Ese en que me dijiste simplemente: “Adiós, búscame en la espesura”.

Y aquí estoy, tantos años después, examinando cada poro y cada coeficiente. Y me quedan aún tantos rincones, y tan poco tiempo…

 

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