Ángel Balzarino
Sí. Allí vienen. El lejano
pero inconfundible sonido de algunas risas le reveló que había concluido la espera.
Entonces clavó los ojos en el estrecho sendero apenas insinuado entre la mata de
troncos, hojas y arbustos que se había ido formando junto a las ya inútiles vías
del tren y divisó las dos siluetas. Con sigilosa rapidez se ubicó en el sitio ya
habitual –oculto entre cartones y maderas, junto a una de las ventanas de la derruida
estación–, dispuesto a ejercer, sin el temor de ser descubierto, una intensa y morosa
vigilancia. El placer más grande. Sin duda el único que puedo disfrutar ahora. Una
vez más comprendió que después de tanto tiempo –ya no tenía noción desde cuándo
se limitaba a sobrevivir de la caridad de los otros, sin afanes ni sueños–, por
fin ocurría algo que no sólo quebraba la opaca rutina sino, mejor aún, lograba infundirle
una súbita cuota de ánimo, le otorgaba inusitado vigor a su cuerpo ya abrumado por
el cansancio y los años. Como si otra vez sintiera lo mismo que ellos. Lleno de
vitalidad y deseo. Ahora las voces le llegaron más nítidas, las palabras entrecortadas
por accesos de risas, como si disfrutaran de alguna broma íntima y secreta, despreocupados
y felices, hasta que los vio detenerse en un pequeño claro entre los árboles que
bordeaban la estación. De una bolsa extrajo una botella de vino y bebió un trago
largo, tanto para aplacar la ansiedad como para paladear con mayor intensidad cada
detalle de la escena que iba a presenciar. Después permaneció rígido, sin efectuar
el menor ruido. A la expectativa.
Como siempre, fue ella la que tomó la iniciativa.
Suave, lentamente, llevando a cabo una ceremonia en la que cada gesto parecía destinado
a otorgarle mayor interés y atractivo, le desprendió la camisa y comenzó a sacársela.
El muchacho la dejó hacer, sin moverse, mientras las risas se transformaban en susurros
y contenidos jadeos. Cuando le tocó el turno a él, todo se hizo más agitado. Súbitamente
presuroso, le quitó la blusa con evidente rudeza, urgido por la impaciencia. Lo
invadió una dosis de codicia, placer, deslumbramiento, al surgir los pechos, blancos
y turgentes, que las manos del muchacho palparon en ávida caricia. Si pudiera hacerlo
yo. Si al menos una vez… La certeza de no tener ya la oportunidad de protagonizar
algo semejante le hizo evocar, en un afán por atenuar la frustración y alcanzar
cierto consuelo, otra época, cuando Matilde lograba satisfacer las ansias de su
cuerpo joven y enardecido. Llevó otra vez la botella a la boca. La necesidad de
beber pareció crecer tanto como el ardor que lo estremecía, mientras trataba de
imaginarse otra vez junto a Matilde y, lo mismo que él con la muchacha, la acostaba
sobre el húmedo colchón formado por la gramilla, y la poseía en un ritmo arrebatador,
entre besos y caricias que los llevaban cada vez a un paroxismo de gritos y risas
y palabras incoherentes. Pero después, cuando ellos quedaron quietos y abrazados,
ajenos a cualquier otra cosa que no fuera seguir disfrutando los instantes que habían
vivido, sintió la boca reseca, como si hubiera probado algo amargo, con súbita conciencia
de su soledad y del ya para siempre insatisfecho anhelo de tocar otro cuerpo.
Apenas ellos se alejaron, estalló. Sin preocuparse
ya por guardar silencio, arrojó con violencia la botella vacía y golpeó los puños
contra la pared y profirió gritos que trasuntaban la carga de furia, dolor e impotencia.
Después comprendió que debía conseguir otra botella de vino. Rápidamente. Para obtener
cierto alivio y tranquilidad. Sintiendo todo el cuerpo pesado y torpe, abandonó
la estación y a pasos lentos marchó hacia el pueblo.
Debió golpear muchas puertas y reflejar el mayor estado
de indigencia, antes de conseguir algunas monedas. Le alcanzó para comprar dos botellas
de vino y, apenas salió del boliche de Bottaro, comenzó a beber. Aunque siempre
había evitado hacerlo mientras andaba por las calles del pueblo –después que la
enfermedad de Matilde lo precipitó en la ruina y necesitó apelar a la caridad de
la gente para sobrevivir–, ya no le importó que lo vieran. Bebió con avidez. Impaciente
por embriagarse y alcanzar cuanto antes un profundo sueño que le hiciera olvidar
la pérdida definitiva de Matilde, que aplacara el deseo despertado por la frenética
relación de ellos, que borrara la certidumbre de vegetar en un estado bochornoso,
sin esperanza ni dignidad.
Como si marchara a través de una espesa niebla que
desdibujaba las cosas, cada paso le resultó más dificultoso. Después de un tiempo
interminable pudo divisar el contorno familiar de la estación. Cuando intentó cruzar
las vías, tropezó. Al perder el equilibrio, lanzó un grito y abrió los brazos en
desesperada tentativa por aferrar algo. Fue inútil. No pudo evitar la caída y súbitamente
sintió el golpe seco, demoledor, en la cabeza.
Las manos de él quedaron de pronto quietas, desganadas,
sin terminar de desabrocharle la blusa.
–Vamos –ella lo apremió, impaciente–. ¿Qué te pasa?
Se apartó y echó una furtiva mirada hacia la estación.
–No sé. Ya no puedo hacerlo aquí, ahora que el viejo
no está mirándonos.
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