Domingo Santos
El
visitante se puso en pie cuando Jorge Orolia, doctor en psicología y parapsicología
y presidente honoris causa del Departamento de Relación de los Tres niveles, penetró
en la habitación. Los dos hombres se dieron amistosamente la mano, y se sentaron
en sendos sillones, dispuestos a iniciar la conversación.
–Bien, amigo Julio –Orolia se frotó suavemente las manos,
en un gesto característico suyo. Era un vicio que había adquirido desde joven, cuando
todavía estudiaba en la Universidad, junto con el otro hombre que ahora tenía frente
a él–. Recibí tu aviso y tu petición de consulta… y confieso que me extrañó un poco.
Me parece que quieres decirme algo… importante.
Julio Aznar dijo que no con la cabeza.
–No, Jorge. Importante no es la palabra adecuada. Yo
diría mejor… extraño. Absurdamente extraño. Por esto he venido a consultarte. Creo
que tú podrás ayudarme más que cualquier otra persona en mi problema.
Orolia hizo un gesto ambiguo.
–Esperémoslo –dijo–. Te escucho.
Aznar dudó unos momentos. Buscó durante un rato las
palabras adecuadas para principiar, y luego dijo:
–Verás. La cosa data de unos años atrás, dos años y
medio aproximadamente. Sucedió de improviso, sin que me lo esperara, mejor dicho,
sin que siquiera lo sospechara. Fue una noche…
–Como sabrás –siguió hablando Julio Aznar–, cuando nos
separamos de la Universidad, así como tú te dedicaste al estudio de las altas materias
(psicología, parapsicología, y tus ensayos de los Tres Niveles) yo tuve que conformarme
con metas menos altas, y me dediqué al prosaico y vulgar negocio de la importación-exportación.
No quiero decir con ello que no me sienta satisfecho de mi trabajo, ni mucho menos,
pero siempre hay diferencia entre el constante estudio y la investigación y el comercio,
vulgar y llanamente hablando.
“Con todo, he de decir a mi favor que no puedo quejarme
de mi destino. Mi compañía de importación y exportación tuvo fortuna desde los primeros
días, y ahora poseo una vasta red de representantes por todo el mundo, alcanzando
mis utilidades cifras francamente notables. Con todo, no acabo de estar satisfecho
de ello, y he de confesar que envidio a los hombres que, como tú, no tienen que
preocuparse apenas de los bienes materiales de este mundo.
“Pero volvamos a lo nuestro. Como te decía, todo empezó
hace unos dos años y medio aproximadamente. Era una tarde igual que las otras tardes.
El Sol se estaba ya poniendo, y el aire empezaba a refrescar. Yo acababa de terminar
mi trabajo en el despacho. A la mañana siguiente tenía que salir de viaje muy temprano,
y tenía ganas de volver a casa lo más rápidamente posible. De modo que cogí el coche
y me fui directamente para allá. Llegué a ella, encerré el auto en el garaje, y
me metí dentro. Como no tenía nada importante que hacer por el momento, me senté
cómodamente en un sillón, tomé una novela, me preparé un combinado, y me puse a
leer.
“Entonces fue cuando recibí aquella llamada.
El
rostro que apareció por la pantalla del fonovisor era totalmente desconocido para
mí. Era el rostro de un hombre de mediana edad, fuerte y atlético. Inquirió:
–¿El señor Julio Aznar?
Asentí con la cabeza.
–Sí. soy yo. ¿Qué desea?
–Nada. Tan sólo pedirle que me aguarde unos momentos.
Tengo necesidad de hablar con usted personalmente ahora mismo. Es muy importante.
–Bueno –respondí–. Yo estaré en mi casa hasta mañana
por la mañana. Si desea verme…
–De acuerdo. Estaré allá dentro de unos minutos.
La pantalla se apagó, y yo no pude por menos que arrugar
el ceño. Aquel hombre me era totalmente desconocido. ¿Para qué querría verme? No
lo sabía en absoluto. Seguramente al final resultaría ser por algo apenas sin trascendencia.
Bueno, allí estaría yo si quería encontrarme en casa.
Volví a enfrascarme en mi lectura, y dejé transcurrir
el tiempo. Pero no hubieron pasado apenas unos diez minutos cuando alguien llamó
a la puerta. El robot-criado fue a abrir, y pocos minutos después me encontraba
frente al mismo hombre con el que acababa de hablar por el fonovisor.
Confieso que me extrañó su visita, a pesar de la llamada
anterior. El hombre vestía una gabardina marrón, y un sombrero que le venía excesivamente
grande para su cabeza. Se quitó las dos prendas cuando estuvo frente a mí, y apareció
bajo ellas un vestido que no dejó por menos que parecerme extraño. Un traje de una
sola pieza, de color negro brillante, que le cubría todo el cuerpo excepto la cabeza,
manos y pies, y unos zapatos también negros, sin cordones ni nada que se le pareciera,
que llegaban justamente hasta donde terminaba el resto de su indumentaria.
El desconocido paseó su mirada por la habitación, y
murmuró algo para sí mismo. Luego se fijó en mí.
–Sí, usted es Julio Aznar, no cabe duda –dijo–. Lo recuerdo
perfectamente. Recorté su fotografía al recibir su carta, con el fin de reconocerle.
Me sorprendí al oír aquellas palabras.
–¿Carta? ¿Qué carta?
El hombre se volvió hacia mí, con evidentes muestras
de sorpresa en su rostro.
–¡Pues la carta que me escribió usted, naturalmente!
No me va a decir que no la recuerda.
–Pues… –dudé unos momentos -. No sé, ¿cuál es su nombre?
–Ard. Verner von Ard.
–¿Alemán?
–No, suizo. De Nesslan.
Moví negativamente la cabeza. No conocía ni el nombre
ni la localidad. No los había oído nombrar nunca.
–¿Y dice que yo le he escrito una carta a usted?
–Sí, naturalmente. Pidiendo que viniera a prevenirle.
Quedé sumamente perplejo por aquellas palabras. No recordaba
haber escrito ninguna carta a ningún tal Von Ard, y mucho menos pidiendo que me
viniera a prevenir. ¿De qué iba a prevenirme?
–No sé, no recuerdo…
El hombre meditó unos momentos. Luego preguntó:
–¿A qué año estamos?
Se lo dije, aún más extrañado. Y el hombre se dio una
palmada en la frente.
–¡Naturalmente, mi amigo! Lo olvidaba. Usted no me escribió
esta carta hasta dos años después de ahora. Naturalmente, no puede acordarse de
haberla escrito, por la sencilla razón de que no lo ha hecho… todavía.
Aquello acabó de dejarme perplejo. Y una idea se infiltró
claramente en mi cabeza. Aquel tipo estaba loco.
–No, señor Aznar, no estoy loco. ¿Me deja que le explique?
Me encogí de hombros, nada perdería oyéndolo unos minutos,
salvo quizás coger un dolor de cabeza. Le indiqué un sillón, y yo fui a sentarme
en otro.
–Está bien. Si usted quiere…
–Naturalmente que quiero. Verá. Cuando recibí su carta,
yo me encontraba en Nesslan, en mi casa. Sí, ya sé que usted todavía no ha escrito
esta tal carta, pero esto no es ningún inconveniente. Como le he dicho, recibí su
carta, en la que usted me pedía que viniera aquí, a prevenirle. La carta en cuestión
me llegó por manos de una importante notaría, y en ella (en el sobre, naturalmente),
iban reseñados mi nombre y dirección, junto con la indicación claramente legible
de: “A entregar el día 30 de julio del año 2144”. La recibí puntualmente, el mismo
día indicado. La abrí, y…
–¡Un momento! –le interrumpí. Acababa de oír algo que
no había sonado bien en mis oídos -. ¿Qué año me ha dicho?
–El 2144, naturalmente. ¿Por qué?
¿Y todavía me preguntaba por qué?
–¡Porque está usted hablando de un año para llegar al
cual falta todavía más de un siglo!
–¡Oh, eso! No es ningún inconveniente.
Fui a hablar, a decir algo, pero él levantó una mano,
interrumpiéndome.
–Un momento, por favor. Déjeme continuar. Luego dirá
todo lo que quiera.
Hizo una pausa, y luego siguió:
–Como le iba diciendo, recibí su carta, de manos de
un notario de la organización, y la leí. En ella me comunicaba usted que estaba
inválido de las dos piernas a causa de un accidente de ferrocarril, y que su situación
era verdaderamente desesperada. Los médicos le atendían constantemente, pero no
podían hacer nada por usted. Su vida era un continuo infierno. Pero que todavía
tenía esperanza. Y por eso me escribía la carta.
–¿Por eso? –inquirí, contemplando mis dos sanas y robustas
piernas.
–Sí. Yo había logrado construir un aparato para viajar
por el tiempo, y usted lo supo. En aquella fecha, el 30 de julio del año 2144, yo
acababa de perfeccionar mi invento, y lo había dado a conocer al público. Por eso
me escribió la carta para aquel día. En ella me pedía que acudiera al pasado, al
tiempo en el que usted todavía no había hecho el viaje que tenía proyectado en tren
y en el que había sufrido el accidente que le había dejado inválido, y le hiciera
desistir de hacerlo. Era un favor al que ningún hombre podía negarse, siquiera por
humanidad.
–¿Y por eso ha venido usted aquí?
–Sí, por eso. Aunque las causas de haber venido no han
sido éstas precisamente, sino otras.
–¿Ah, sí? –estaba empezando a marearme.
–Sí. Naturalmente, lo primero que yo hice después de
recibir aquella carta fue averiguar qué había de cierto en ella. Y descubrí que,
efectivamente, en la fecha que usted indicaba, mañana, el tren que usted tenía que
tomar había sufrido un accidente y había descarrilado. ¡Pero usted no se encontraba
entre la lista de los viajeros!
–¿Qué? –me enderecé súbitamente.
–Óigame. Aunque le parezca duro y poco humanitario,
he de confesarle que yo no tenía la menor intención de hacer lo que usted me pedía
en su carta. No quería arriesgarme. Hacerlo representaría causar una variación en
el tiempo; variación que tanto podía ser poco importante como mucho. No tenía la
menor intención de causar un trastorno en el tiempo por salvarle a usted. Y aquí
vino lo peliagudo del asunto. Porque lo que usted me comunicaba en su carta no existía.
Usted no había sufrido ningún accidente en el tren, simplemente porque usted no
había viajado en él. No había realizado su proyectado viaje.
–¿Entonces? –a pesar de todo, la cosa se me estaba haciendo
interesante.
–Aquello me sumió en un mar de dudas. Usted, naturalmente,
había sufrido el accidente, ya que me había escrito la carta. Pero no lo había sufrido,
ya que su nombre no figuraba entre la lista de las víctimas. ¿Cuál era la realidad?
¿Cuál era la solución de todo esto? Naturalmente, usted había sido salvado. ¿Por
quién? Sólo podía haber sido por mí. Pero entonces resultaba que yo lo había salvado
sin salvarle. ¿Solución?
“No había más que una. Yo debía acudir al pasado a salvarle,
ya que la historia del mundo estaba así escrita. Si yo no acudía, usted volvería
a estar lisiado, cuando en realidad no lo tenía que estar. Y entonces la variación
en el tiempo sería al revés: por omisión”.
–¿Y por eso se encuentra ahora aquí?
–Exactamente. Mañana piensa usted realizar el viaje,
¿verdad?
–Sí.
–Muy bien. Pues no debe hacerlo.
Dudé unos momentos. Tomé un cigarrillo y lo encendí,
mientras pensaba en todo aquello. En realidad, distaba mucho de estar claro. Lo
veía todo como un intríngulis enrevesado, lioso y absurdo en grado sumo. Contemplé
durante unos instantes las volutas de humo de mi cigarrillo antes de contestar:
–¿Quiere que le diga lo que pienso? Todo lo que usted
me ha contado es una solemne majadería.
–¿De veras?
–Sí, de veras. No creo ni un ápice de lo que me dice.
–Muy bien –el hombre se dirigió hacia donde tenía su
gabardina, y sacó de uno de sus bolsillos un trozo de papel–. ¿Qué me dice entonces
de esto?
Tomé lo que el hombre me tendía. Era una página de un
periódico, relativamente vieja, arrugada y amarillenta. En ella se podía leer el
reportaje de la catástrofe ferroviaria ocurrida en el tren de enlace hispanofrancés.
A un lado había una relación de las víctimas, y en un recuadro una fotografía con
el pie: “El único hombre que se salvó íntegramente del trágico accidente: Julio
Aznar. Tenía ya adquirido su billete para el viaje, pero un súbito cambio de decisión
le salvó la vida”. La fotografía era la mía propia.
–El periódico es de pasado mañana, como podrá ver. Lo
arranqué de los archivos de mi tiempo. ¿Considera que esto es suficiente prueba?
Dije que no con la cabeza.
–No sé lo que se trae usted entre manos con todo esto,
pero esta página de periódico puede muy bien haber sido falsificada. No cuesta nada
hacerlo.
El hombre dejó escapar una palabra no muy decente.
–¡Tipo imbécil! –exclamó -. ¿No comprende que se juega
la invalidez para el resto de su vida?
Me permití una sonrisa.
–No. Usted mismo dijo que los periódicos de la época
mencionaban que yo me había salvado. ¿Qué he de temer, entonces?
–¿Acaso todavía no ve que los periódicos lo mencionaban
por el simple hecho de que yo lo había puesto sobre aviso? Si ahora hace usted el
viaje, quedará inválido para el resto de su vida, y transmutará la sucesión de los
hechos en el tiempo.
Me encogí de hombros.
–Está bien. Ya lo hice una vez.
–No, no lo hizo. ¿Pero tan zoquete es que todavía no
ve claro? Usted escribió aquella carta, pero usted no sufrió daño. No estuvo inválido.
–Entonces, ¿cómo escribí la carta?
El hombre suspiró. Dio un breve vistazo a la esfera
cronometradora que tenía en su muñeca, de idénticas características de las de un
reloj normal, según pude apreciar, pero ligeramente diferente en su aspecto exterior.
–Está bien, idiota –murmuró–. No crea que voy a gastar
saliva inútilmente con usted. Me queda poco tiempo y no tengo el menor deseo de
intentar convencerle. Pero no hará el viaje que tenía proyectado.
–¿Sí? –una sonrisa burlona floreció en mis labios.
–Sí, seguro. Aunque mi deseo no haya sido éste, me he
encontrado metido en este asunto por la fuerza. Y no voy a dejarlo todo a medio
hacer. Lo voy a dejar resuelto. Aunque usted no quiera.
–¿De veras? Dígame cómo piensa hacerlo.
El hombre se encogió de hombros.
–De una manera muy sencilla.
Y antes de que yo pudiera darme cuenta de lo que sucedía,
lo tuve sobre mí. Cuando quise darme cuenta de sus intenciones, el tipo ya me aporreaba
tranquilamente el rostro. Recibí un golpe en la cabeza, otro más, luego otro… y
perdí beatíficamente el sentido.
Cuando me desperté, el sol entraba a raudales por las
ventanas de la casa. Quise moverme, pero me encontré atado concienzudamente de manos
y pies, tirado por el suelo como un fardo. La cabeza me dolía horrores sobre todo
en dos otros puntos que fueron objeto más detenido de las atenciones del tipo. Hice
unos esfuerzos por desatarme, pero no pude. El hombre había hecho nudos de marinero.
A mi lado, cerca de mi cabeza, tirado sobre el suelo,
pude ver un papel. Era una nota. Me acerqué a ella y, esforzándome mucho, pude leer:
“Estimado señor Aznar:
“Lamento haber tenido que proceder tan poco educadamente,
pero las circunstancias me han obligado a ello. El tiempo se me estaba agotando,
y no hubiera querido tener que irme dejándole apenas convencido. De modo que lo
he atado de este modo, para que no pueda arrepentirse e ir a hacer el viaje proyectado.
Espero que cuando lo encuentren el tren haya partido. Así, cuando después pueda
leer la noticia del accidente, comprenderá las razones que me impulsaron a hacer
lo que he hecho. Nuevamente le ruego que me perdone.
“Verner von Ard”
Estuve tentando de comerme la nota, si hubiera podido.
Empecé a gritar, llamando a mis robots. Pero ninguno acudió. Seguramente Ard había
tenido buena cuenta de inutilizarlos a todos momentáneamente. No me quedaba más
remedio que esperar.
Y esperé. No sé cuánto tiempo transcurrió antes de que
acudieran en mi ayuda, pero a mí me parecieron siglos. Cuando el cartero, que vino
a entregar la correspondencia, oyó mis voces, avisó a la policía, y ésta tuvo que
derribar la puerta para venir en mi ayuda. Me desataron, y al fin pude respirar
tranquilo. Pero eran ya las doce del mediodía, y el tren que tenía que coger salía
a las nueve de la mañana. Verner von Ard había conseguido su propósito.
En fin, no creo que me quede mucho por contar. Por la
tarde, escuchando las noticias, pude oír la del accidente que había sufrido el ferrocarril
hispanofrancés, muy cerca de la frontera. En él habían perecido ciento quince personas,
y otras doscientas treinta y siete resultaron heridas. No hubo nadie que saliera
ileso. Nadie salvo yo, naturalmente.
Cuando por la noche de aquel mismo día algunos periodistas
acudieron a mi casa, sabedores de mi suerte, a entrevistar al “único hombre que
se había salvado íntegramente del accidente”, me guardé muy mucho de decirles la
verdad. Simplemente, les dije que todo se había debido a un cambio de decisión.
Y a la mañana siguiente, como tal salió en los periódicos. Y he de confesar que
la página del mismo era en todo idéntica a la que me enseñó Von Ard, aunque no tan
amarillenta ni arrugada.
Desde que sucedió todo esto confieso que no habido un
día en que no haya pensado un poco sobre ello. He de reconocer que el caso tiene
muchas derivaciones y muchos ángulos insospechados. Pero la verdad es una: que yo
me salvé de una invalidez total para el resto de mi vida sin haber puesto nada de
mi parte.
Bueno, nada…
Fue hace medio año. Un día regresé a mi casa del despacho,
sin siquiera esperarme nada. Y allí me encontré una carta. Decía, simplemente:
“Estimado señor Aznar:
“Según he podido comprobar, mi plan salió perfectamente,
lo cual me alegra, por mí y por usted. No obstante, pláceme recordarle que usted,
con fecha de hoy, me escribió la carta que lo motivó todo. Lo cual espero que hará
tan pronto reciba esta corta nota, para beneficio y perfecta organización de los
acontecimientos.
“Reciba un afectuoso saludo de este su amigo que es
“Verner von Ard”
Ni que decir tiene que aprecié en su justo valor la
razón de estas palabras, y comprendí el motivo que hizo que Verner von Ard las escribiera.
De modo que aquel mismo día, hoy hace casi seis meses, escribí una carta para ser
abierta el día 30 de julio del año 2144, y dirigida a Verner von Ard. Y en ella,
naturalmente, yo era un pobre y triste inválido que pedía al inventor de una máquina
del tiempo acudiera al pasado para ayudarme y librarme de mi desgracia.
Y esto es todo.
El
doctor Jorge Orolia se frotó pensativamente las manos.
–En verdad –dijo–, es un caso extraño. Absurdamente
extraño, como has dicho tú, Julio. Y que tiene muchas derivaciones.
Julio Aznar asintió con la cabeza.
–¿Y qué es lo que deseas que yo te aclare?
Aznar meditó unos momentos antes de hablar.
–Verás, Jorge. En estos seis meses que han transcurrido
desde que yo escribí la carta hasta ahora, he pensado mucho sobre el particular.
He estado meditando durante largo tiempo. Y no acabo de verlo lo claro que desearía.
Hay multitud de puntos que, pese a su aparente lógica y concatenación, me parecen
inconsecuentes, absurdos.
–Sí, lo comprendo.
–Bueno. Pues sobre este particular es sobre el que me
he estado devanando los sesos durante todo este tiempo. Y al final he podido llegar
a la conclusión de que todo el problema proviene de una sola e ineludible cuestión.
Sabiendo ésta, conociendo su respuesta, todo es claramente comprensible.
“Pero esta cuestión no he podido descifrarla yo. Por
eso he acudido a ti”.
–Muy bien. ¿Cuál es esta cuestión?
Aznar cruzó los dedos de sus manos.
–Verás. ¿Has oído hablar nunca del cuento del huevo
y la gallina? La pregunta es: ¿Qué creó primero Dios, el huevo o la gallina? La
respuesta, a pesar de su aparente puerilidad, es ardua y encierra muchas cuestiones
añejas. Y no creo que haya nadie que haya podido decir con seguridad que fue una
cosa o la otra. Al menos hasta ahora.
“Pues bien, la cuestión que se plantea en este problema
es algo semejante a esta otra, aunque más ampliada y modernizada.
“Tenemos, por una parte, que von Ard acudió a mí, vino
al pasado desde su tiempo, a causa de haber recibido mi carta. Antes de recibirla,
él no sabía nada de mí, no conocía en absoluto mi existencia. Por lo tanto, su venida
no fue más que una consecuencia de haber escrito yo la carta.
“Ahora bien, tenemos por la otra parte que yo escribí
la carta precisamente porque él vino a verme. Yo no lo conocía, no sabía nada de
él ni de su máquina del tiempo, ni del accidente que sufriría el tren en el que
tenía que viajar. Yo no estaba enterado. Si escribí la carta sólo fue como consecuencia
de haber venido él a mi tiempo.
“Y aquí tenemos la cuestión. Cada una de las dos cosas
es consecuencia de la otra. Sin embargo, las dos no pueden haber sido simultáneas.
Ha de haber una de las dos que lo haya originado todo, promovido a la otra e iniciado
la cadena. Ha de haber una de las dos que lo haya originado todo”.
Hizo una pausa. Miró fijamente al otro, y luego inquirió:
–Y ésta es mi pregunta, Jorge. ¿Qué fue primero; la
carta o el viaje de von Ard al pasado?
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