Rafael Barrett
Era como un inmenso baile
de personas y de cosas. Figuras de todos los siglos pasaban en calma o se precipitaban
girando. Animales fantásticos y objetos sin nombre se mezclaban a los mil espectros
de un carnaval delirante. El espacio infinito parecía iluminado por la fiebre. No
había piso ni techo. Se adivinaba la noche más allá de la luz.
Yo
me trasladaba de un punto a otro sin esfuerzo. Nada resistía ni entorpecía a nada.
Flotábamos en un ambiente suave como el polvo de las mariposas. El mundo estaba
vacío de materia y lleno de vida.
De
un racimo de seres agitados se desprendió hacia mí un caballero vestido de frac.
Venía tan de prisa que atravesó en su carrera el cuerpo de una desposada melancólica.
Cuando llegó a mi lado observé la angustia de su rostro contraído.
–¿Qué
le sucede, señor profesor? –pregunté.
–El
chimpancé se ha vuelto loco. Ya sabe usted que era mi mejor sirviente. Hasta fumaba
mis cigarrillos. Un mono admirable, superior al hombre, puesto que hablaba. Imitaba
perfectamente mis movimientos y aprendía cuanto se le enseñaba. Usted recordará
mi última conferencia sobre los simios antropoides. Él la inspiró. Pues bueno: ayer
me entretuve tirando al blanco en el jardín delante del mono. ¡Nunca lo hubiera
hecho! He querido meterme ahora en casa porque se hace tarde. ¿Creerá usted que
el maldito chimpancé me ha recibido a tiros, confundiendo mi pechera con el blanco?
Por poco no me acierta. ¿Cómo entrar en mi casa, Dios mío?
De
lo alto del firmamento llovían pétalos rosados. Cerca de nosotros una niña rubia
decía que no a un banquero.
–¡Una
idea! –exclamó de pronto un poeta lírico que nos había, quizás, escuchado. Su cabellera
larguísima y sucia olía mal. Los mechones semejaban serpientes, y de cada uno colgaba
un volumen, de modo que el hombre llevaba siempre consigo su biblioteca. A la cintura
ostentaba un cuchillo envainado. Lo desnudó con gestó teatral.
–¡No
tembléis! Esto no es un puñal, sino una pluma, y mis venas son mi tintero. Por ellas
no corre sangre, sino tinta.
Se
hundió el arma varias veces en el corazón y embadurnó la pechera del profesor con
el negro líquido, gritando.
–¡Lo
salvé! ¡Lo salvé!
Sin
comprender cómo me hallé de repente acostado sobre la arena fría de una playa. El
mar, de un azul luminoso, extendía su oleaje brillante bajo el cielo borracho de
sol. Una adolescente, más bella que Venus, vagaba por la orilla, mojando sus pies
de nácar en la lisa lámina de cristal que se deslizaba cantando. Su túnica era casta
como la espuma. Sus ojos de ángel estaban penetrados de bondad y de amor. Una nube
de pájaros alegres y puros revoloteaba en torno. Noté que la encantadora virgen
los cogía y les arrancaba las alas.
–¿Por
qué, por qué? –gemí dolorido.
–Les
arranco las alas –suspiró su voz melodiosa– para que no se cansen volando.
Caían
lentamente las tinieblas espesas como cae el légamo al fondo de un charco, y distinguí
a enorme distancia el resplandor confuso de la fiesta aérea. Me propuse alcanzarla,
mas un abismo de una profundidad espantosa me detuvo. Subía de él un silencio más
horrible que el trueno. En el opuesto borde se alzaba un peñasco siniestro que dibujaba
su silueta de azabache, cortando el horizonte sombrío, y sobre el peñasco una mujer
harapienta se retorcía los brazos mirando el precipicio.
–¿Qué?
¿Qué hay? ¡Oye! –clamé–. ¡Oye!
Ella
no oía y seguía mirando. La sombra se hizo más densa aún, y fue borrando aquel gesto
de agonía. Ya no quedaba más que la noche insondable, y el resplandor lejano y confuso
de la fiesta aérea. El resplandor se fue transformando en una nebulosa, y la nebulosa
en la luna, luna serena y plácida.
Deseé
ir a ella, y desperté. La luna era el globo de mi lámpara encendida. Sobre mi mesa
de trabajo dormían mis libros.
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