Viktor Saparin
Todo empezó con una nadería. Al ponerse Petja una bota, su madre notó que
la suela tenía un agujero del tamaño de una monedita, tapado sólo por la plantilla.
Otra “monedita”, un poco más grande, aparecía también en la suela del otro pie.
Petja había observado que, quién sabe por qué, la bota derecha se desgastaba más
de prisa que la izquierda, por lo que el descubrimiento no lo sorprendió en absoluto.
Sin embargo su madre endureció la mirada.
–Imagínese, Iván Ivanovic –a falta de otros, la mujer
se dirigía a un huésped de sus vecinos, una persona venida de lejos, que en aquel
momento había entrado en la cocina–. Este chico se come las botas. Se las compré
hace un mes y mire. ¿Ha visto alguna vez algo semejante?
Iván Ivanovic dejó sobre la mesa la tetera que tenía
en la mano y miró a Petja.
–Es un chico como otro cualquiera –dijo–. No tiene importancia…
–¡Un chico como otro cualquiera! –La madre de Petja
alargó los brazos–. ¿Dónde ha visto algo parecido? Es un desastre. ¡Se come los
zapatos!
–Yo también era así –repuso Iván Ivanovic, conciliador.
Volvió a coger la tetera y la puso bajo el grifo–. Mire, no ha pasado nada, llegué
a ser profesor… Sólo es un chico nervioso…
–Pero las botas las hacen para chicos normales –continuó
la madre de Petja–. No hay zapatos especiales para los que no se están nunca quietos.
–Es verdad –contestó Iván Ivanovic, en tono serio–.
Es verdad. Los futbolistas, los deportistas, disponen de botas especiales, y nadie
piensa en acusarlos de correr demasiado. Sin embargo, para los chicos no hay nada.
Y es natural que corran… Habría que proporcionarles también botas adecuadas…
–No sé dónde encontrar botas que le duren más de un
mes –exclamó la mujer, sacudiendo la cabeza–. ¡Sería un milagro!
Petja, ofendido, arrugó la nariz. ¡Qué culpa tenía él
de ser un chico nervioso! ¿Debía, entonces, quedarse sentado siempre, con las piernas
cruzadas? En vez de afrontar el problema específicamente, como hacía su profesor,
su madre las tomaba siempre con él. Como si gastara las suelas adrede.
Iván Ivanovic dejó la tetera sobre la plancha del hornillo
y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo en el umbral, mirando otra vez a Petja como
para examinarlo.
–Le enviaré un par de botas mágicas –prometió, con sencillez–.
El muchacho me parece adecuado, siempre que sea verdad todo cuanto me ha dicho acerca
de él. Se las mandaré, pero con una condición: que el chico se ponga las botas todos
los días y lo deje hacer todo lo que quiera. Y no se preocupe, Antonina Ignatevna,
ya verá cómo mis botas no se gastan nunca.
A pesar de la cólera, Antonina Ignatevna no pudo por
menos de sonreír. Era una buena persona ese Iván Ivanovic…
–Ojalá fueran mágicas…
Petja estaba convencido de que Iván Ivanovic había inventado
todo aquello para calmar a su madre. No tenía, realmente, aspecto de mago…
¿Dónde estaba el cucurucho que Petja recordaba haber
visto sobre la cabeza del malabarista del circo? ¿Y aquella mirada penetrante o
aquel modo de mover las manos, propio de los magos? Iván Ivanovic era un hombrecillo
de chaqueta gris, con gafas, de barbita puntiaguda. Se parecía mucho a Sereza, el
zapatero del segundo piso. Nadie habría dicho al verlo que de joven fue un muchacho
nervioso.
Sin embargo, dos semanas después de la partida de Iván
Ivanovic llegó un paquete. Su remitente era el hombrecillo.
Petja pensó que contendría un par de botas claveteadas
con refuerzos metálicos, tal vez un par de botas de montaña semejantes a las que
en una ocasión vio en un escaparate. Pero en el paquete había un par de zapatos
negros vulgares, de corte sencillísimo. Petja se los probó. Le iban de perilla.
–En seguida se ve que es un hombre… –murmuró la madre–.
Con toda su inteligencia, Iván Ivanovic no sabe que a los chicos se les debe comprar
todo un poco grande. Y aseguraba que le durarían mucho tiempo… Venga, póntelos.
A caballo regalado; pero las gastarás pronto. Recuérdalo…
Aquel día comenzó la extraordinaria historia de las
botas.
Contra todas las leyes de la naturaleza, las botas siguieron
intactas.
Al principio, Petja caminó despacio, con cautela. Llevaba
botas mágicas y nunca se sabe… Luego, poco a poco, se acostumbró a la novedad hasta
que no pensó más en ello. Volvió a correr como antes y a jugar futbol cuanto quiso.
Una tarde, cuando Petja ya se había metido en la cama,
la madre cogió las botas y se puso a observarlas. “Ya las has llevado bastante –dijo
para sí–, y… ¡Pero si están nuevas! Y pensar que… La suela está como nueva. Entonces,
si quiere, sabe cuidarlas…”
Aquella noche la mujer dio a Petja el beso de despedida
con cariño especial, pero Petja tenía la vaga sensación de no haber merecido enteramente
el agradecimiento de su madre.
“Bah –se dijo, al dormirse–, dependerá mucho de las
botas. También María Petrovna se lamentaba muchas veces de la calidad de sus botas.
No se me puede echar la culpa a mí…”
María Petrovna habitaba en el apartamento de enfrente
y era una mujer conocida por su escepticismo respecto a todo y a todos. A los chicos,
nerviosos o no, los había clasificado tiempo atrás en la categoría de los fenómenos
absolutamente negativos.
Por eso, cuando Antonina Ignatevna le contó las alabanzas
de Petja, explicando que se había vuelto formal y que ya no gastaba las botas, no
vaciló en desilusionarla.
–Mire, María Petrovna, son realmente botas mágicas –insistió
la madre de Petja–, o mi Petja ha cambiado. Hace seis meses que las lleva, sin quitárselas
nunca, y aún no se han gastado.
–No tiene nada de extraordinario –le replicó María Petrovna,
tras haber echado una mirada a las suelas–. ¿Ve estas bolitas? No se gastan nunca.
Pero a mí no me gustan; producen reuma.
–¿Qué dice? ¡La suela de esparto deja pasar el aire!
–objetó Antonina Ignatevna.
–Bueno, son de goma –admitió María Petrovna.
–No pueden ser de goma –disintió Antonina Ignatevna–.
¡Son tan ligeras! ¡Pruebe!
A regañadientes, María Petrovna cogió las botas.
–No pesan casi nada –dijo, con desprecio–. Se ve que
están hinchadas.
–¿Por qué hinchadas?
–Sencillísimo. ¿Sabe cómo se hace? Se hinchan las burbujas
de aire de la goma. Por eso es ligera.
Dejó las botas en el suelo, limpiándose los dedos.
Antonina Ignatevna sabía perfectamente que el procedimiento
de obtener el crepé era muy distinto, pero, como siempre, María Petrovna había dicho
la última palabra.
Pasaron los meses… Las botas no se gastaban, como si
de verdad fuesen mágicas. Antonina Ignatevna empezó a mirarlas con cierto temor.
Sabía que el profesor no era Mefistófeles, sino un hombre normal, pero en aquel
regalo suyo había algo sobrenatural. Y no se trataba únicamente de la resistencia
extraordinaria de las botas, había algo más.
En una ocasión, Antonina Ignatevna descubrió un arañazo
en la punta de la bota izquierda. Sin duda, al jugar con otros chicos, Petja le
había dado un golpe. Sin embargo, unos días después el arañazo había desaparecido
sin dejar la menor huella. ¿Y cómo explicar el hecho de que las botas pareciesen
siempre nuevas, aunque Petja no se preocupaba nunca de limpiarlas?
Por otra parte, seguían ajustándose exactamente a la
medida del pie de Petja; pese al transcurso del tiempo, no se habían deformado.
Es cierto que, en general, el zapato de piel cede y
se adapta al pie, pero al propio tiempo envejece. En cambio, aquellas botas parecían
ser nuevas de trinca.
María Petrovna, incapaz de estarse callada, le echó
un día un pequeño sermón a Antonina Ignatevna:
–Exagera usted con su pequeño. ¡Cada día un par de zapatos
nuevos! Debería gastar mejor el dinero. ¡Ya se arrepentirá!
–Por favor –le contestó Antonina Ignatevna–-. ¡Si hace
un año que lleva los mismos zapatos!
–¿Cree que soy tonta? –María Petrovna parecía ofendida–.
Estas madres… ¡Pierden la cabeza por los hijos! No saben qué hacer por ellos… Pero
así sólo los malcrían…
Dicho esto, empezó a acusar a Antonina Ignatevna de
mentirosa. De no saber educar a su hijo. De comprar cada día a “su Petenfza” un
par de zapatos nuevos, mientras ella seguía usando los mismos, viejos y aun desfondados.
La pobre Antonina Ignatevna intentó explicarle la verdad,
pero, ¿qué explicaciones podía dar?
Por culpa de las botas, la vida de Antonina Ignatevna
se complicó de una forma increíble. ¿Decir la verdad? Nadie le creería. ¿Admitir
que compraba a Petja un par de zapatos nuevos todos los días? Era absurdo.
Pasaron otros dos meses, pero los zapatos no envejecían.
Antonina Ignatevna fue presa de la consternación.
–Ven –dijo un buen día a Petja–. Deja que estas botas
descansen un poco. Ponte las viejas.
Y le volvió a dar las botas que en su tiempo provocaron
su conversación con el profesor. El zapatero Sereza les había puesto medias suelas.
–Hice muy bien al comprarlas un número mayor –observó
la mujer–. Las debes llevar, te quedarán pequeñas. Estas las guardaré en el armario.
¿Quería convencerse de que su hijo había aprendido a
cuidar las botas? ¿O bien aquellas botas eternas empezaban a asustarla? Es difícil
decir lo que la madre de Petja tenía en la mente, pero cuando el chico se calzó
las botas viejas, lanzó un suspiro de alivio.
Acostumbrado a las botas del profesor, tan ligeras que
parecía que no las llevaba, Petja sentía ahora pesados sus pies. No pasó mucho tiempo
sin que Antonina Ignatevna tuviese que llevarlas de nuevo al zapatero. Por lo tanto,
Petja seguía siendo el chico inquieto de antes, y el secreto de la larga duración
de las botas regaladas por el profesor no dependía de sus cuidados. Pero Antonina
Ignatevna continuó testarudamente haciendo arreglar las botas viejas hasta que,
por fin, el bueno de Sereza le dijo:
–Ya es hora de echarlas a la basura. Cómprele al chico
un par de botas nuevas…
¡Comprar unas botas nuevas cuando en el armario tenía
un par nuevo!
A regañadientes abrió el cajón donde las había puesto.
Hacía ya varios meses que no las veía.
–Tienen un poco de polvo –suspiró, dándoselas a su hijo–.
Pruébatelas, quizá te estarán estrechas.
Petja cogió las botas que, como en el pasado, alegraban
la vista con su limpieza.
Y como en aquel lejano día en que Petja se las puso
por primera vez, también ahora le sentaban como un guante.
Pero esto no fue lo que más sorprendió a Antonina Ignatevna.
Ahora estaba en cierto modo acostumbrada a cosas semejantes. Pero no a aquello.
Recordaba perfectamente que, al meter las botas en el armario, las suelas parecían
ligeramente gastadas; entonces se había alegrado, porque las rozaduras y los arañazos
confirmaban que se trataba de botas normales, de objetos de este mundo sometidos
al desgaste de las fuerzas de la naturaleza. Hecho extraño, ahora se alegraba de
algo que un tiempo atrás la enfurecía…
Pues bien, al echar una mirada a las suelas, Antonina
Ignatevna vio, con asombro, que estaban absolutamente nuevas.
Y no sólo eso. Mirándolas de costado, examinando el
espesor de las suelas, hizo un descubrimiento aún más increíble.
La pobre mujer se puso las gafas, se las quitó y, finalmente,
las acercó de nuevo a sus ojos. ¿Sería posible? ¡Las suelas eran aún más gruesas
que antes! Nunca había conseguido comprender cómo Petja no conseguía desgastar unas
suelas tan delgadas, pero ahora… ¡habían crecido!
Antonina Ignatevna se quedó sin aliento. Era absurdo.
¿Pueden existir en el mundo zapatos que crecen?
Casi tuvo miedo de darle a Petja botas tan extraordinarias.
¿Pero qué podía hacer? ¿Tirarlas?
El dilema fue resuelto por la casualidad. Aquel día,
Petja no pudo utilizar las botas del profesor, porque se puso enfermo. Por fortuna
sólo se trataba de un ligero catarro, que lo retuvo, sin embargo, en el lecho durante
una semana. Durante aquel tiempo las famosas botas no quedaron sin usar. Su fama
se había extendido por todo el caserío y los amigos de Petja, cuyas respectivas
madres tampoco les escatimaban los coscorrones a causa de los zapatos rotos, se
las pidieron prestadas para jugar a la pelota. ¿Qué les importaba a ellos que la
eterna duración de aquellas botas no tuviese una explicación científica? El caso
más bien excitaba su fantasía, y muchos defendían las versiones más increíbles,
demostrando una fe ilimitada en las posibilidades de la técnica, mientras otros,
los más pequeños, que aún no habían salido del mundo de la fantasía, creían que
las “botas del profesor” eran verdaderamente mágicas.
Así, las botas de Petja empezaron a ser usadas por turno.
Con ellas jugaban a la pelota muchachos enloquecidos que a veces se dislocaban una
rodilla o un tobillo, pero las botas no se rompían nunca. Aguantaban bastantes pruebas
duras, pero realmente no parecía existir ninguna fuerza en el mundo capaz de estropearlas.
Llegó así un día en que Antonina Ignatevna ya no pudo
más y, tras preguntar a la vecina su dirección, escribió una carta a Iván Ivanovic.
Esta fue la respuesta del profesor:
“… Sí, crecen, Y en esto, querida Antonina Ignatevna,
no hay nada milagroso. Comprendo su asombro e intentaré explicarle el motivo.
“¿Por qué crecen? ¿Ha oído hablar alguna vez de las
epífitas? Son plantas que no viven sobre la tierra, sino en el aire. No tienen raíces
y pueden vivir sobre una empalizada, incluso sobre un hilo del telégrafo, sin tocar
la tierra. ¿Cómo se nutren? No de telegramas, naturalmente, y perdóneme la broma.
Toman todo lo preciso para su desarrollo del aire. En el aire siempre hay humedad,
siempre hay polvo que contiene partículas minerales. Y nuestras plantas se adaptan
a este tipo de alimentación, digamos ‘aérea’.
“Desde hace varios años, nuestro instituto estudia estos
minúsculos organismos vegetales que viven en grandes colonias como los corales.
Estas dan lugar a una masa compacta, ligera, flexible como la goma, pero que deja
pasar el aire. Las botas que se obtienen con esa masa no son en nada inferiores
a la piel, incluso tienen una propiedad de la que la piel carece: crecen. ¿Recuerda
La piel de zapa de Balzac? Aquélla disminuía. Pero la nuestra crece continuamente,
porque vive. Las células vegetales de que está formada se multiplican con rapidez,
alimentándose, como todas las epífitas, a través del aire. Para las suelas hemos
preparado una piel que crece de modo particularmente rápido, porque esta parte del
zapato se gasta más. Le diré también que la suela puede alimentarse mejor que las
demás partes de la bota, porque se halla en contacto con la tierra, donde la humedad
y las sustancias minerales son más numerosas. La alimentación más sustanciosa contribuye
a hacer que la suela se regenere más de prisa. Es un proceso imperceptible para
el ojo del hombre; si no llega usted a tener las botas encerradas en el armario
durante cuatro meses enteros, es probable que nunca hubiera descubierto que éstas
crecen realmente. Como es natural, también las botas que crecen tienen sus inconvenientes.
No se pueden conservar almacenadas largo tiempo porque su número variaría. Un adulto
que se compra hoy un par, un tiempo después las encontraría demasiado grandes. En
los zapatos de los adultos sólo puede aplicarse en la suela. Y no es poco; en efecto,
hemos recibido muchas cartas de agradecimiento de carteros y de personas cuya profesión
los obliga a caminar mucho, entre los cuales hemos distribuido un cierto número
de pares, a título de prueba.
“Pero las botas de los chicos se pueden fabricar todas
ellas con piel creciente. Creemos haber resuelto un problema que preocupa a todos:
la confección de botas que puedan ser llevadas durante varios años seguidos. En
nuestros experimentos hemos sometido ya a desgaste artificial varios pares, calculando
un consumo normal de cinco años, pero una cosa es la experimentación y otra la prueba
práctica. Por esta razón me interesa muchísimo saber el fin que tendrán las botas
de Petja. Escríbame, por favor, si no le molesta demasiado, al menos una vez cada
seis meses. Tenemos bajo nuestro ‘patrocinio’ muchos escolares que usan nuestras
botas, pero las de Petja forman parte de la primera partida y todas las noticias
al respecto nos son particularmente preciosas. Yo ya le he escrito dos veces, pero
debo haber confundido la dirección, porque tampoco mis parientes me han contestado.
“Para nuestros experimentos no escogemos a los chicos
especialmente inquietos, pero eso no significa que nuestras botas sean tratadas
de la peor manera. Como en todas las demás cosas, también con ellas es necesario
cierto cuidado.
“Al probar una nueva marca de bicicleta, se le somete
a las pruebas más difíciles, pero al usarlas normalmente, es bueno observar todas
las normas prescritas de mantenimiento. Nuestras botas están destinadas a los adultos
obligados por su profesión a caminar mucho y a los chicos, pero no a las personas
descuidadas. Dígaselo a Petja. Cuidar un objeto significa doblar su vida. Si Petja
quiere convertirse en un ejemplo en materia de botas, no como destructor, sino por
saberlas conservar y sacarles rendimiento, deberá observar estas sencillas normas,
que adjunto a la carta. Esto también es un experimento y le ruego que colabore.
Antes era un caso desesperado de descuido, pero hoy, sin embargo, se me cita como
ejemplo de orden. Quisiera saber precisamente lo que duran nuestras botas cuando
se les cuida bien. Escríbame.
“PD: Dentro de unos días entrará en servicio la primera
fábrica experimental para la producción en serie de las ‘botas mágicas’.”
Una semana más tarde, Petja y su madre asistieron en
un cine a la proyección de un documental sobre la fábrica de “suelas autorregeneradoras”,
como las llamaba el locutor.
–Tenemos “sierras autoafiladas” –decía el locutor–,
existen relojes de cuerda automática, relojes para los distraídos que, una vez se
les ha dado cuerda, ya no se paran nunca. Ahora nos llega la suela que no se gasta
nunca. Ahí está, ante sus ojos.
En la pantalla aparecieron enormes tinas poco profundas
que contenían un caldo nutritivo en el que se cultivaban pequeñísimos organismos
vegetales que, vistos al microscopio, parecían minúsculas estrellas amarillas.
El documental mostraba cómo estos organismos, al crecer,
formaban una delgada hoja, tan ligera que flotaba sobre el caldo. La hoja seguía
creciendo, haciéndose poco a poco más espesa.
–Con el desarrollo de los microorganismos –explicaba
el locutor–, el material resulta cada vez más compacto. Ahora la piel ya está lista.
Puede ser enviada al corte.
En un departamento cerrado, numerosas máquinas automáticas
recortaban, en la “piel” artificial que allí llegaba, miles de suelas de varias
dimensiones.
–Y la suela sigue creciendo –añadió el locutor. Se vio
una enorme suela que ocupaba toda la pantalla. La toma en acelerado proporcionaba
una rápida visión del crecimiento. El espesor de la suela aumentaba a ojos vistas.
–El tiempo transcurrido es, en realidad, de dos meses
–explicó el locutor–. La suela ha crecido tanto, que ha compensado el desgaste producido
por un uso prolongado y constante. Y seguirá creciendo indefinidamente, como los
hongos que quizá alguno de ustedes cultiva. ¡Gastarán los zapatos, pero esta suela
no se desgastará jamás!
–¡Menos mal! –Apenas salió del cine Antonina Ignatevna
lanzó un suspiro de alivio–. Ahora todo está claro…
Al encontrarse a María Petrovna, se enfrentó con ella
sin miedo:
–¡Vaya al cine! –le aconsejó–. Verá cómo se hacen los
zapatos de Petja. ¡Ya no podrá decir que le compro un par nuevo cada mes!
–Ya sé lo que hacen en el cine –replicó la vecina–.
Un montón de trucos. Tengo un sobrino que estudia en el Instituto de Cinematografía
y precisamente estos días han dado una clase especial sobre ilusiones ópticas.
–Pues estas botas existen –replicó la madre de Petja,
acercando su hijo a María Petrovna–. Y Petja, también. No son ninguna ilusión óptica.
–Bueno. Supongamos que sea verdad –concedió la vecina,
con superioridad–. Pero todos los chicos son unos mentirosos. Y el suyo no es mejor
que los demás. No comprendo por qué lo mima así. ¿Qué necesidad tenía de hacerle
esas botas especiales?… ¿No le basta con las botas corrientes?
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