lunes, 1 de abril de 2024

Cántico por Leibowitz

Walter M. Miller

 

El hermano Francis Gerard de Utah nunca hubiese encontrado el documento sagrado si el peregrino del taparrabos no se le hubiera aparecido de pronto en el desierto, donde el joven monje proseguía su ayuno de cuaresma. El hermano Francis nunca había visto un peregrino con taparrabos, pero le bastó una ojeada para descubrir que el personaje parecía realmente auténtico. Era un viejo alto y delgado con báculo, sombrero de paja y una barba revuelta, manchada de amarillo en el mentón. Caminaba cojeando y llevaba un odre pequeño a la espalda. El taparrabos –su única vestimenta, junto con el sombrero y las sandalias– era un andrajo sucio de arpillera.

El peregrino venía arrastrando los pies por la senda quebrada del norte –silbando desafinadamente– y parecía encaminarse a la Abadía de los Hermanos de Leibowitz, diez kilómetros al sur. El peregrino y el monje se vieron a través de una extensión de antiguos escombros. El peregrino dejo de silbar y miró con curiosidad. El monje, sujeto a las reglas de silencio y soledad de los días de cuaresma, apartó rápidamente los ojos y siguió con su trabajo: la construcción de un muro de piedras para proteger de los lobos su habitación provisional. Muy debilitado luego de una dieta –diez días de frutas de cactos–, sintió que la cabeza le daba vueltas y que en el paisaje tembloroso bailaban unas manchas negras. Durante un momento pensó si la barbuda aparición no sería un espejismo causado por el hambre, pero al cabo de un rato el peregrino lo llamó animadamente, con una voz agradable y melodiosa:

–¡Olla allay!

La regla del silencio prohibía cualquier respuesta, y el hermano Francis se contentó con sonreír tímidamente mirando al suelo.

–¿Este camino lleva a la abadía? –preguntó el caminante.

El novicio asintió con un movimiento de cabeza, y extendió la mano para tomar una piedra blanca que parecía un trozo de tiza. El peregrino se adelantó entre los escombros.

–¿Qué hace con esas piedras? –preguntó.

El monje se arrodilló y escribió rápidamente en una piedra grande y chata: soledad y silencio. Así, si el peregrino sabía leer –lo que era improbable, de acuerdo con las estadísticas– podría comprender que su sola presencia era para el penitente ocasión de pecado y le haría el favor de retirarse en paz.

–Oh bien –dijo el peregrino. Se quedó quieto un momento mirando alrededor hasta que al fin golpeó una piedra grande con el báculo–. Esta parece adecuada –recomendó, amablemente, y luego dijo: –Bien, buena suerte. Y que encuentre la Voz que busca–. El hermano Francis no entendió en seguida que el extraño había querido decir “Voz”, con una V mayúscula, y supuso que el viejo lo había tomado por sordomudo. Echó otra mirada al peregrino que se alejaba silbando, se apresuró a bendecirlo en silencio deseándole buen viaje, y volvió a su trabajo con las piedras. Estaba preparando un refugio del tamaño de un ataúd para poder dormir de noche sin ofrecer un buen bocado a los lobos.

Un rebaño celeste de cúmulos que iba a dejar caer sus húmedas bendiciones en la montaña, luego de haber tentado cruelmente al desierto, protegió un instante al monje de los rayos ardientes del sol. El hermano Francis se apresuró a terminar el trabajo, puntuando todos sus movimientos con oraciones susurradas que solicitaban la certidumbre de una vocación segura, pues ésta era la meta a la que esperaba llegar mientras ayunaba en el desierto.

Al fin alzó la roca que le había sugerido el peregrino.

El color encendido se le fue de la cara. Dio un paso atrás y dejó caer la piedra como si hubiera dejado al descubierto un nido de serpientes.

Una oxidada caja de metal asomaba entre los escombros… sólo una caja de metal oxidada.

El monje se acercó a la caja con curiosidad, y se detuvo. Había cosas que luego eran Cosas. Se persignó rápidamente y murmuró una breve oración en latín. Fortificado de este modo, le habló directamente a la caja.

–¡Apage, Satanas!

Amenazó a la caja con el pesado crucifijo de su rosario.

–¡Desaparece, oh Vil Seductor!

Sacó subrepticiamente de entre las ropas un minúsculo hisopo y roció la caja con agua bendita antes que ésta reaccionara.

–Si eres una criatura del demonio, ¡vete!

La caja no mostró signos de querer desaparecer, y no estalló tampoco, ni se fundió, ni exudó líquidos blasfemos. No se movió de su sitio, y dejó que el viento del desierto evaporase las gotitas santificantes.

–Así sea –dijo el hermano, y se arrodilló para extraer la caja.

Sentado entre los escombros, pasó casi una hora tratando de abrirla, empleando una piedra como martillo. Se le ocurrió que una reliquia arqueológica semejante –pues obviamente era eso– podía ser un signo que le enviaba el cielo para confirmarle su vocación. En seguida, sin embargo, apartó ese pensamiento, recordando que el abate le había advertido seriamente contra toda esperanza de una revelación personal de naturaleza espectacular. En verdad, había dejado la abadía para ayunar y hacer penitencia durante cuarenta días esperando ser recompensado con un llamado a tomar las Santas Órdenes; pero esperar una visión o una voz que gritase: “Francis, ¿dónde estás?” hubiese sido una vana presunción. Demasiados novicios volvían de las vigilias del desierto con historias de premoniciones, signos y visiones celestes y el buen abate había tenido adoptar una firme política en relación con estos pretendidos milagros. Sólo El Vaticano estaba autorizado a decidir la autenticidad de hechos semejantes. “Una insolación no es indicación suficiente de que estéis preparados para tomar los solemnes votos de la orden” había gruñido. Y cierto era en verdad que los llamados del cielo llegaban sólo raramente por otros medios al oído interior, como la coagulación gradual de una certidumbre interior.

Sin embargo, el hermano Francis no podía impedir que sus manos tocaran la caja con todo el respeto posible, mientras la golpeaba.

La caja se abrió de pronto, derramando parte del contenido y el monje se quedó mirando largo rato sin atreverse a tocar, sintiendo que un escalofrío le corría la médula. ¡La Antigüedad misma iba a revelársele! Apasionado de la arqueología, apenas se atrevía a aceptar el testimonio de su vista fatigada. El hermano Jeris enfermaría de envidia, dijo, pero se arrepintió enseguida de este pensamiento poco caritativo y agradeció al Cielo haber encontrado un tesoro semejante.

Al fin tocó cautelosamente los objetos, ordenándolos en grupos. Merced a sus estudios era capaz de reconocer un destornillador –instrumento usado en otro tiempo para introducir en la madera trozos fileteados de metal– y un par de pinzas, con hojas no mayores que una uña, pero bastante fuertes como para cortar metales blandos, o huesos. Había también una herramienta rara con un mango podrido de madera y una pesada cabeza de cobre a la que se habían adherido unas escamas de plomo; pero el monje no pudo reconocerla. Lo mismo le ocurrió con un panecillo toroidal de una materia gomosa y negra, demasiado deteriorada por los siglos. La caja contenía además trozos raros de metal, vidrio roto, y algunas de esas cosas minúsculas, tubulares, de bigotes metálicos, preciados amuletos para los paganos de las montañas, pero que de acuerdo con la opinión de algunos arqueólogos eran restos de la legendaria machina analítica, supuestamente anterior al Diluvio de Fuego.

El hermano Francis examinó cuidadosamente estos y otros objetos y los fue poniendo en la piedra chata. Había dejado los documentos para el final. Los documentos, como siempre, eran lo más valioso, pues muy pocos papeles habían sobrevivido a los furiosos incendios de la Edad de la Simplificación, cuando aun los textos sagrados se habían retorcido y ennegrecido transformándose en humo y cenizas mientras las multitudes ignorantes clamaban venganza.

En la caja había dos grandes documentos plegados y tres notas manuscritas. El papel estaba partido en trozos frágiles y resecos, y el hermano Francis los tocó muy suavemente protegiéndolos del viento con sus vestiduras. Apenas podían leerse, y estaban redactados en inglés antediluviano, esa lengua que ahora sólo se usaba, junto con el latín, en los monasterios y en los ritos litúrgicos. El hermano Francis los descifró lentamente, reconociendo las palabras, pero sin entender muy bien su significado. Una nota decía: 1 kilo de salchichón, una lata de kraut para Emma. La otra ordenaba: No olvidar el formulario 1040 para la declaración de impuestos. La nota tercera era sólo una columna de números con un total señalado con un círculo, al que se le había restado otra cantidad, luego seguía un tanto por ciento y la palabra ¡maldición! De todo el hermano Francis no pudo deducir nada, salvo verificar la aritmética, que era correcta.

De los dos papeles más grandes, uno era un rollo muy apretado que se deshizo en pedazos cuando el monje trató de abrirlo; pudo descubrir las palabras CARRERAS DEL HIPODROMO DE, y nada más. Dejó el documento en la caja para restaurarlo más tarde. El otro documento mayor era un papel doblado, con los pliegues tan quebradizos que el monje tuvo que contentarse con apartar cuidadosamente las hojas y espiar entre ellas.

Un diagrama… ¡una red de líneas blancas en papel oscuro!

El monje sintió otra vez el escalofrío en la médula. Era un plano, esa clase cada vez más rara de documentos antiguos tan apreciada por los estudiosos de la antigüedad, y también tan difícil de descifrar.

Y como si el hallazgo solo no fuera una bendición, entre las palabras escritas en un rectángulo, en la parte inferior del documento, estaba el nombre del fundador de su orden: ¡el bienaventurado Leibowitz en persona!

El monje estaba tan contento que movía desordenadamente las manos, y parecía que en cualquier momento fuese a desgarrar el papel. Recordó las últimas palabras del peregrino: “Que encuentre la Voz que busca”. La Voz realmente, con una V mayúscula y formada por las alas de una paloma que descendía, e iluminada con tres colores sobre un fondo de oro. V como en Vere dignum y en Vidi aquam, palabras que encabezaban una página en el misal. V, vio el hermano Francis muy claramente, como en Vocación.

Echó otra mirada para asegurarse de que era así, y murmuró:

Beate Leibowitz, ora pro me. Sancte Leibowitz, exaudi me…

Esta última invocación era en realidad un poco atrevida, ya que el fundador de la orden aún no había sido canonizado santo.

Olvidando las advertencias del abad, el hermano Francis se puso rápidamente de pie y miró hacia el sur por encima de los resplandecientes terrenos, en la dirección que había tomado el peregrino del taparrabos. Pero el hombre había desaparecido hacía rato. Seguramente un ángel de Dios, si no el bendito Leibowitz en persona, ¿pues no había revelado la presencia del milagroso tesoro señalando la roca, indicándole que la sacase de allí, y murmurando aquella despedida profética?

El hermano Francis se quedó de pie sumido en sus meditaciones, hasta que el sol manchó de rojo las montañas y la noche amenazó con sus sombras. Al fin se movió y se acordó de los lobos. El milagro de la caja no lo amparaba probablemente contra el ataque de las bestias, y se apresuró a terminar el refugio antes que la oscuridad cayera en el desierto. Cuando aparecieron las estrellas, reanimó el fuego y recogió en los cactos vecinos las menudas bayas violáceas que eran su único alimento, excepto el puñado de granos de trigo que le traía cada sábado un sacerdote. El hermano Francis se sorprendía a menudo mirando ávidamente los lagartos que se escurrían entre las rocas, y su sueño era perturbado por pesadillas de gula.

Pero esta noche el hambre le perturbaba menos que la impaciente necesidad de volver corriendo a la abadía y anunciar a la hermandad el maravilloso hallazgo. Esto, por supuesto, era imposible. Vocación o no, tenía que quedarse allí hasta el fin del ayuno… y continuar como si no hubiese ocurrido nada extraordinario.

Una catedral se alzará en este sitio, pensó soñadoramente mientras se sentaba junto al fuego. Ya casi la veía, sobre las ruinas de la antigua ciudad, con sus magníficos campanarios, visibles desde varios kilómetros a la redonda.

Pero las catedrales eran para multitudes humanas. En el desierto, en cambio, sólo vivían cazadores solitarios, y los monjes de la abadía. Imaginó un santuario, y atractivas columnas de peregrinos vestidos con un taparrabos… El hermano Francis cerró los ojos y se quedó dormido. Cuando despertó el fuego era sólo unos tizones rojos. Había algo raro en la noche. ¿Estaba completamente solo? Parpadeó en la oscuridad, mirando.

Del otro lado de las brasas rojas el lobo negro le devolvió la mirada. El monje ahogó un grito y corrió a esconderse a su refugio.

El grito, decidió mientras se tendía temblando en el ataúd de piedra, no había sido realmente una infracción a la regla del silencio. Apretó la caja de metal contra el pecho y rogó que los días de ayuno pasaran rápidamente. Mientras, unas patas con garras rascaban las piedras del refugio.

Todas las noches los lobos rondaban así alrededor del campamento, aullando en las tinieblas. Los días eran ardientes pesadillas de hambre, calor y sol abrasador. El monje se pasaba esas horas rezando y recogiendo leña, tratando de dominar su impaciencia mientras esperaba el mediodía del domingo santo, el fin de la cuaresma y el ayuno.

Cuando ese día llegó al fin, el hermano Francis descubrió que se sentía demasiado cansado para festejar el acontecimiento. Preparó sus alforjas, se echó el capuchón sobre la cabeza para preservarla de los rayos del sol, y se puso en camino con la preciosa caja bajo el brazo.

Quince kilos más liviano y mucho más débil que el miércoles de ceniza, recorrió tambaleándose los diez kilómetros que llevaban a la abadía, y al fin cayó exhausto a sus puertas. Los hermanos que lo recogieron y lo bañaron y lo afeitaron y le untaron con aceites los resecos tejidos informaron que el hermano Francis hablaba continuamente en su delirio de una aparición con taparrabos de arpillera, llamándolo a veces un ángel y otras un santo, e invocando frecuentemente el nombre de Leibowitz y agradeciéndole la revelación de unas sagradas reliquias y el programa de un hipódromo.

Estas noticias corrieron de boca en boca por la congregación monástica y pronto llegaron a oídos del abad, que frunció el ceño inmediatamente y apretó las mandíbulas.

–Tráiganlo –ordenó el noble sacerdote en un tono que puso en fuga al informante.

El abad caminó de un lado a otro, dominando su ira. No se oponía a los milagros, ciertamente, cuando se los investigaba, certificaba y sellaba de acuerdo con todas las normas y prescripciones, pues los milagros –aunque siempre incompatibles con la eficiencia administrativa, y el abad era tanto administrador como sacerdote– eran los fundamentos mismos de la fe. Pero el año anterior el hermano Noyen se había presentado con una nariz de ahorcado milagrosa, y el año anterior a ése el hermano Smirnov se había curado misteriosamente un ataque de gota luego de tocar una supuesta reliquia del beato Leibowitz, y el otro año… ¡Uf! Los incidentes habían sido muy numerosos y muy desagradables. Desde la beatificación de Leibowitz, estos jóvenes tontos se pasaban los días olfateando migajas de milagros como perritos falderos que viven escarbando desperdicios en el patio de atrás del Cielo.

Era comprensible, pero también intolerable. Toda orden monástica desea vivamente, sin duda, la canonización de su fundador, y se entusiasma con cualquier prueba que pueda servir a la causa. Pero el rebaño del abad no tenía sentido de las proporciones y a causa de aquella celosa búsqueda de milagros la Orden Albertiana de Leibowitz era ya motivo de risa en el Nuevo Vaticano. El abad estaba decidido a que se castigara físicamente la impetuosa e impertinente credulidad de todo propagador de milagros. Y si luego de ulteriores verificaciones se probaba que el milagro era auténtico, el don de gracia se pagaría con una penitencia.

Cuando el joven novicio llamó a la puerta, el abad habla alcanzado ya el estado deseado: un interior de expectación carnívora y un exterior benevolente.

–Adelante, hijo mío –murmuró con suavidad.

–¿Me llamó?… –el novicio hizo una pausa, sonriendo satisfecho al ver la caja familiar sobre la mesa del abad–. ¿Me llamó usted, padre Juan?

–Sí… –el abad titubeó–. O quizá –continuó en un tono de alegría ácida– hubieses preferido que yo fuese a verte a ti, ya que eres ahora un personaje tan famoso.

El hermano Francis enrojeció y tartamudeó:

–¡Oh, no, padre!

–Un muchacho de diecisiete años, y evidentemente un idiota.

–Así es, padre.

–¿Cómo excusarás la terrible vanidad de creerte preparado para las Santas Órdenes?

–De ningún modo, mi venerable maestro. Mi pecado de orgullo no tiene perdón.

–¡Y aun dices que tu pecado es tan grande que no tiene perdón! –rugió el abad–. ¡Tu vanidad no conoce límites!

–Cierto, padre. No soy más que un gusano.

El abad sonrió fríamente y recuperó su serenidad vigilante.

–Bien, ¿estás dispuesto entonces a retractarte de esas divagaciones febriles acerca de un ángel que te reveló esta… –el abate señaló despreciativamente la caja– esta pacotilla?

El hermano Francis se sobresaltó y cerró los ojos.

–Te… temo que no podré negarlo, mi maestro.

–¿Qué?

–No puedo negar lo que vi, padre.

–¿Sabes qué castigo te espera?

–Sí, padre.

–Entonces prepárate para recibirlo.

Con un suspiro resignado el novicio se recogió las ropas alrededor de la cintura y se inclinó sobre la mesa. El buen abad sacó de un cajón una dura regla de nogal y la dejó caer ruidosamente diez veces sobre el trasero del hermano Francis. A cada golpe el novicio agradecía con un ¡Deo gratias! esa lección de humildad.

–¿Te retractas ahora? –preguntó el abad mientras se bajaba la manga.

–Padre, no puedo.

El sacerdote se volvió y se quedó callado un rato.

–Muy bien –dijo al fin concisamente–. Puedes irte. Pero no esperes profesar los votos este año.

El hermano Francis volvió llorando a su celda. Los otros novicios recibirían los hábitos monásticos, mientras que él tendría que esperar otro año… y ayunar otra vez entre los lobos del desierto, en busca de una vocación que ya se le había concedido enfáticamente. Sin embargo, a medida que pasaron las semanas, el novicio tuvo el consuelo de descubrir que el padre Juan no había estado enteramente acertado al llamar “pacotilla” al contenido de la caja. Las reliquias arqueológicas despertaron considerable interés entre los hermanos, y se empleó mucho tiempo en limpiar las herramientas, clasificarlas, en restaurar los documentos, y en tratar de descifrarlos. Hasta se murmuraba entre los novicios que el hermano Francis había descubierto unas verdaderas reliquias del beato Leibowitz, especialmente un documento que tenía esta leyenda:

LEIBOWITZ & HARDIN. En el plano se veían unas manchas castañas que podían ser sangre de Leibowitz o, como decía el abad, jugo de manzana. Pero había también una fecha, 1956, un Año de Gracia en que aún vivía probablemente el venerable Leibowitz, aunque esa vida estaba ahora desfigurada por la leyenda y el mito, y poco se sabía realmente.

Se decía que Dios, para probar a la humanidad, había encomendado a los hombres sabios de aquella época, entre ellos al beato Leibowitz, que perfeccionaran armas diabólicas y las pusieran en manos de los últimos faraones. Y cuando se encontró en posesión de esas armas el hombre destruyó la mayor parte de la civilización y casi toda la población del mundo en el curso de unas pocas semanas. Luego del Diluvio de Fuego vinieron las plagas, la locura, y las sangrientas revueltas de la Edad de la Simplificación, cuando los furiosos sobrevivientes se habían vuelto contra los políticos, los técnicos y los hombres sabios, y les habían arrancado los miembros, destruyendo a la vez todas las obras y archivos con noticias que podían llevar otra vez a la humanidad por el camino de la destrucción. Nada se había odiado tanto entonces como la palabra escrita, el hombre instruido. Durante este tiempo, precisamente, la palabra simple –que antes se había empleado para nombrar al hombre común–empezó a significar honesto, recto, virtuoso.

Para escapar a la legítima ira de los simples todavía vivos, muchos hombres de ciencia y otra gente docta habían corrido a refugiarse al único santuario que aún podía ofrecerles protección. La Santa Madre Iglesia los recibió con los brazos abiertos, los vistió con ropas de monjes, y los ocultó a las multitudes. Estas estratagemas no dieron siempre resultado. A menudo la multitud invadía los monasterios, quemaba los archivos y las escrituras sagradas, y colgaba a los sabios. Leibowitz se había refugiado entre los cisterianos, había profesado sus votos, y se había ordenado sacerdote. Al cabo de doce años se le permitió fundar una nueva orden monástica que llevaría el nombre de “los albertianos” en recuerdo de San Alberto el Grande, maestro de Aquino, y santo patrón de los hombres de ciencia. La nueva orden se dedicaría a la preservación del conocimiento, secular y sagrado, y los hermanos tenían la obligación de memorizar los libros y papeles que hubiesen podido escapar a la destrucción del mundo. Leibowitz fue identificado al fin como hombre de ciencia, y fue colgado de una horca ganando así el martirologio. La orden siguió viviendo, y cuando la posesión de textos escritos dejó de significar un peligro, muchos libros fueron reconstruidos de memoria. Pero como la memoria de los monjes era limitada, y pocos eran capaces de entender las ciencias físicas, se concedió prioridad a los textos sagrados, la historia, las ciencias sociales, y las humanidades. De todo el vasto repertorio de conocimientos humanos sólo quedó una pobre colección de manuscritos.

Ahora, luego de seis siglos de oscuridad, los monjes todavía preservaban estos textos, los estudiaban, los copiaban otra vez, y esperaban. No les importaba en absoluto que ese conocimiento que ellos conservaban fuese inútil, y en la mayoría de los casos incomprensible. El conocimiento estaba allí, y ellos tenían que conservarlo y transmitirlo, aunque la Edad de la Oscuridad se prolongase otros diez mil años.

 

El hermano Francis Gerard Utah volvió al desierto al año siguiente, y ayunó otra vez. Regresó otra vez a la abadía flaco y débil, y el abad le preguntó si pretendía aún haber tenido conferencias con miembros de la cofradía celestial, o estaba dispuesto a renunciar a su historia.

–No puedo negar lo que he visto, mi maestro –repitió el muchacho.

Otra vez lo castigó el abad en nombre de Cristo, y una vez más se postergó la profesión de votos. El documento había sido enviado a un seminario para su estudio, luego de haberse sacado una copia. Sin embargo, el hermano Francis continuó siendo un novicio, y siguió soñando en el santuario que se construiría un día en el sitio de su descubrimiento.

–¡Terco! –gritaba el abad–. Si el tonto peregrino de que habla este idiota venía hacia aquí, ¿cómo no lo vio nadie? Poco le costaría al abogado del diablo ganar este proceso. ¡Taparrabos de arpillera!

Esta historia de la arpillera había estado perturbando al abad, pues la tradición decía que cuando habían ahorcado a Leibowitz le habían cubierto la cabeza con un capuchón de arpillera.

El hermano Francis pasó siete años en el noviciado, y siete vigilias de cuaresma en el desierto. Al fin llegó a ser un experto en el arte de imitar aullidos de lobos, y a veces, de noche, en la abadía, divertía a la comunidad con sus imitaciones, atrayendo a la manada. Durante el día trabajaba en la cocina, fregaba los pisos de piedra y estudiaba a los antiguos.

Pasaron los días y una tarde llegó un mensajero del seminario, montado en un asno, con buenas nuevas:

–Se ha descubierto –dijo– que los documentos encontrados aquí son realmente de la fecha indicada, y que el plano guarda cierta relación con las tareas del fundador de la orden. Se ha enviado al Vaticano, donde proseguirán los estudios.

–¿Posiblemente una verdadera reliquia de Leibowitz, entonces? –preguntó el abad con calma.

Pero el mensajero no quiso comprometerse hasta ese extremo y se contentó con alzar una ceja.

–Se dice que Leibowitz era viudo en el tiempo de su ordenación. Si llegara a conocerse el nombre de su mujer…

El abad recordó la nota donde había un nombre de mujer y alzó también una ceja.

Poco después llamaba al hermano Francis.

–Muchacho –dijo el sacerdote son una sonrisa resplandeciente–, creo que ha llegado la hora de que profeses tus votos. Y he de felicitarte por tu paciencia y persistencia. No hablaremos más de tu… ah, encuentro con, ah, el vagabundo del desierto. Eres un buen hombre simple. Puedes arrodillarte para recibir mi bendición, si así lo deseas.

El hermano Francis suspiró y cayó hacia adelante, desmayado. El abad lo bendijo y lo revivió, y el monje pudo profesar al fin los solemnes votos de la Hermandad Albertiana de Leibowitz, prometiéndose pobreza perpetua, castidad, obediencia, y observancia de las reglas.

Poco más tarde el hermano Francis fue asignado a la sala de copistas, como aprendiz de un viejo monje llamado Horner. Era indudable que se pasaría allí el resto de sus días iluminando las páginas de los textos de álgebra con dibujos de hojas de olivo y mofletudos querubines.

–Si así lo deseas –le dijo el viejo Horner con su voz cascada–, puedes dedicar cinco horas semanales a un trabajo de tu elección, sujeto a aprobación previa, por supuesto. En caso contrario dedicarás esas horas a copiar la Summa Theologica y los fragmentos de la Encyclopedia Britannica que han llegado hasta nosotros.

El joven monje pensó un rato y al fin dijo:

–¿Puedo emplear ese tiempo en hacer una hermosa copia del plano de Leibowitz?

El hermano Horner frunció el ceño.

–No sé, hijo mío… nuestro buen abad es un poco quisquilloso en este punto, así que temo…

El hermano Francis rogó y suplicó.

–Bueno, quizá –dijo el viejo de mala gana–. Es un trabajo que no llevará mucho tiempo… Te doy mi permiso.

El joven monje eligió el mejor de los pergaminos y pasó muchas semanas adobándolo, estirándolo y puliéndolo, hasta que obtuvo una superficie tersa y de una nívea blancura. Luego ocupó otras varias semanas en estudiar las copias del precioso documento en todos sus detalles, incluso las líneas y signos minúsculos de aquella complicada red de figuras geométricas y símbolos incomprensibles. Tanto estudió, que al fin fue capaz de ver toda la asombrosa complejidad del documento con los ojos cerrados. Las semanas siguientes fueron dedicadas a un concienzudo trabajo de investigación en la biblioteca del monasterio en busca de cualquier noticia que pudiese arrojar alguna luz sobre el significado del dibujo.

El hermano Jeris, un joven monje que trabajaba también en la sala de copias, y que se burlaba a menudo del hermano Francis y de las milagrosas apariciones en el desierto, sorprendió un día a su compañero en esta tarea.

–¿Podría saberse –dijo mirando por encima del hombro del hermano Francis –qué significa eso de Sistema de Control Transistorial de la Unidad 6-B?

–El nombre de lo que está representado en el esquema, evidentemente –dijo el hermano Francis con un tono un poco seco. pues el hermano Jeris no había hecho más que leer en voz alta el título del documento.

–Claro –dijo Jeris–, pero y el esquema, ¿qué representa?

–El sistema de control transistorial de la unidad 6-B, por supuesto.

El hermano Jeris estalló en carcajada burlona y el hermano Francis se sonrojó.

–Pienso –dijo– que es un concepto abstracto, más que un objeto concreto. No se trata evidentemente de la imagen de un objeto, a no ser que la forma haya sido muy estilizada. De acuerdo con mi opinión, el Sistema de Control Transistorial es una abstracción trascendental.

–¿Que pertenece a qué esfera de conocimiento? –preguntó Jens, sonriendo aún burlonamente.

–Bueno… –el hermano Francis hizo una pausa–. Como el beato Leibowitz era un ingeniero electrónico antes de entrar en la religión, supongo que el concepto se aplica a ese arte perdido llamado electrónica.

–Así está escrito, ¿pero qué estudia la electrónica, hermano?

–Eso también está escrito. La electrónica estudia el Electrón, que una fuente fragmentaria define como una Torsión Negativa de Nada.

–Tu sutileza me asombra –dijo Jeris–. Explícame por favor, ¿cómo se niega la nada?

El hermano Francis enrojeció ligeramente y se retorció buscando una respuesta.

–De una negación de nada tiene que salir algo, supongo –continuó Jeris–. Así que el Electrón es una torsión de algo. A no ser que la negación se aplique a la torsión, y entonces tendríamos una negación distorsionada, ¿eh?

Jeris rio entre dientes:

–Qué listos eran esos antiguos. Opino que si persistes en tu trabajo, Francis, aprenderás a distorsionar una nada, y el Electrón vendrá a nosotros. ¿Dónde lo pondremos? ¿En el altar mayor?

–No lo sé –dijo Francis, muy tieso–. No sé cómo se fabricaba el Electrón, ni para qué servía. Pero estoy seguro de que existió alguna vez.

El joven iconoclasta rio y volvió a su trabajo. El incidente entristeció a Francis, pero no lo apartó de su tarea.

En la biblioteca había escasa información acerca del arte perdido de Leibowitz. El hermano Francis concluyó pronto sus estudios y empezó a preparar bocetos del plano. Como no entendía el significado del diagrama, se contentaría con una reproducción fiel, de líneas oscuras. Las letras y los números, sin embargo, serian de color, y más decorativas que los del plano. Y el texto encerrado en un rectángulo, titulado DESCRIPCIÓN, sería distribuido de un modo agradable por los márgenes del documento, en cintas y escudos sostenidos por palomas y querubines. Las líneas negras del diagrama serían también menos rígidas y austeras, pues imaginaría que representaban un enrejado y las decoraría con pámpanos y frutas de oro, y pájaros, y hasta quizá una astuta serpiente. En lo alto, un dibujo representaría simbólicamente la Santísima Trinidad, y al pie luciría el escudo de armas de la Orden Albertiana. El Sistema de Control Transistorial del beato Leibowitz seria así glorificado y atraería tanto a los ojos como al intelecto.

Cuando Francis terminó el boceto preliminar se lo mostró tímidamente al hermano Horner.

–Observo –dijo el viejo, un poco arrepentido– que el trabajo no será tan breve como yo había supuesto. Pero no importa… continúa. El boceto es hermoso, realmente hermoso.

–Gracias, hermano.

El viejo se inclinó y guiñó un ojo, confidencialmente.

–He oído decir que el proceso de canonización del beato Leibowitz ha adelantado bastante en estos últimos tiempos. Así que quizá a nuestro querido abad ya no le moleste tanto eso que tú sabes.

La noticia, por supuesto, fue muy festejada en toda la orden. La beatificación de Leibowitz era un hecho desde hacía tiempo, pero las formalidades de la canonización podían ocupar aún muchos años. Y siempre había la posibilidad que el Abogado del Diablo descubriera algún impedimento.

Luego de muchos meses, el hermano Francis se puso al fin a trabajar en el pergamino. Todo era difícil: los finos arabescos, las complicadas volutas, la tarea de aplicar las láminas de oro. Muy a menudo se le cansaban los ojos y tenía que interrumpir el trabajo durante semanas. Un solo error causado por la fatiga podía estropear la copia. Pero lentamente, dolorosamente, el antiguo diagrama fue adquiriendo una resplandeciente belleza. Los hermanos de la abadía se acercaban a mirar y murmuraban su admiración, y algunos hasta decían que la inspiración del hermano Francis probaba suficientemente que aquel documento tenía que haber pertenecido al beato Leibowitz.

Sin embargo, los comentarios del hermano Jeris eran siempre los mismos.

–No entiendo por qué no empleas tu tiempo en algo útil.

El escéptico monje había dedicado sus horas libres a fabricar pantallas pintadas de pergamino para las lámparas de petróleo de la capilla.

El hermano Horner, el viejo maestro copista, había caído enfermo. Al cabo de pocas semanas fue evidente que el bien amado monje no se levantaría más. El abate nombró al hermano Jeris director de la sala de copistas.

En los primeros días de adviento se rezó la misa de difuntos, y los restos del viejo fueron devueltos a la tierra de origen. Al día siguiente el hermano Jeris informó al hermano Francis que era tiempo de dejar las niñerías y dedicarse a un trabajo de hombre. El monje, obedientemente, envolvió su precioso proyecto en pergamino, lo guardó en una caja madera, lo dejó en un estante se puso a fabricar lámparas para la capilla. No murmuró ninguna protesta, y se contentó con decirse que un día el alma del hermano Jeris seguiría al hermano Horner, iniciando así la vida de la que esta sala de copias no era más que el vestíbulo. Y luego, si Dios lo quería, él podría completar el amado documento.

La Providencia, sin embargo, intervino antes. En el verano siguiente, llegó a las puertas de la abadía un monseñor montado en un asno, con un largo séquito. El Nuevo Vaticano, anunció, lo había nombrado abogado de la canonización de Leibowitz y venía a investigar todas las pruebas que pudiera proporcionar la abadía, incluso la presunta aparición del beato a un tal Francis Gerard de Utah.

El caballero fue calurosamente acogido y se le instaló en las habitaciones reservadas a los huéspedes prelados, con seis jóvenes monjes dispuestos a atender sus menores caprichos, que no eran muchos. Se abrieron botellas del mejor vino, se desplumaron las más gordas aves, y de noche una troupe de violinistas y clowns entretenía al abogado, que decía una y otra vez que la vida de la abadía tenía que seguir su curso.

Habían pasado tres días desde la llegada del prelado cuando el abad llamó al hermano Francis.

–Monsignor di Simone desea verte –dijo–. Si la imaginación se te desborda, muchacho, haremos de tus tripas cuerdas de violín, arrojaremos tu carne a los lobos, y enterraremos tus huesos en suelo no sagrado. Bien, ve ahora a ver al buen caballero.

El hermano Francis no necesitaba de tales advertencias. Luego de los delirios febriles que habían seguido a aquel ayuno, nunca había mencionado el encuentro en el desierto, excepto respondiendo a alguna pregunta, ni se había permitido ninguna especulación acerca de la identidad del peregrino. Que el incidente pudiera preocupar a la autoridad eclesiástica lo asustaba un poco, y golpeó tímidamente la puerta de monseñor.

Esos temores, descubrió pronto, no tenían fundamento. Monseñor era un anciano de suaves modales que parecía amablemente interesado en la carrera del pequeño monje.

–Bien, háblame ahora de tu encuentro con nuestro bienaventurado fundador –dijo al cabo de algunas amenidades.

–Oh, pero yo nunca dije que fuera nuestro bienaventurado Leibowitz.

–Por supuesto, hijo mío. Aquí tengo un informe completo, recogido en otras fuentes, y me gustaría que lo leyeras y me dieses tu opinión –el prelado hizo una pausa, sacó un rollo de papeles de una valija, y lo puso en manos de Francis–. En verdad, todo lo que está aquí ha sido contado por terceros, y sólo tú sabes realmente qué ha pasado. Así que te pido que lo leas con mucha atención.

–Por supuesto. Lo que pasó fue de veras muy simple, padre.

Pero de acuerdo con el tamaño del rollo, los rumores no habían sido tan simples. El hermano Francis leyó con una aprensión creciente, que pronto adquirió las proporciones de un verdadero horror.

–Pareces pálido, hijo mío. ¿Hay alguna inexactitud?

–Esto… esto… no fue… ¡no fue de ningún modo así! –jadeó Francis–. No me dijo más que unas pocas palabras. Sólo lo vi una vez. Sólo me preguntó si aquel camino llevaba a la abadía, y golpeó la roca donde yo encontré las reliquias más tarde.

–¿Ningún coro celestial?

–¡Oh, no!

–¿Ningún halo en la cabeza tampoco, ni esa alfombra de rosas en el camino?

–¡Que el Cielo me juzgue, monseñor, no ocurrió nada parecido!

–Ah, bien –suspiró el abogado–. Las historias que cuentan los viajeros siempre son un poco exageradas.

Parecía entristecido, y Francis se apresuró a pedir disculpas, pero el abogado lo calmó con un ademán.

–Hay otros milagros, debidamente documentados –explicó–. Además, puedo darte una buena noticia en relación con los documentos que descubriste. Conocemos ya el nombre de la mujer del fundador, que murió antes que él entrase en la orden.

–¿Sí?

–Sí. Se llamaba Emily.

Aunque decepcionado con la descripción que el hermano Francis le había hecho del peregrino, monsignor di Simone pasó cinco días en el lugar donde había aparecido la caja, acompañado por una cohorte de novicios armados de picos y palas. Luego de extensas excavaciones, el abogado volvió a la abadía con un pequeño cargamento de distintos artefactos, y una lata de aluminio que contenía una materia disecada que podía haber sido chucrut.

Antes de partir, monseñor visitó la sala de copistas y quiso ver la copia iluminada del plano. El hermano Francis dijo que no tenía realmente importancia, y la mostró con manos temblorosas.

–¡Recorchos! –dijo monseñor, o algo parecido–. ¡Tienes que terminarla, hombre, tienes que terminarla!

El monje miró sonriendo al hermano Jeris que se volvió rápidamente y mostró una nuca roja. A la mañana siguiente, Francis reinició sus trabajos en el plano iluminado con láminas de tintas, plumas y pinceles.

 

Pasó el tiempo y un nuevo cortejo llegó del Nuevo Vaticano: toda una hueste de amanuenses y aun guardias armados para rechazar a los asaltantes de caminos. Encabezaba la delegación monseñor con cuernos y puntiagudas (así dijeron más de varios novicios) que dijo ser Advocatus Diaboli, que se oponía la canonización de Leibowitz y que estaba allí para investigar y quizá fijar responsabilidades, apuntó, pues numerosos, increíbles e histéricos rumores habían llegado a oídos de las autoridades supremas del Nuevo Vaticano. No estaba dispuesto a tolerar, aclaró, ninguna tontería romántica.

El abad lo recibió cortésmente y le ofreció una cama de hierro en una celda que miraba al sur. Las habitaciones de huéspedes, lamentablemente, explicó, habían sido clausuradas por razones de higiene. El monseñor no tuvo otra atención que la de sus propios hombres, y comió raíces y hierbas junto con los monjes en el refectorio.

–He oído decir que sufres de desmayos –le dijo al hermano Francis cuando llegó la temida hora–. ¿Cuántos epilépticos o locos ha habido en tu familia?

–Ninguno, excelencia.

–No soy ninguna “excelencia” –rugió el dignatario. Bueno, ha llegado la hora de sacarte la verdad–. El tono parecía sugerir que se trataba de una simple operación quirúrgica que debía haberse llevado a cabo hacia años. –¿Sabes que los documentos pueden envejecerse artificialmente?

Francis no lo sabía.

–¿Sabes que la mujer de Leibowitz se llamaba Emily, y que Emma no es el diminutivo de Emily?

Francis no lo sabía, pero dijo que en casa de sus padres los diminutivos se empleaban un poco a la ligera.

–Y si el beato Leibowitz decidió llamarla Emma…

El monseñor estalló, y se precipitó sobre Francis con uñas, dientes y todas las armas de la semántica. El monje quedó preguntándose si habría visto realmente a un peregrino.

Antes de partir, el abogado quiso ver también la copia iluminada del plano. Esta vez las manos le temblaron de miedo a Francis, pensando que tendría que abandonar otra vez el proyecto. Sin embargo, monseñor no hizo más que mirar fijamente la copia, tragó saliva, y asintió con un leve movimiento de cabeza.

–Tu imaginación es realmente vívida –admitió–. Pero eso ya todos lo sabíamos aquí, ¿no es cierto?

Los cuernos de monseñor se achicaron inmediatamente unos centímetros, y aquella misma tarde el hombre partió para el Nuevo Vaticano.

 

Los años pasaron, sin tropiezos, arrugando las caras de los que habían sido jóvenes y encaneciéndoles las sienes. Los trabajos del monasterio continuaron, y el mundo exterior recibió unas gotas de manuscritos copiados y recopiados. El hermano Jeris tuvo la ocurrencia de fabricar una máquina de imprimir, y el abad le preguntó para qué serviría eso.

–Para aumentar la producción –fue la respuesta del monje.

–Ajá. ¿Y para qué servirá ese papelerío en un mundo que presume de no saber leer? ¿Para ayudar a encender el fuego quizá?

El hermano Jeris se alzó tristemente de hombros, y los copistas del monasterio siguieron trabajando con sus plumas de ganso.

Luego, una primavera, poco antes de cuaresma, llegó un mensajero que traía muy buenas nuevas para la orden. El caso de Leibowitz estaba completo. El Colegio de Cardenales se reuniría muy pronto, y el fundador de la Orden Albertiana figuraría en el santoral. Durante el tiempo de regocijo que siguió al anuncio, el abad –muy viejo ahora, y un poco chocho– llamó al hermano Francis y resolló:

–Su Santidad exige tu presencia durante la canonización de Isaac Edward Leibowitz. Prepárate para el viaje–. Y el viejo añadió con un tono quejoso: –Y si quieres desmayarte otra vez, hazlo fuera de mi cuarto.

El viaje al Nuevo Vaticano exigiría por lo menos tres meses, quizá más; todo dependía de la distancia que fuera capaz de recorrer el hermano Francis antes que los inevitables bandidos lo despojaran de su asno. El monje iría solo y desarmado, sin otra carga que una escudilla de mendigo y la copia iluminada del plano de Leibowitz. Esperaba que los ladrones no le encontraran ninguna utilidad al documento, pero como precaución se pondría un parche negro sobre el ojo derecho. Los paisanos eran gente ignorante, y la amenaza del “mal de ojo” quizá bastara para ponerlos en fuga. Equipado de este modo, el hermano Francis salió a cumplir la orden de emplazamiento.

Dos meses y unos pocos días más tarde, el monje se encontró con un ladrón en un sendero montañoso rodeado de árboles, alejado de toda habitación humana. El ladrón era un hombre joven, pero macizo como un toro, cabezón, y con una mandíbula que parecía un bloque de granito. De pie en el sendero, con piernas separadas, los brazos cruzados sobre el pecho, miraba la figurita diminuta que se acercaba montada en un asno. Parecía estar solo, y armado sólo con un cuchillo que no se molestó sacar del cinturón. El encuentro decepcionó profundamente al hermano Francis, que había esperado en secreto tropezar otra vez con aquel peregrino de años atrás.

–Baja –dijo el ladrón. El asno se detuvo en el sendero. El hermano Francis se sacó la caperuza mostrando el parche negro y se llevó al ojo una mano temblorosa. Separó lentamente el parche, como si fuese a revelar algo espantoso, y el ladrón echó atrás la cabeza y estalló en una carcajada que podía haber brotado de la garganta del mismísimo Satanás. Francis murmuró un exorcismo, pero el ladrón no se inmutó.

–Esos parches ya no sirven de hace años –dijo–. Baja.

Francis sonrió, se encogió hombros, y desmontó sin protestar.

–Que tenga usted buen día, señor –dijo amablemente–. Puede llevarse el asno. Caminar me hará bien, espero.

Francis sonrió otra vez y echó a caminar.

–Un momento –dijo el ladrón–. Desnúdate, y déjame ver lo que hay en ese paquete.

El hermano Francis mostró su escudilla con un ademán de disculpa, pero esto sólo sirvió para que el ladrón lanzara otra burlona carcajada.

–Ese truco es también muy conocido –dijo–. El último hombre que vi con un cacharro de mendigo tenía medio heklo de oro en la bota. Desnúdate.

El hermano Francis mostró sus sandalias al ladrón, y empezó a desvestirse. El ladrón buscó entre las ropas, no encontró nada, y se las tiró de vuelta a Francis.

–Ahora veamos qué hay en ese paquete.

–Es sólo un documento, señor –protestó el monje–. Sólo tiene valor para su propietario.

–Abre el paquete.

El hermano Francis obedeció en silencio. Las iluminaciones de oro y el hermoso dibujo brillaron a la luz que se filtraba entre el follaje. El ladrón abrió la boca, y luego silbó suavemente.

–¡Qué bonito! Mi mujer estará muy contenta. Lo clavaremos en una pared de la cabaña.

El ladrón siguió mirando mientras Francis sentía que se le encogía el corazón. Si me lo has enviado para probarme, Señor, rogó interiormente, entonces ayúdame a morir como un hombre, pues si está escrito que tiene que quitármelo, tendrá que pasar por encima del cadáver de tu sirviente.

–Envuélvelo, que me lo llevo –ordenó el ladrón, y cerró imperativamente la boca.

El monje lloriqueó.

–Por favor, señor, no se llevará usted la obra de toda una vida; Tardé quince años en iluminar el manuscrito, y…

–¡Cómo! ¿Lo hiciste tú mismo?

El ladrón rio otra vez sonoramente.

Francis enrojeció.

–No le veo la gracia, señor… –el ladrón señaló el documento entre ataques de risa.

–¡Tú! Quince años dibujando un papel. ¿Y para qué? Dame una sola buena razón. Quince años. ¡Ja!

Francis se quedó mirándolo, estupefacto, sin que se le ocurriera ninguna respuesta. Muy lentamente, le dio el documento al ladrón. El ladrón lo tomó con las dos manos e hizo como si fuese a romperlo de arriba a abajo.

–¡Jesús, María, José! –gritó el monje, y cayó de rodillas en el sendero–. ¡Por el amor de Dios, señor!

El ladrón pareció conmoverse un poco y tiró al suelo el documento con una risita.

–Pelea por él –dijo.

–¡Cualquier cosa, señor, cualquier cosa!

Los dos se pusieron en guardia. El monje hizo la señal de la cruz, recordó que la lucha había sido en un tiempo un deporte autorizado por Dios, y animado por una fe invencible marchó a la batalla.

Tres segundos más tarde yacía de espaldas en el suelo bajo una montaña musculosa. Una piedra parecía estar aserrándole la espina dorsal.

–Je, je –dijo el ladrón, y fue a buscar su documento.

Con las manos juntas como en una plegaria, el hermano Francis se arrastró detrás, suplicando a gritos.

El ladrón se volvió riendo entre dientes.

–Hasta creo que me besarías las botas para que te lo devuelva.

Francis se echó a los pies del ladrón y le besó fervientemente las botas.

Esto fue ya demasiado, aun para un hombre duro como el ladrón. Tiró el manuscrito con un juramento y montó en el asno. El monje recogió rápidamente la preciosa copia y trotó junto al ladrón, agradeciéndole profusamente, y bendiciéndolo una y otra vez. El ladrón se alejó con el asno y Francis le echó una última bendición y agradeció a Dios la existencia de ladrones tan desprendidos.

Y sin embargo, cuando el hombre desapareció entre los árboles, Francis sintió una cierta tristeza. Quince años para hacer un dibujo en un papel… La voz insultante le resonaba todavía en los oídos. ¿Por qué? Dame una razón que valga quince años.

Francis no estaba habituado a los modos poco corteses del mundo exterior, a las costumbres toscas y a las actitudes bruscas. Las palabras burlonas del ladrón lo habían perturbado mucho, y se puso en camino cabizbajo. En un momento consideró la posibilidad de tirar el documento a los matorrales y de dejarlo allí en espera de las lluvias. Pero al padre Juan le había parecido bien que llevase el documento como regalo, y no podía llegar al Nuevo Vaticano con las manos vacías. Tranquilizado, siguió su camino.

 

Había llegado la hora. La ceremonia envolvió a Francis en la majestuosa basílica como un espectáculo de sonido y pausado movimiento y vívido color. Y cuando el Espíritu perfectamente infalible hubo sido invocado, un monseñor –era di Simone, notó Francis, el abogado del santo– se puso de pie y llamó a Pedro pidiéndole que hablara en la persona de León XXII, y ordenó luego a la asamblea que escuchara.

El papa se incorporó lentamente y proclamó santo a Isaac Edward Leibowitz, y la ceremonia concluyó. El técnico oscuro de otros tiempos pertenecía ahora a la jerarquía celestial, y el hermano Francis murmuró una devota plegaria a su nuevo patrón mientras el coro estallaba en un te deum.

El Pontífice entró rápidamente en la sala de audiencias donde esperaba el menudo monje, tomándolo por sorpresa y dejándolo sin habla. Francis se arrodilló a besar el anillo del Pescador y recibió la bendición del papa. Cuando se levantó otra vez, descubrió que se había llevado las manos a la espalda, ocultando la hermosa copia. El papa advirtió el movimiento, y sonrió.

–¿Nos has traído un regalo hijo?

El monje asintió estúpidamente, con un nudo en la garganta, y sacó el documento. El vicario de Cristo miró largo rato la copia sin expresión aparente. El hermano Francis sintió que el corazón se le encogía más y más a medida que pasaban los segundos.

–No es nada –murmuró–, un regalo miserable. Me avergüenza haber perdido tanto tiempo en…

La voz del hermano Francis se apagó débilmente. El papa no dio muestras de haber oído.

–¿Entiendes el significado de la simbología de San Isaac? –preguntó mirando el diseño abstracto del circuito.

El monje negó aturdidamente con la cabeza.

–Cualquiera sea el significado… –empezó a decir el papa, y se calló.

Sonrió y habló de otras cosas. Francis había sido honrado con esa invitación no porque hubiera habido sentencia oficial sobre el peregrino que él creía haber visto. Había sido honrado como descubridor de importantes documentos y reliquias del santo, pues como tales habían sido juzgadas, sin que importase el modo en que habían sido descubiertos.

Francis balbuceó su agradecimiento. El papa miró otra vez el resplandor coloreado del diagrama.

–Cualquiera sea el significado –murmuró una vez más– este fragmento de conocimiento, aunque muerto, vivirá otra vez–. Le sonrió al monje y guiñó un ojo –y lo guardaremos hasta ese día.

El monje notó por primera vez que la túnica del papa tenía un agujero, y que estaba en verdad bastante deshilachada. La alfombra de la sala de audiencias estaba también gastada en muchos sitios, y el yeso se desprendía del cielo raso.

Pero había libros en los estantes a lo largo de las paredes. Libros de iluminada belleza, que hablaban de cosas incomprensibles, copiados por hombres que no estaban destinados a comprender sino a conservar. Y los libros esperaban.

–Adiós, hijo bien amado.

Y el menudo guardián de la llama del conocimiento partió hacia su abadía. En el momento en que se acercaba a los dominios del ladrón sintió que el corazón le cantaba en el pecho. Y si el ladrón había decidido descansar ese día, el monje estaba decidido a sentarse y a esperar que volviese. Esta vez tenía una respuesta.

 

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