David Jasso
La
chica me resulta indiferente, ni me gusta ni me desagrada. Supongo que en otras
condiciones hubiera encontrado reconfortante esa sonrisa tan suave como una
brizna de hierba. Pero ahora me da igual. No me importa que sea joven y bonita.
De verdad. Ya no valoro esas cosas. Sin embargo expele vida por cada uno de sus
poros, casi puedo ver cómo emana de ella, es una corriente fresca, como una
ráfaga de brisa en un mediodía de agosto. Eso ya me gusta más. En cuanto ha
entrado ha llamado mi atención, resalta entre tanto hombre como una manilla de
color, pero ahora me fijo con más interés.
Veo que lleva una carpeta de promoción de El día
del perro, supongo que es una periodista que ha venido al festival a abrir
el estreno. La acreditación que cuelga entre sus pechos la identifica como Jana
Agudo. No me importa su nombre. Esas cosas ya no tienen ningún valor. Está sola
y algo desorientada. Insegura, pregunta si el asiento está libre por mera
educación, porque sabe que ésa es su localidad. Ocupa su butaca. El viejo
crítico que está a su lado apenas le ha contestado, no le ha hecho demasiado
caso. A él, como a mí, también le da igual ella.
La chica mira a todos los lados
con curiosidad, parece una cría de gacela, inquieta y algo asustada, oteando
entre la hierba. Además del artículo, escribirá un comentario para su blog,
seguro. Por supuesto, no me ve. Ojea el contenido del dossier de prensa sin
demasiado interés, sólo por hacer algo, es evidente que se siente un poco fuera
de lugar, seguro que es su primer evento. Dobla y desdobla la esquinita de la
carpeta sin percatarse de que lo está haciendo. Se muerde suavemente el labio
inferior –justo donde llevó unos meses el piercing que se le infectó, todavía
queda un pequeño punto oscuro– en un gesto que cualquier chico encontraría
encantador. Saca su móvil del bolso bandolera y lo apaga, no sin antes dedicar
más tiempo del necesario a asegurarse de que no tiene ninguna llamada perdida.
No, él no la ha llamado, ni le ha enviado ningún mensaje. Guarda el móvil de
nuevo, mordiéndose el labio con más fuerza. Casi se le cae la carpeta. El
crítico la mira con reproche ante el veloz movimiento de ella para capturarla
al vuelo. Jana sonríe disculpándose. Su rostro se llena de luz amortiguada. Me
resulta indiferente.
La sala está llena, con un suspiro lento se apagan
las luces, un par de rezagados aceleran para llegar a sus localidades, las
conversaciones desaparecen muy despacio, como amores olvidados, y comienza la
proyección.
El brillo de plata siempre nos reclama. Y allí
acudimos, no podemos evitarlo, no debemos luchar. Ocupamos nuestros puestos. He
observado que siempre tendemos a ponernos más o menos en la misma zona. Resulta
curioso. Supongo que es algo implícito en la naturaleza humana, pero, claro,
eso no lo acaba de explicar. La chica se ha sentado cerca de donde yo suelo
ponerme, he tenido suerte. Será para mí. Los demás me miran con algo que podría
pasar por envidia, tiene mucha vida. La oscuridad nos envuelve.
Los primeros minutos de las películas siempre están
cargados de expectación, no es una emoción que me resulte especialmente
interesante, pero aun así no puedo dejar de anticipar el dulce momento de la
captura.
Empiezo a sentirlo. Al principio es tan leve como
la onda que produce una hoja al caer en el estanque. Me gusta.
La película avanza y los espectadores se dejan
llevar por la historia. El día del perro es especialmente terrorífica,
mejor. Siempre son películas de terror. Ésa es la condición. El cine si la
película no es de terror no tiene demasiado sentido. Sé que hay quien acude,
pero no acabo de entenderlo. Imagino que buscan tranquilidad y oscuridad,
quizás olvido, en cualquier caso no es lo mío.
No miro la pantalla, no me importa la absurda
historia que allí se cuenta. No quito la vista de la chica, es una promesa de
placer. Ya he dicho que, en realidad, ella me es indiferente, sólo es la que
acarrea la mercancía, sólo la portadora; en otras ocasiones han sido hombres
maduros. O viejas. Aunque los niños son los mejores, oh, los niños y su
inocencia… Pero, de verdad, me da igual.
Me muevo despacio hasta situarme detrás de Jana. No
quiero que nadie me perciba. Me sitúo correctamente, procurando no rozar al
tipo de atrás, nunca se sabe quién puede notarte.
Su melena cubre la parte de arriba del respaldo
como una colcha deshilachada. Su cabello es largo, supongo que a su chico le
gustará dejarlo resbalar despacio entre los dedos y sentir su finura de agua.
No entiendo por qué pienso esas cosas. Ya no lo echo de menos. Ya no.
Extiendo mis manos hasta casi rozar su pelo. No.
Ella me da igual. Estas cosas me son indiferentes. Retiro mis dedos de aire. En
la película un gato ha saltado sobre la protagonista y le ha dado un susto de
muerte. Los espectadores han gritado, parece mentira que todavía funcione el
viejo truco del gato. Cae una piedrecita en el estanque del miedo, crece la
onda.
Cruzo muy lentamente la fila hasta colocarme
enfrente de la chica, soy menos que una sombra, menos que el viento en calma.
Mantiene apretada la carpeta promocional contra su pecho, como si eso pudiera
protegerla de algún peligro. O de mí. Me pregunto durante unos instantes cómo
serán sus pechos. Menudos y suaves, seguro. Pero en seguida me doy cuenta de
que no me importa, no es relevante. Ella me da igual. Esas cosas ya no me
interesan. Quedaron atrás, en el olvido hace demasiado tiempo.
Estudio su rostro con detenimiento desde menos de
un palmo de distancia. Sus pupilas se dilatan, aterrorizadas. En la pantalla el
psicópata ha tomado un enorme cuchillo. No puedo esperar más y poso mis manos
en sus sienes. Jana grita cuando el asesino sorprende a la protagonista.
Capturo. Y la ola me recorre. Siento el helado
calor de su miedo, es reconfortante. Es tan humano, tan cristalino… Dejo que su
vitalidad y su miedo me anden despacio. Me llenen. Me colmen. Oh, diablos, es
una sensación casi vivida, casi real. Es un poco como volver a estar vivo, es
lo más parecido a sentir que podemos sentir. Miro a mi alrededor, allí están
los otros, cada uno aferrado a su propio portador, intentando capturar su
terror, ansiando volver a existir a través de su miedo. En una patética parodia
de cópula espiritual.
Sí, captamos el miedo de los espectadores, nos
alimentamos de él, lo necesitamos para continuar con nuestro trágico simulacro
de existencia. Es nuestra única esperanza, nuestra única razón de ser. En la
muerte no existen las emociones, nos están vedadas; no podemos sentir, por eso
nos tenemos que conformar con capturar los pequeños retazos del terror que
experimentan los portadores.
A medida que la película avanza siento más el miedo
de Jana. La chica es especialmente sensible, mis dedos inexistentes, hospedados
en su piel, perciben parte de ese temor y lo transmiten a mi alma sin cuerpo.
El miedo nos alienta, nos da fuerza, nos mantiene. Somos los fantasmas del
cine, los vampiros de las emociones. Desechos sin vida destinados a vagar,
intentando captar la más mínima presencia de vida y de temor. Piltrafas sin
sentimientos propios condenados a robar lo que los espectadores sienten. Carroñeros
del miedo. Piénsalo, ¿acaso el sitio más adecuado para un fantasma no es una
sala de cine en la que se proyectan películas de terror? ¿Dónde si no pueden
las almas en pena encontrar el miedo que necesitan para reencontrarse con su
pasado muerto? En cada sesión nos aferramos a los espectadores con nuestros
dientes renegridos, nos posamos sobre ellos como obscenos amantes frígidos
siempre insatisfechos, les acariciamos con el fango untuoso de nuestros dedos
quebrados, ocupamos el mismo espacio que ellos adentrándonos en sus entrañas
como parásitos intracarnales, palpamos sus cuerpos con nuestras manos de
ciénagas repletas de insectos, clavamos nuestras uñas resquebrajadas en sus
almas desprevenidas, traspasándoles pena y dolor, y robando sus emociones, todo
para sentir su miedo. El terror es fuerte, el terror es la base de la vida, por
eso nos gusta rozarlo, porque es casi como volver a estar un poco vivos.
Me quedo junto a ella, captando su inquietud, su
nerviosismo. Lo que experimento no se puede calificar de vida. Al igual que
tampoco se puede decir que el cadáver cubierto con una sábana en la morgue está
vivo por el hecho de que sufra imperceptibles espasmos musculares o expulse los
últimos gases. Pero es lo único que tenemos, el miedo, el cuerpo bajo la
mortaja.
La acompaño durante toda la proyección. En el
último rollo, Jana cierra los ojos asustada. La jauría de perros zombis ha
rodeado a los protagonistas en una pequeña caseta. Su rostro es perfecto, la
veo tan desvalida, tan triste, tan frágil… Y yo también cierro los ojos. Y me
pregunto cómo sería volver a estar vivo, volver a sentir algo por una chica
como ésa, volver a amar. Ese sentimiento no se puede capturar. No se puede
reproducir. Ya lo tengo olvidado.
Y veo sus pupilas bajo los párpados cerrados. Y son
como tardes dulces repletas de sueños lánguidos. Y la siento más profundamente.
Y no sé cómo, pero sé que su chico la ha dejado hace poco, justo antes de que
ella viniera a Sitges, que ha preferido a la morena del bar.
Y me acerco a sus labios entreabiertos por los que
escapa una respiración agitada. Me pregunto qué sentía su chico cuando los
besaba, qué sentiría yo. Miel, probablemente. Aunque ya no recuerdo cómo se
siente la miel.
Jana tiene miedo, y yo lo percibo con ella. Y vivo
un poco más. Abre los ojos para seguir la película. Dejo caer mis labios sobre
los suyos. Es un aleteo de mariposas azules.
Grita. Uno de los perros ha saltado al interior por
una ventana.
El miedo atraviesa mi tráquea de sombra y llega
hasta mi corazón de noche, es un leve hálito. Es una contracción muscular, es
un susurro bajo la sábana de la morgue, es un espasmo en la oscuridad. Lo más
cercano a la vida que estaré nunca más. Me dejo llevar. Beso su boca desde
dentro. Y experimento, inesperadamente, algo parecido a la luz. Aquí hay más
que miedo. Siento más. Capturo algo nuevo. Muerdo su paladar con encías
descarnadas.
Luz. Siento luz. Una implosión de soles muertos.
¿Qué estoy capturando? ¿Qué es esto? Entonces se me ocurre que quizás pudiera
ser ese amor negado, retenido en su joven corazón ilusionado, ese amor
rechazado por su amado. Es como si las puertas de mi percepción se hubieran
ampliado. Como si la estrecha ranura por la que escapaba el miedo de Jana se
hubiera abierto dejándome entrever el luminoso interior de su alma enamorada.
Un destello de vida. De auténtica vida. De amor.
Dejo que me cubra, que me posea, es maravilloso. Es
como sacar la cabeza a la superficie después de haberse quedado sin aire debajo
del agua. Es como volver a sentir el picorcillo del sol en la piel después de
estar encerrado en una fría celda. Es como ser acariciado después de haber
muerto.
El tiempo carece de sentido en la eternidad, pero
tarde o temprano la película siempre acaba. El asesino se aleja hacia la luna
llena escoltado por su jauría de perros zombi y los créditos comienzan a
aparecer mientras suena un rock estruendoso.
Las luces se encienden y los murmullos renacen. Los
espectadores se ponen en pie y comienzan a desfilar despacio, renuentes, hacia
la salida. Veo a los míos, intentan conseguir los últimos retazos de emoción,
se aferran a sus espectadores con tentáculos viscosos, sorbiendo, aspirando,
anhelando. Sé que gritarían de desesperación, si pudieran gritar, y si pudieran
sentir desesperación. La sesión ha acabado.
Jana Agudo suspira aliviada. Lo ha pasado fatal,
nunca se acostumbrará a este tipo de películas. El viejo crítico que estaba a
su lado sonríe con crueldad, machacará ese título. La chica sigue apretando la
carpeta contra su pecho. Los míos dejan partir a sus portadores de miedo, les
dan las últimas tristes caricias y dejan que el nudo se desate muy despacio.
Nos tenemos que conformar con estas migajas. Vagan al otro lado de la sala, al
olvido de la luz.
Jana avanza hacia el pasillo y algo extraño ocurre:
me arrastra con ella. Podría liberarme fácilmente de esa tracción, de ese campo
magnético que me atrae hacia ella. Pero no lo hago. Dejo que me lleve. Me
adhiero a su cabello y cabalgo su longitud.
Los demás me miran asombrados, no saben lo que
ocurre. La chica me lleva con ella. Y yo me dejo llevar hacia el exterior de la
sala en la que moramos, rumbo a la luz.
Me aferró a los poros de su piel, como el bebé
hambriento al pecho materno, como el moribundo a la esperanza, como el agua a
la arena. Y dejo que me lleve con ella, prendido a sus cabellos, asido al
interior de sus párpados, convertido en la humedad que recubre su lengua.
Los míos me llaman con ensordecedores aullidos
silenciosos. Saben lo que significa abandonar el cine.
Quizás estén equivocados. Quizás sí pueda salir a
la luz, a la vida.
Al amor.
El rostro de Jana es maravilloso. Me adhiero a él.
Salimos muy juntos del cine. Siento la luz. Oh, la luz…
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