Édgar Omar Avilés
Apurar los pasos; llegar cuanto antes
al taller de narrativa. La tarea, bien asida bajo el brazo: un cuento que dejará
admirados a todos, aun a sus más férreos detractores. Durante un mes gestó –entre
libros, ensoñaciones, mucho café, borradores y desvelo– las doscientas ochenta y
tres palabras de su obra, soberbiamente original.
De tanto correr llega agitado a la puerta del salón.
Con un pañuelo que saca de la bolsa de su camisa se retira el sudor de la frente.
Revisa por última vez el texto y abre la puerta. Todos están sentados alrededor
de una mesa circular. Dirige sus pasos, muy lento, hacia el único lugar vacío. No
saluda. Se sitúa junto a la silla. Permanece de pie.
–Por fin reconocerán
mi superioridad literaria –comunica a sus compañeros; de forma arbitraria comienza
con la lectura–: “El Deunkoza” –dice inflamado de orgullo.
Todos,
extrañados, piden al unísono nuevamente el título.
–“El
Deunkoza” –reitera con un timbre aún más pedante.
Su
compañero de la izquierda le arrebata el texto para examinarlo: termina de hacerlo
con la mirada torva, perdida. Luego otro aprendiz de escritor arrebata el cuento.
Se repite el proceso, con las mismas consecuencias, en sentido horario. Hasta que
la tarea llega otra vez con su dueño. Un silencio estremecedor se desliza por el
recinto. Jamás imaginó que su cuento fuese tan impactante.
–Al
parecer desconozco los límites de mi genio –dice vomitando ego. Sin embargo también
su mirada se pierde, cuando sus nueve compañeros y el maestro arrojan al centro
de la mesa sus respectivos cuentos. En todos ellos se lee por título: “El Deunkoza”, y sin duda
cada uno está compuesto por doscientas ochenta
y tres palabras.
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