Rodrigo Azaola
Una carta sin remitente.
Dentro, una tarjeta de visita: Señor Mayo. Una dirección en un papel que Gelert
hace arder con un encendedor mientras observa cómo se aleja un taxi en la
avenida. Una voz seca en el interfón: A partir de este momento se llama Julio.
Sé que consideró mi propuesta con seriedad. Pero no lo invité a una charlar ni
a firmar contratos. Si usted entra no habrá más, será parte de nosotros. Tiene
cinco minutos.
Contempla la fachada de la casa, la avenida, sus
manos. Entra y cierra la puerta tras de sí.
Un sendero de piedra conduce a la residencia,
oculta parcialmente por susurrantes tilos. En la diminuta puerta a lo lejos,
percibe o cree percibir una sombra. Recuerda el traje perfectamente cortado, la
displicente ceniza del cigarro, semanas antes, a la salida de un cine, un
rostro áspero, sólo ese brillo de agua turbia en la mirada. Mire Gelert, soy
también parte del gremio. Lo que diré, sabrá usted, no puede comentarlo con
terceros. Lo va a pensar, pero no se lo va a decir a nadie. Francamente mi tiempo
es poco. Escuche, existe una organización de investigadores privados. Le
parecerá cuento viejo, pero nosotros somos una organización que existe desde
hace 70 años y de la cual usted no sabía nada hasta ahora. Esta organización,
mis colegas y yo, hemos encontrado admirable su trabajo de los últimos meses.
Su habilidad e intuición se adelanta a la policía, eso cualquiera lo hace, pero
a las embajadas no cualquiera las vence. Incluso en un caso del cual no
mencionaré nada más se le adelantó a uno de nuestros agentes. Como usted, somos
investigadores, aunque nos movemos con distintas reglas. Tenemos por código no
divulgar las averiguaciones, nada de prensa ni de juicios. Obviamente dejamos
atrás secuestros y joterías de políticos. No rendimos a ningún gobierno, y de
hecho, nos enorgullecemos de haber contribuido a la caída de unos cuantos. La
verdad para ellos, cito al fundador, la descarada verdad que no se ventila en
los juzgados, y el beneficio para nosotros. De eso trata. Lo queremos en nuestras
filas. Piénselo, vea otra película, revise su cuenta bancaria. Ya lo
buscaremos.
Un escritorio impoluto, libreros de madera y una
pequeña sala de estar, todo en perfecto orden, un cenicero de mármol y la
esbelta figura de Abril mirando los cuadros, los diplomas, las fotografías, de
no ser por una lámpara rota, un viscoso lago de sangre y un cadáver en el piso.
La espina de Gelert contiene la rigidez de un salto contenido, el brutal
sosiego del momento encaja en la atmósfera, toda acecho y serenidad aparente de
un relámpago.
Gelert sale del cuarto y regresa con un foco. Se
dirige a la lámpara rota y al remplazar el foco por el nuevo, la lámpara
enciende.
Abril, desde la puerta, apaga el candelabro, pero
también la lámpara en manos de Gelert, quien al encender ésta, prende
nuevamente el candelabro.
Gelert permanece a solas en el despacho. Camina
con lentitud. Dentro de él, un tobogán cuyas paredes se van haciendo angostas.
Los minutos retrasan un aullido, acercan un auto a toda velocidad a un muro. El
señor Mayo entra pausadamente, haciéndose oír.
Gelert saca unas fotografías del sobre y un
rictus deforma su rostro, pero levanta la vista ya muy tarde: Mayo lo encañona.
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