Pablo de Santis
Tardé cuatro horas en llegar a la casa del doctor Sáenz. Después de salir
de la autopista tomé un camino lateral en la dirección equivocada y anduve un buen
rato perdido. Había trabajado con él dos años atrás, cuando aparecieron los primeros
casos de la enfermedad. Ahora el mismo doctor Sáenz, que había recorrido el país
para conocer los casos y completar la más completa descripción del mal, estaba enfermo.
En aquella época todavía no se sabía cómo se producía el contagio.
La casa mostraba esos ligeros signos de deterioro, que
aislados son insignificantes, pero reunidos conducen a la ruina. A pesar de haberlo
tratado casi diariamente, no sabía nada de su vida. Sáenz era uno de esos científicos
que dejan en claro, apenas uno los conoce, que su verdadera identidad está puesta
en el trabajo, y que todo lo demás es sólo una apariencia que es mejor ignorar.
Había olvidado cargar combustible y el tanque estaba
casi vacío cuando me detuve frente a la casa. En una de las ventanas del segundo
piso se asomó una muchacha. Aun antes de haberla mirado detenidamente, supe que
era hermosa; tenía esa clase de aura que se impone incluso a la lejanía y la distracción.
Llevaba un anticuado vestido azul.
No me abrió la puerta la muchacha, como hubiera deseado,
sino la esposa del médico. Recordé haberla visto en un congreso, pero ella no se
acordaba de mí. Como algunos periodistas se habían acercado a la casa en los días
anteriores, mostró reservas para hacerme pasar y sólo aceptó cuando le hablé del
trabajo que habíamos hecho en común con su marido.
Me hizo sentar en un sillón y me sirvió un café en un
pocillo que tenía una rajadura. Pensé que quería examinarme antes de permitirme
ver al enfermo, pero en realidad sólo tenía necesidad de hablar. Conversamos de
conocidos comunes y de las ventajas de vivir en la zona, todavía libre de edificaciones.
Cuanto más tratábamos de ignorar la enfermedad, más invadía la conversación, y aun
los comentarios triviales parecían metáforas del mal. Le pregunté cómo estaba su
marido, si había mejorías.
–Ninguna. Con cada cosa que aparece, él se debilita
más y más.
–¿Son objetos reconocibles?
–Casi siempre sí. Algunos parecen a medio terminar.
–¿Inanimados?
La mujer vaciló. Quería responder otra cosa, pero dijo:
–Sí, siempre. ¿Otro café?
Fuimos a un cuarto apartado de la casa. La mujer golpeó
antes de entrar y dijo mi nombre. Se oyó una voz débil. Aun así la voz sonó investida
de poder.
Sáenz estaba consumido. Los brazos, con las venas marcadas,
mostraban señales de pinchazos inútiles. Tenía los ojos clavados en el cielo raso.
Al principio no distinguí nada: parecía hiedra o telaraña. Después vi los objetos
envueltos en los hilos repulsivos: una tijera, una fotografía de gente sin rostro,
una rosa que crecía hacia abajo. Había muchas otras cosas sin terminar. En general
los objetos eran más chicos que los originales. También invadían la alfombra. Caminé
con cuidado para no pisarlos.
–¿Es una visita social o profesional? –preguntó.
–Hace tiempo que no sé cuál es la diferencia. ¿Le hicieron
un pronóstico?
–Puedo sobrevivir tres meses. La nueva droga que estábamos
probando fracasó. Reduce la formación de objetos, pero no mejora al paciente. Provoca
extrañas malformaciones. Las cosas se materializan gastadas, rotas.
Miré a mi alrededor. Había cosas en el piso, junto a
la cama, pero no mucho más allá. Cubrían un radio de tres metros. Hasta poco tiempo
atrás no se conocían casos de un área mayor a los dos metros cuadrados. El mal agrandaba
su zona de influencia.
–¿Reconoce los objetos? –pregunté.
–Algunos. Otros no. La enfermedad saca sus modelos de
rincones remotos, de cosas que vimos al pasar. Estoy cansado, doctor.
–¿Y la voluntad?
–No funciona. Intenté, pero no pude modelar nada. Si
me dejan elegir, materializo la hoja de una guillotina y con un último esfuerzo,
la hago caer.
Le costaba reír.
–Algo me consuela: me toca morir en una época en la
que somos una curiosidad, una aberración, pero no un peligro. Aunque pronto la zona
de influencia crecerá. Modificaremos áreas más vastas. La enfermedad sólo tiene
dominio sobre lo inanimado, pero no está lejos el día en que actúe sobre los otros.
Usted mismo, ahí sentado, tratando de disimular la compasión que siente, podría
sufrir un cambio. Nuestros sucesores tendrán que deshacerse de los enfermos. Al
primer síntoma, una ejecución.
Recogí del piso un pequeño libro infantil. Los libros
eran poco comunes. Había algunas palabras escritas y unas pocas ilustraciones de
mediados del siglo XX.
–¿Lo lleva para fotografiar? Tiene que hacerlo rápido.
Apenas un objeto sale de la zona de influencia se empieza a deshacer. Mientras esté
en la casa, las cosas mantienen su forma, después se convierten en ceniza.
Me llevé el libro de la habitación. Iba a hacer la prueba
de sacarlo de la casa pero lo dejé. Me sentía un intruso. En el fondo del pasillo
vi a la chica del vestido azul. Pensé que me abriría la puerta, pero se fue. Era
una actitud común en los parientes: cansados de la brusca aparición de los objetos,
se dedicaban a desaparecer de improviso. A la invasión le oponían la huida.
Durante los meses siguientes visité a Sáenz cada quince
días. Él quería que yo hiciera un seguimiento exhaustivo de la enfermedad. El hecho
de saber que en la casa estaba la muchacha, y no sólo el proceso de destrucción,
aligeraba mis visitas. A veces la veía en la ventana; otras en el fondo de la sala,
frente a una taza de té que se enfriaba, siempre con su vestido azul. Cuando le
hablé a Sáenz de su hija, no le dio importancia: la enfermedad era su único tema.
En junio Sáenz entró en agonía y su esposa me llamó
al hospital para pedirme que fuera rápido.
Una congestión en la autopista me demoró más de lo acostumbrado.
Me pareció que todos esos autos eran convocados por mis deseos secretos de llegar
tarde y no tener que enfrentarme al moribundo. Pensé en la chica del vestido azul,
para hacer más fácil ese viaje que una vez más –como en todos los casos que había
conocido– me llevaba hacia la derrota.
Cuando llegué, el médico ya había muerto. Su esposa
dudaba un poco del carácter definitivo de la muerte, no por dolor ni por sorpresa,
sino porque la enfermedad la había acostumbrado a tal punto a la extrañeza, que
la resurrección le hubiera parecido un milagro trivial. Me hizo pasar al cuarto
del fondo.
No quedaba ningún objeto, se habían convertido en cenizas
que ahora se extendían sobre la cama y el cuerpo. Con la muerte del dios, las cosas
creadas se apagaban. Sólo la mano derecha había quedado fuera de la capa de ceniza,
crispada en un gesto que parecía una orden.
Abrí las ventanas. La casa ya estaba libre de la enfermedad,
y de la barrera que había impuesto entre nosotros: ahora podía buscar a la chica
del vestido azul. Pensaba consolarla: consolarla de su dolor y de su alivio. Le
pregunté a la viuda por su hija, y respondió que nunca habían tenido hijos. Recorrí
en vano cuartos y pasillos, hasta encontrar, en un rincón del comedor, la taza rota,
el té derramado y la ceniza.
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