Édgar Omar Avilés
Cuando tuve en mis manos el envase de cerveza
tipo caguama que cumplía deseos –producto Z38 de Compras-TV S.A.– me di cuenta
que en su etiqueta, bajo las pequeñas letras que sentenciaban “El abuso de este
producto es nocivo para la salud”, se leía: “Sólo vale para un deseo”. Molesto ante
tal restricción, pero aún motivado por los spots publicitarios de media hora
que había visto decenas de veces, pronuncié el anhelo que encabezaba mi lista:
–Deseo
que alguna parte de mi cuerpo se rebele.
No pensé
en las proporciones que aquello podría alcanzar, aunque tal vez hubo suerte pues
no se desprendió una mano, una pierna, los genitales o quizás todo el cuerpo del
cuello para abajo; únicamente se rebeló mi ojo derecho. Al instante el bribón salió rodando, ¡cómo rebotaba de lo contento el muy ingrato! … Debí sospecharlo,
desde hacía días me miraba de soslayo.
Tras
un par de minutos de intenso gozo viendo cómo mi ojo buscaba y luego huía por la
puerta tan ágilmente como se lo permitía su casi esférica figura, llegué a la conclusión
que aquello no era tan fabuloso y que, quizá, debí de elegir la segunda opción de
mi lista de deseos: “Terminar con el hambre en el mundo”.
Decepcionado,
sin saber cómo reaccionar ante forma tan extraña de perder la vista, sólo me dije:
“Ya volverá”, y no le presté importancia. Empecé a sentir mareos y decidí dormirme.
En mi sueño veía cosas raras: banquetas, pies, llantas, ratas, cucarachas, basura,
pero todo gigantesco, descomunal. Todo giraba y las imágenes se fundían como los
colores de un rehilete. Me desperté asustado, pero las imágenes insólitas continuaban.
Soporté un par de días hasta que comprendí mi error:
tenía que recuperar mi ojo. Así que me concentré un rato para observar por dónde
andaba el infeliz; poco a poco lograba adaptarme a su rodar.
–No, cuidado, ¡fíjate! –grité. No me hizo caso–. ¡Qué
asco! –exclamé con deseos de vomitar y no pude ver por dónde andaba el desgraciado sino
hasta dos horas después.
Cuando recuperé la visión me di cuenta que el infame
estaba en una feroz batalla contra una rata. El combate duró poco, la pobre rata
no tuvo oportunidad. La mató sin miramientos.
El perverso
continuó su rodar mundo, causándome visiones inauditas y conflictos existenciales:
provocó un choque entre una ambulancia y dos camiones de bomberos; tuvo un breve,
aunque fogoso y ciego amor con una canica de agua; le sacó un diente podrido a un
perro; probó moras alucinógenas y aseguró que veía el futuro; en la esquina de una
banqueta descubrió por sí mismo el teorema de Pitágoras; un taquero lo confundió
con un limón y estuvo a punto de ser partido en dos. Hasta intentó vender un monumento
histórico a unos gringos. Imagino que hizo muchas cosas más, pero el muy ojete de
vez en vez se tapaba la vista para que yo no viera.
Fue justo cuando el miserable escapaba de unos jugadores
de ping-pong que por casualidad descubrí un letrero: “Welcome to Tijuana”.
–¿Cómo demonios logró hacer tantas cosas y viajar
del DF a Tijuana en sólo tres días? –me pregunté de pronto.
Tuve suerte y unas horas después cayó en un enorme
bache. Rápidamente me puse unos lentes oscuros, saqué mis ahorros y compré un boleto
de autobús. Una vez en la frontera de Tijuana pregunté si alguien había visto un
ojo irritado. No faltó quien diera algún dato importante y en menos de dos semanas
encontré su paradero.
Mientras lo ayudaba a salir lo noté ojeroso y temblaba
tanto de frío que parecía un cascabel. Ya no me reconocía: tenía la vista cansada.
Supongo que pensó que le iba a hacer daño y, juntando sus escasas fuerzas, se me
arrojó con toda su furia con la firme intención de aplastarme. Fue realmente penoso
ver cómo sólo subía y bajaba de mi zapato, sin embargo su odio era verdadero. Me
lanzaba una mirada espeluznante. Con el cuidado que el temor y la compasión pueden
generar, lo agarré con dos varitas y lo coloqué en mi rostro, pero me quedó flojo:
los dos ya estábamos muy flacos.
Han pasado
cuatro meses desde entonces. He intentado salir con muchachas para así olvidar el
desagradable incidente, pero ellas siempre gritan y luego escapan horrorizadas cuando
intento besarlas, porque mi ojo derecho, el gran hijo de puta, de súbito da un giro
de ciento ochenta grados hacia mi cerebro. En otras ocasiones quiere dar su punto
de vista y empieza a oscilar, ya sea negando o afirmando, hasta que caigo desmayado.
No sé
cuántos más tengan tan poca visión para comprar y hayan adquirido un envase de cerveza
mágico, espero que el gobierno ya no permita este producto en el mercado.
Epílogo:
Estoy
desesperado, tengo miedo, no sé qué voy a hacer. Ha transcurrido un par de años
y pensé que había hecho buenas migas con mi traidor, ambicioso y muy, muy culero
ojo anarquista: hasta le enseñé a prender la televisión, a usar el microondas y
le compré las absurdas croquetas que me pidió para su perrilla. Ahora me angustia
la carta-ultimátum que escupí anoche en la que se me comunica que un batallón, comandado
por mi ojo y conformado por mis dientes, exige mi rendición.
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