Agustín Monsreal
Caminaba por la playa mirando hacia el fondo de la tarde, vagamente abandonado
y apacible, casi podría decirse que despreocupado. Hacía una temporada más o menos
larga que no percibía aquel sonido que lo torturaba. Se encontraba ya en la etapa
final de la convalecencia y, si no fuera por esa suerte de amargura que en ocasiones
le oscurecía el rostro, cualquiera se atrevería a afirmar que completamente recobrado.
La última vez que escuchó el canto se precipitó al mar haciendo añicos los cristales
de la ventana, y se salvó gracias a que en esos momentos los pescadores de la isla
regresaban de su diaria labor. Un buen tiempo lo pasó postrado víctima de violentos
ataques febriles en los que siempre repetía que le sacaran esa voz que le brotaba
del centro mismo del cuerpo, y que cantaba y cantaba, que furiosa, insoportablemente
cantaba. Ahora se restablecía dando paseos por la playa, pescando al amanecer, jugando
a las cartas por la noche con sus camaradas y recordándola a ella, recordando su
expresión de lejanía y tristeza, sus cabellos lacios y claros. Ella. ¿Volvería a
verla algún día?
La cuestión de la voz empezó la mañana en que fue conducido
por sus padres a la morada de un anciano familiar, el cual, según decían, era un
hombre sabio. Lo llevaron allí porque mostraba un comportamiento peculiar, y la
víspera apenas si alcanzaron a frustrar su intento de arrojarse a la calle por la
ventana. La casa del anciano era cegadoramente blanca en su exterior, y amplia,
acogedora por dentro. Lo dejaron abrir todas las puertas y andar por todos los corredores
y aposentos sin acecharlo ni reconvenirlo a cada instante, como acostumbraban. En
la habitación que juzgó sería la sala, por la disposición del mobiliario, descubrió,
sobre la repisa de la chimenea, una sorprendente botella verde que contenía una
nave argiva a escala en su interior. Le causó tal extrañeza el objeto que prolongó
su estatura por medio de una silla para examinar de cerca los detalles, y como no
le bastó con eso, trepó a la repisa. Durante largo rato estuvo recorriendo la superficie
del vidrio, palmo a palmo, sin lograr hacer una brecha de luz en el misterio. Cuando
advirtió que había oscurecido y que por lo tanto estaba próximo el momento de la
partida, se decidió a quitar el tapón de corcho que mantenía clausurada la única
posible vía de acceso al enigma; al destaparlo, una terrible voz femenina le martirizó
los oídos y lo obligó a soltar la botella. Cayó entonces estrepitosamente al piso,
sin sentido.
Cuando volvió en sí (allá lejos el techo, inestable
y borroso al principio; aneblado y sólido como una amenaza, después), se encontró
acostado en un diván, vigorosamente amarrado. Recortadas contra la profundidad gris
de un ventanal, tres siluetas inmóviles murmuraban palabras apesadumbradas y bajas.
En cuanto notaron que había recobrado el conocimiento, sus padres salieron de la
estancia sonriendo torpemente y el anciano se acercó, sosteniendo entre sus manos
la miniatura liberada de su frágil prisión. Grave, ensombrecidamente le dijo: “A
partir de ahora, el orden de tu vida será de continuo alterado mientras no sepas
hallar una botella similar a la que has roto y consigas introducir en ella este
navío”. Y tras una pausa amarga, trabajosa, espesa, concluyó: “Así está decretado”.
Desató las ligaduras que lo sujetaban y le entregó la diminuta curiosidad de madera.
Y él ya no retornó a la casa de sus padres (los largos corredores de su infancia,
los muros llenos de murmullos, los múltiples escondrijos colmados de habitantes
secretos). Esa misma noche lo trasladaron al albergue de la isla, donde quedó al
cuidado de un grupo de personas cariñosas y afables que lo presentaron desde luego
a los compañeros con quienes conviviría.
Allí conoció, durante una de sus jornadas solitarias,
a la muchacha que tenía una inalcanzable expresión de tristeza en la mirada. No
la había visto sino una vez; una solamente, sentada sobre una roca revestida de
musgo, con las piernas recogidas, refugiadas en una dócil postura de nostalgia;
con los labios vibrando en una especie de invocación anhelante, de íntimo lamento
que buscara hacer eco en la distancia; y, como en un rito mil veces celebrado, sujetando
en trenzas el viento lacio y claro de su cabellera. La contempló en silencio, llenándose
de ella los ojos y el pensamiento, hasta que consideró peligroso que permaneciera
en ese lugar, ya que la marea subía casi de golpe en esas horas vesperales. Fue
entonces a su encuentro y la ayudó a descender. Era hermosa, suave y dura a un tiempo,
como el agua. Se entrelazaron por la cintura y, sin hablar, echaron a andar por
la franja de arena tibiamente desnuda, mojados los pies con los arrestos últimos
de las olas murientes. La tarde, que languidecía lenta en la línea reposada del
horizonte, se envolvía con los aires viejos e inubicables de los grillos –cómo endulzan
los grillos con su enjambre de aires viejos el infinito repetido de los anocheceres–.
Cuando ella dijo que debía retirarse (no quiso confiar a dónde), él le preguntó
si la vería al día siguiente y ella respondió que no. Sabía, aunque ignoraba el
origen de su conocimiento, que él pasaría un tiempo muy grande en el mar, un tiempo
que llegaría a parecerles tan vasto como el mar mismo, pero que finalmente volverían
a reunirse. Ella sabría aguardar. Trenzaría y destrenzaría una vez y otra sus cabellos,
una tarde y otra tarde y otra, hasta que él regresara. Al despedirse, entre los
rescoldos del ocaso, quedamente se dijeron hasta entonces.
En ocasiones, llevado de la mano por ese laborioso régimen
de sol y brisa marina a que era sometido sin dejárselo sentir, lograba que los pasados
sucesos –la nave y la voz y la botella– durmieran un sueño que casi parecía el del
olvido. Pero siempre llegaba a despertarlo, de manera violenta, aquel sonido impiadoso
que lo corroía, aquel canto que le devastaba los sentidos y lo obligaba a arrojarse
contra las ventanas en inútiles pretensiones de fuga. Por eso se dio a buscar con
una avidez desesperada la forma de vidrio verde que lo redimiría de la obsesión;
por eso su mirada semejaba un faro infatigable, una ansiedad en perpetuo estado
de alerta. Calladamente infeliz, confuso y desesperanzado, llegó a imaginarse condenado
a sufrir la vana búsqueda eternamente, y las ventanas, el infierno que representaban
en su soledad las ventanas. Ahora convalecía de la última vez deambulando por la
playa, abandonado vagamente y apacible, aspirando el aroma de sombra y el silencio
con que se maduraba el crepúsculo.
Se había alejado un trecho largo, y regresaba ya al
albergue, cuando la punta de un guijarro le desgarró rabiosamente la planta del
pie izquierdo. El accidente se le reveló como un presagio, como el inequívoco signo
de la próxima, de la inminente culminación de su infortunio, ya que al estar lavando
el ardor de la herida con agua salada y un puñado de esponja virgen, vislumbró a
la distancia, como flotando en la cima de un acantilado, la estructura brumosa de
una casa. Sin un propósito determinado, casi sin reparar en lo que hacía, se incorporó
y se dirigió hacia ella. Después de llamar a la entrada principal varias veces sin
recibir contestación, se coló al interior por una puerta lateral, sólo entornada,
que golpeaba y golpeaba levemente impulsada por el viento, apenas impetuoso. Un
resplandor intenso inundaba la enormidad de la casa. No había nadie en los corredores,
ni en las habitaciones que recorrió una a una, sin vacilaciones ni apresuramientos,
hasta que se halló por fin en la que, al parecer, era la sala. Crepitaba amable
el fuego en el hogar y creyó escuchar, dulcificado por la lejanía, con un acento
de antigüedad muy triste, un ensimismado rumoreo de grillos. Todo era tan cálido,
tan bondadoso, emanaba tanta serenidad y era como tan íntimamente conocido todo,
que sin sorprenderse mayor cosa, más bien como si de antemano hubiera sabido que
en ese sitio lo aguardaban, descubrió, sobre la trama sigilosa de la alfombra, su
nave y una botella verde con algo en su opacidad de secreto e inmemorial.
Sintiéndose liberado por fin del hábito de la pesadumbre,
excitado y agradecido por la felicidad que le procuraba el tan deseado encuentro,
se arrodilló, como en una ceremonia, y acarició profundamente el perfil curvado
del frasco. Aspiró luego el aire liviano y generoso de la estancia y se dijo que
debía poner de inmediato manos a la obra. Lo primero fue aproximar el navío a la
boca de la botella, y de allí comenzó a tirar hacia adentro, con vehemente empeño
y amoroso cuidado, a tirar. Al cabo de tres infructuosas tentativas, comprendió
que por ese medio no lograría entrarlo jamás y se sentó a cavilar acerca del modo
de realizar su propósito. Tuvo la impresión, entonces, de que los muebles adquirían
un tamaño desproporcionado, desarrollando su estatura hasta casi tocar el espacio
remoto del cielo raso, y de que las llamas, indóciles y fugaces a manera de espuma,
se desbordaban fuera del marco ahora gigantesco de la chimenea. La alfombra misma
parecía extenderse, dilatar en forma paulatina sus límites y envolverlo con suavidad
en su dibujo. (Recobró fugitivamente sus juegos de la niñez, el recuerdo de cuando
era tan pequeño que podía hurtarse a la vigilancia severa de sus mayores metiéndose
debajo de algún estante o alguna mesa para observar qué distinto, qué extraño y
sobrecogedor se mostraba el mundo desde esa perspectiva íntima, despreocupada).
Entretanto las cosas, en derredor, avanzaban lentas en su crecimiento, se alejaban
cada vez más de él, lo disminuían mientras él, atento de nuevo a su proyecto, discurría
que había que ingresar las partes una a una y volver a armar cuando estuviesen todas
incluidas. Afanosa, esforzadamente desarmó y fue numerando fragmentos. Al terminar
esta absorbente labor, sin perder un minuto emprendió la tarea de introducir la
minúscula embarcación. Y en el instante preciso en que se abismaba, mástil al hombro,
en aquel universo aislado, denso, verde y transparente, advirtió, con un terrible
sobresalto, la llegada de una figura descomunal de lacios cabellos claros, que cantaba
y cantaba, que enfebrecida, insoportablemente cantaba, y que al ver la botella en
el suelo frente a las partes dispersas (él, colérico, aterrado, se aporreaba contra
las enérgicas paredes de vidrio para llamar la atención de la mujer), con un movimiento
rápido y resuelto la cogió por el cuello y, sin sospechar siquiera que hubiese alguien
adentro, la arrojó al mar a través de la ventana abierta.
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