Domingo Santos
Fue
en la fiesta de los Álvarez. Esas malditas fiestas siempre ponen ideas locas en
la cabeza de Helena. Es algo superior a sus fuerzas: no puede evitarlo.
Al volver a casa, mientras nos preparamos para irnos
a la cama, me lo dice:
–Quiero tener un hijo.
No es nada extraño en una mujer de cuarenta años. A
los veinte sólo quieres divertirte, a los treinta te importa únicamente tu carrera,
a los cuarenta se produce lo que el sociopsicólogo Harvest califica de “síndrome
del nido vacío nunca llenado”. El marido ya no es suficiente para satisfacerla.
Quiere algo más. Un hijo es la respuesta obvia.
Se me queda mirando entre interrogadora y curiosa. Desde
siempre sabe que me gustan los niños, que no me importaría tener hijos, pese a esa
absurda propaganda de “qué les vamos a dejar en este mundo de mierda” que difunden
los radicales. Asiento.
Parece aliviada.
–Bien –dice–. Entonces iremos a Biotronik.
Asiento de nuevo. Por supuesto, iremos a Biotronik.
El hecho de que Biotronik tenga su sede central en Munich
carece de importancia: son sólo cuarenta y cinco minutos de vuelo desde Madrid.
Aprovechamos el fin de semana para visitar Colonia y Hamburgo, y el lunes por la
mañana estamos delante del gran edificio circular de acero y cristal tintado con
las grandes letras resplandecientes en su parte superior.
Nos atiende un adonis puro ario, pelo de oro, ojos de
mar, la sonrisa de la Gioconda en versión masculina. La gran moda de hace veinticinco
años; puedes encontrarlos a cientos por las calles. Ahora se estila más el indocaucásico.
Las modas cambian.
Se presenta como el jefe de departamento Hans Ströber;
puro marketing, porque Biotronik no tiene departamentos: es toda una gran y única
unidad. Habla un español perfecto. Lleva en las manos la ficha que le han entregado
en recepción. Nos hace pasar a un lujoso despacho, se sitúa tras una gran mesa con
patas de caballete de acero y sobre de grueso cristal ahumado, introduce la ficha
en su ordenador. Como requieren las reglas, sólo mira la pantalla de reojo.
–Bien, señores Fernández-Abajo. Me
alegra sobremanera que nos hayan elegido a nosotros para tener a su hijo.
Bueno, no era difícil. Biotronik es la mayor y la mejor
empresa a nivel mundial en manipulación del genoma humano. Oh, perdón; en adaptación
del genoma humano a los deseos de cada padre en particular. Cuando empezó a desarrollarse
la técnica se publicitó, de una forma un tanto grosera, como la obtención de “niños
a la carta”. Afortunadamente, las cosas se han sofisticado un tanto desde entonces.
Y la publicidad ha sabido adaptarse.
Hans Ströber –doctor Hans Ströber, por supuesto– nos
suelta toda la parrafada previa. Completamente inútil, por supuesto, ya que tanto
Helena como yo conocemos perfectamente el tema. Sí, el ser humano se ha librado
al fin, de-fi-ni-ti-va-men-te, de la esclavitud sexo/procreación. El sexo es para
gozar, la procreación es otra cosa completamente distinta. Desde hace ya –¿cuántos
años, cincuenta, sesenta?– sólo tienen hijos “a la manera antigua” (el doctor Ströber
pronuncia esas palabras de forma un tanto peyorativa) los pobres, los ultraconservadores
y los beatos (¡hay que tener los hijos que Dios nos envíe!). Los demás, la gente
“civilizada”, recurre racionalmente a la procreación asistida.
Lo que no cuenta el doctor Ströber es el nivel que ha
alcanzado esta “asistencia”. Por supuesto, a la mayoría de la gente tampoco le importa.
Y me doy cuenta de que, pese a que éste fue el tema de mi tesis de graduación, hace
ya años, para mi doctorado en sociobiología, tampoco a mí me importa demasiado.
Tras los prolegómenos, el doctor Ströber nos entrega
un extenso cuestionario.
–Si lo desean pueden llevárselo a casa o al hotel, estudiarlo
con detenimiento, y concertar una nueva cita cuando lo tengan listo. Observarán
que en todos los apartados existe la opción “default”; si no marcan nada en alguno
de ellos, interpretaremos que aceptan la opción estándar, que verán convenientemente
realzada como la primera.
Le aseguro que no tenemos ningún problema con el cuestionario,
hemos hablado mucho sobre el asunto, podemos completarlo allí mismo, en –miro los
papeles– ¿media hora?
–Estupendo. Entonces les dejo solos. Cuando terminen,
o si me necesitan antes para alguna consulta o aclaración, pulsen este botón del
intercomunicador.
Se marcha. Es un detalle: la mayoría de empresas se
empeñan en rellenar ellos mismos los formularios, haciendo ellos las preguntas.
Es embarazoso. Hay ciertas cosas que requieren un poco de intimidad.
Terminamos en veinte minutos. El doctor Ströber regresa,
toma los papeles con una sonrisa arrebatadora –tanto si al otro lado de la mesa
hay una mujer sola deseosa de tener su hijo o una pareja, el marketing de Biotronik
ha demostrado que un buen ejemplar masculino ocupándose del asunto ayuda siempre
mucho, pues en todos los casos es la mujer la que recibe la mayor parte del impacto
de la comunicación–, se sienta, y empieza a alimentar las hojas a su ordenador.
Apenas parece mirar la pantalla, pero sé que sus ojos registran todo lo que se desliza
por ella. De tanto en tanto sus ojos se achican un poco, un movimiento involuntario
que refleja su sorpresa ante alguno de los datos, pero que tan sólo dura unas décimas
de segundo.
De pronto, su mano se adelanta y bloquea el movimiento
ascendente de la pantalla; la alimentación de datos se detiene.
–Perdón –dice–. No sé si será un error, pero: ¿Sólo
un veinte por ciento de agresividad?
Bueno, siempre he sido pacifista, nunca he creído en
la violencia. Se lo digo, mientras Helena me mira con el ceño fruncido. Hemos discutido
mucho sobre esto.
–Sí, lo entiendo –asiente–. Reconozco que un sesenta
o un setenta por ciento de agresividad como piden algunos quizá sea demasiado, pero
un veinte… Mire, por mi experiencia, un treinta/treinta y cinco por ciento es lo
habitual. Incluso un cuarenta. Piensen que nos hallamos en una sociedad cada vez
más competitiva. No querrán que lo avasallen constantemente.
–Tiene razón –dice Helena, mirándome de reojo–. Te lo
dije. Un treinta y cinco creo que es lo mínimo.
Transijo. El resto se desarrolla sin más que un par
de observaciones sin importancia sobre detalles menores. Cuando termina, el doctor
Ströber hace algunas manipulaciones en el teclado y gira la pantalla del ordenador
hacia nosotros. Desaparecen todas las letras y gráficos y son sustituidas por una
imagen. Es la imagen de un niño recién nacido, que se agita brevemente, y mientras
lo hace parece crecer. Fascinados, Helena y yo contemplamos cómo el bebé va creciendo,
gatea, luego se pone en pie, sus miembros se estiran, se convierte en un niño, luego
en un adolescente, finalmente en un adulto. La pantalla se detiene a una edad de
unos veinte años. Es un muchacho apuesto, con un rostro algo aguileño, el pelo pajizo
de Helena, mis ojos ligeramente hundidos, mis orejas sobresalientes. Por unos momentos
lamento no haber señalado la corrección de aquel detalle en el cuestionario. El
doctor Ströber parece darse cuenta de ello. Son muchos años de profesión, pese a
su juventud (¿es realmente tan joven?). Se lo indico. Asiente, manipula el teclado.
Las orejas de la figura parecen hundirse un poco en su cabeza.
–Por supuesto, hemos incluido también automáticamente
la corrección de algunos pequeños defectos genéticos que hemos detectado en el preexamen:
una ligera tendencia a la obesidad –una breve inclinación de cabeza hacia Helena–,
una propensión hereditaria hacia la diabetes –una inclinación hacia mí–, pero nada
importante, por supuesto se apresura a añadir.
Me sorprende lo rápida, completa y eficiente que ha
sido la analítica que nos han efectuado en recepción, antes de entrar en este despacho.
Claro que, se apresura a explicarnos el doctor Ströber, esto es sólo una primera
evaluación. Si firmamos el contrato, se efectuarán unos análisis mucho más profundos
y exhaustivos para corregir posibles defectos ocultos.
A continuación nos explica el proceso a seguir. Tomarán
un óvulo de Helena –en realidad toda una serie de óvulos, para poder escoger el
más idóneo– y algo de esperma mío, y procederán a la fecundación. El proceso de
–evita cuidadosamente la palabra “manipulación”– adaptación y mejora del genoma
requiere entre una semana y diez días, tras los cuales el óvulo puede ser implantado
de nuevo a la mujer –no lo recomienda–, implantado a una madre de alquiler –todavía
lo recomienda menos–, o desarrollado en uno de los úteros artificiales patentados
por Biotronik, donde el control y la seguridad del desarrollo del feto son ab-so-lu-tos.
Por supuesto, elegimos el útero Biotronik. Ninguna mujer que se precie gesta ya
a sus hijos, y menos a los cuarenta años.
Cuando salimos de Biotronik Helena está exultante. Lleva
orgullosamente en su mano el vídeo donde se detallan todas nuestras especificaciones,
las que Biotronik ha elaborado a nivel interno, y por supuesto la simulación por
ordenador de cómo será nuestro hijo. Mientras regresamos al hotel, sin embargo,
parece un poco preocupada. Considera que nuestro hijo se nos parecerá demasiado.
No se conformará a las normas que imperan en la sociedad actual. ¿No estaremos siendo
“atávicos”? La palabra parece llenar su boca. El taxista nos mira de reojo por el
espejo retrovisor, no sé si divertido o curioso.
En el hotel intento convencerla. Es cierto, le digo,
que el sistema de “hijos a la carta” –utilizo sin pudor la vieja expresión– permite
que si lo deseamos nuestros hijos tengan el aspecto y las características físicas,
incluso el color de la piel, que queramos. Lejos están ya los tiempos en que la
manipulación del genoma humano servía casi exclusivamente para corregir defectos
genéticos y eliminar enfermedades hereditarias. Ahora su empleo es más bien estético.
Como sociobiólogo lo sé muy bien. Todo se banaliza… no, se comercializa. ¿Acaso
no nos dicen nada las encarnizadas luchas que sostuvieron las primeras organizaciones
que estudiaron el genoma por patentarlo? Hoy en día nadie me impide que tenga una
hija que sea un duplicado exacto de Mae West o un hijo que sea un sosias de Rodolfo
Valentino. O de la actriz o el actor de moda en estos momentos, no sé quiénes son.
Pero yo quiero algo más. Quiero que pese a todo mi hijo siga siendo mi hijo, no
un producto totalmente de laboratorio, estandarizado hasta la uniformidad de una
moda que habrá pasado dentro de unos pocos años. En mis investigaciones como sociobiólogo
he visto demasiadas aulas de colegio llenas de niños que parecían clones los unos
de los otros. No quiero eso para mi hijo. Aunque Helena diga que no querría someter
a nuestro hijo a la vergüenza de ser acusado de diferente y que la moda de la temporada
es un rostro aceitunado, con unos ojos ligeramente almendrados y un cabello muy
negro y ensortijado.
Finalmente la convenzo. Pero el propio acto de convencerla
me sume en un profundo pozo de pensamientos, y pocos de ellos son agradables. Estamos
uniformizando cada vez más la vida, me digo. Por ahora es solamente una moda entre
la gente rica, un signo de distinción. Pero todas las cosas evolucionan: se difunden,
se abaratan, y terminan llegando a más de un noventa por ciento de la población.
Se convierten en la norma.
Y no es sólo esto. Recuerdo la observación del doctor
Ströber sobre el grado de agresividad de nuestro futuro hijo. No es tan sólo el
aspecto físico lo que puede modificarse, lo que de hecho se modifica, sino también
el aspecto mental, psíquico… moral. El genoma es el conjunto de todo el individuo,
no tan sólo de su aspecto físico. Y eso puede ser terriblemente peligroso. Al igual
que hombres rubios, de piel pálida y ojos azules, también podemos fabricar hombres
violentos, crueles y mezquinos, verdaderos monstruos de iniquidad. Todo depende
del manipulador. De pronto el problema deja de ser mi hijo, su escasa agresividad
y sus orejas de soplillo que serán eliminadas sin ninguna dificultad. De pronto
el problema adquiere una dimensión mucho más grande. Cuando abrimos la caja de Pandora
nunca sabemos lo que va a salir de su interior.
De pronto me pregunto qué hubiera ocurrido si Hitler
hubiese dispuesto en su tiempo de esta tecnología.
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