Rafael Barrett
Sobre el césped estábamos
sentados, a la sombra de dos altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada
de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes
habían contenido. Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse
sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh,
tus gritos de espanto, cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor
misteriosa! ¡Oh, tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de
la vida, tus labios húmedos que apagan la sed! Y mis besos enardecidos por la voluptuosa
pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos,
y mis manos extraviadas temblaron entre las ligeras batistas de tu traje…
¡Y
me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente. Me señalaste nuestro
hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste;
–¡Nos
está mirando!
–Tiene
un año apenas…
–¿Y
si se acuerda después?
Nos
quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos. Pero yo te hablé
en los siguientes términos:
–Amor
mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre,
humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré
nada que no te haga él en cuanto te lo pide…
Y
desabrochando tu corpiño, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis
labios en su irritada punta. Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en
el fondo de tus ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario