Alexandra David-Néel
Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro predestinado.
Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era imprescindible. Lo perseguía de ciudad en
ciudad, siempre con atraso.
Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y
pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo
rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del
campo; la voz del borracho le grita: Yo era Tilopa.
Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo
muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una burlona voz le grita:
Yo era Tilopa.
En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una
mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente
se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.
Llega, una tarde, a un cementerio; ve a un hombre agazapado
junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma
los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.
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