Daniel Mares
Se recibió en la Jefatura Provincial de Madrid el siguiente
telegrama:
SITUACIÓN CRÍTICA.
EL BANDIDO MORTAJA HA TOMADO EL PUEBLO. YA SON MÁS DE VEINTE MUERTOS. NECESITAMOS
AUXILIO POR CARIDAD.
Lo firmaba el padre
Quintana, párroco de Castroviejo. La respuesta no tardó en enviarse:
MENSAJE RECIBIDO.
MANDAMOS AYUDA DE INMEDIATO. GÓMEZ MESEGUER LLEGARA EL LUNES EN EL RÁPIDO DE LAS
DIEZ Y MEDIA.
No era baladí la
premura con que se tramitó todo el asunto, pues el peligro que se cernía sobre Castroviejo
era más de lo que ese simple telegrama dejaba ver. Así lo entendieron los gobernadores,
vicegobernadores y capitanes en Madrid, que no tardaron ni un día en mandar a Gómez
Meseguer para allá, una diligencia nada habitual en la administración pública. Tanta
prisa estaba justificada, porque en primer lugar el telegrama venía firmado por
el cura, lo que hacía pensar que no quedaba otra autoridad capaz en el pueblo. Además,
aunque Mortaja era un ogro y de estos canallas suele dar buena cuenta la Guardia
Civil, este nombre no era sino el seudónimo que utilizaba un viejo conocido de la
justicia castellana: Jacinto Santaolaya, un ogro desalmado de la peor ralea, del
que afortunadamente se había perdido la pista desde que siete años atrás asolara
Burgos a sangre y fuego. En Madrid no querían otros desmanes como aquellos de Burgos
y decidieron acabar con Santaolaya por siempre. Así que mandaron a Juan Gómez Meseguer,
filósofo y cazabestias, un granadino de raza que había despachado a la culebra de
Puertalmonte en menos tiempo del que se tarda en rezar tres avemarías.
Con éstas me encargaron
a mí la tarea de dar cuenta por escrito de todo lo que sucediera y, siendo ésta
mi primera misión de campo, la excitación me hizo pecar en exceso de puntualidad.
Así me planté una hora antes de lo acordado en Atocha, paseando por el andén con
los billetes en el bolsillo, la cámara colgada al cuello, una maleta al brazo derecho
y mi prometida, que estaba más nerviosa que yo si cabe, al izquierdo. La pobre me
había pedido por favor que renunciase, que alegase cualquier excusa. Incluso la
misma noche anterior, en la cama, me había rogado que si iba a ir accediese a casarme
con ella antes.
–Así –dijo–, ya
que apenas he podido ser tu esposa, seré tu viuda.
–No digas tonterías
Laura –repliqué tratando de tranquilizarla–. No me pasará nada.
–¿Nada? Se trata
de un ogro.
–Es Gómez Meseguer
el que se enfrentará a él, yo sólo me encargo del papeleo. No tengas miedo, él es
un profesional.
Y como tal profesional
se presentó en el andén con puntualidad británica. Nadie me lo había descrito, ni
había visto foto alguna de él. No le faltaba razón a mi superior cuando me dijo
que lo reconocería nada más verlo. Apareció entre la bruma matutina repiqueteando
con sus tacones por el apeadero. Le acompañaba un moro espléndido, como Valentino
en El Hijo del Caíd, que arrastraba un baúl tan grande como él. Gómez Meseguer era
fornido y bajo, vestía un tres cuartos de cuero gastado, botas de media caña marrones
y un borsalino blanco por sombrero. Sin duda tenía más edad de la que traslucía
su cara, adornada con una barba rubia bien recortada. Al verme se dirigió con decisión
hacia mí tendiéndome su mano nervuda.
–Tanto gusto –dije
yo y no me dio tiempo a más, porque en un instante cambió mi mano por la de Laura
y, aproximándose en exceso para mi gusto a ella, dijo:
–¿Y quién es esta
deliciosa criatura?
–Es mi prometida
–me apresuré a contestar mientras trataba de interponer mi persona entre las suyas,
irritado por ver la sonrisa y el rubor en el rostro de mi novia–. Ha venido para
despedirme.
–¡Ah Carracedo!
¡Qué afortunao es usté! –me dijo sin que mi altura le intimidara, mirándome con
sus pequeños ojos grises y dándome a entender que no recogía las velas por miedo
a mí, sino porque no había tiempo para continuar el asedio a Laura como es debido–.
Ya nadie quea de los míos pa despedirme, y aún menos pa recibirme a la vuelta.
Dije adiós a Laura,
que luchaba por contener las lágrimas, con un beso fugaz y subimos al tren los tres:
Gómez Meseguer, el moro, que para mi sorpresa atendía al nombre de Perico, y yo.
Ocupamos un mismo compartimento y yo me acomodé al lado de la ventana, en dirección
al movimiento del tren porque sufro de mareos. Gómez Meseguer se sentó enfrente
mío y a su lado Perico. Laura se resistía a marcharse y me buscaba por las ventanillas
de primera. La saludé con la mano. Pobre muchacha, hasta hace poco el que su novio
fuera funcionario era un motivo de orgullo y de seguridad para ella. Laura era una
burguesa tradicional, que pensaba que los peligros y las aventuras eran cosa del
pasado, de novelas y seriales de la radio como mucho. La vida en la ciudad nos hace
olvidar a veces que la frontera está ahí fuera. Por eso estaba yo contento con mi
misión. No sólo porque supusiera un progreso en mi carrera, también fortalecería
mi espíritu.
–No se apure Carracedo
–interrumpió Gómez Meseguer mis pensamientos–, esta noche estará de nuevo en los
brazos de su palomita. Ya verá que dicha imparangoná es volver al tierno regazo
del amor, más tierno cuanto más cerca de perderlo se ha estao, ya mentiende.
Le miré escéptico
mientras aceptaba el tabaco que me ofrecía.
–Se trata de un
ogro señor Gómez. ¿No cree que tal vez le lleve más tiempo?
–En asoluto. Y llámeme
Juan, si vamo a compartí comía, techo y desventuras por un día es mejó que apeemos
el tratamiento.
–Como desee Juan.
¿De verdad cree que puede despachar a un ogro en un día?
–Con una hora me
basta. Los ogros no son peores que otras alimañas. De hecho prefiero enfrentarme
a uno de ellos que con un lobo o un oso. Los ogros no son diferentes a los hombres.
–Pues este Mortaja
es capaz de partirle a uno el espinazo con una mano.
–Sí, conozco muy
bien a éste en particulá. Yo estaba en Burgos cuando hizo de las suyas, y le he
perseguío hasta que le perdí la huella en Roma, donde el mismo Santo Padre bendijo
mi arma –ahuecándose el tabardo mostró un pistolón plateado de los que matan con
sólo mirarlo–. El malnacío de Jacinto es un malaje blasfemo, comunista y violentador
de niñas, de la peor ralea que pueda encontrá. Un hijo de Sataná sin palabra, ni
conciencia, ni na. Mas un ogro muere si le pega un tiro en la sesera como to hijo
de vecino. La única ventaja que tien los ogros sobre nosotros es el miedo que nos
meten pal cuerpo. Si se tiene oportunidá de echarle la vista con el temple firme,
se le descerraja un tiro y hala, tal que ayer hizo un año.
–Sin embargo éste
parece resistírsele…
Su vista, que hasta
el momento había estado distraída contemplando el paisaje mientras hablaba conmigo,
se concentró en mi persona de tal modo que temí alguna reacción poco cortés por
su parte. Se limitó a decir:
–No se me resiste.
Simplemente en este caso he tardao algo más, pero nadie se me escapa y mucho menos
Mortaja. Ahora voy a dormir –sin darme tiempo a desearle buen descanso se inclinó
el sombrero sobre los ojos y se puso a roncar suavemente. He observado envidioso
cómo los hombres de acción son rápidos en conciliar el sueño. Puede ser el cansancio
de sus ajetreadas vidas. Yo me inclino a pensar que es debido a que el expulsar
su violencia a través del esfuerzo físico y no de complejos juegos de despacho como
nosotros, les da una paz de espíritu que aleja de sus noches los malos sueños. Perico
no durmió. Sacó de uno de los bultos una olla de conejo con salmorejo, de la que
me ofreció con un gesto amable, y se pasó todo el trayecto comiendo. Yo aproveche
para leer mis informes.
Los primeros datos
que disponía sobre Jacinto Santaolaya Meneses eran de cuando ya había pasado la
treintena. Nadie conocía su filiación, como suele pasar con todos los ogros, no
había dado señales de vida hasta que se alistó al tercio. Estuvo sirviendo en Melilla
durante tres años, en el tiempo en que los liberales fomentaron toda clase de exóticas
medidas para congraciarse con los adalides de las igualdades y los derechos humanos,
tales como permitir incorporarse a filas a ogros y otras bestias. Luego cayó el
gobierno y mortaja fue licenciado y arrojado a la calle sin oficio ni beneficio
alguno. En la legión sólo se había distinguido por ser el más pendenciero de los
soldados y a su salida siguió igual. Que se sepa, probó por primera vez carne humana
en Algeciras, cuando se comió a una puta vieja delante de todos los parroquianos
de una taberna. Desde entonces fue a peor como suele ocurrir. Pasó tiempo en la
cárcel y se libró tres veces de recibir garrote por las mañas de abogados poco escrupulosos.
Más tarde llegó lo de Burgos. Hay quien dice que no estaba solo allí, porque no
es posible matar a tanta gente y quemar una ciudad entera sin contar con una cuadrilla
al menos. No hay pruebas de que jamás haya tenido compinches. En Burgos estaba entonces
un Gómez Meseguer más joven, pero ya conocido. Andaba por allí dando caza al Fumista,
un muerto que entraba a las casas por las chimeneas y guardillas y estaba asesinando
a mansalva burgaleses inocentes. Tres meses llevaba andados tras de esa bestia y
la noche que lo mató llegó Mortaja, y lo que pasó es ya folklore popular. Gómez
Meseguer no pudo con él y Burgos brilló en la noche castellana como una estrella
más. Mortaja salió de España a bordo de un pesquero cántabro y recorrió Francia,
Bélgica, Alemania e Italia paladeando el sabor de la carne de toda hembra europea.
Nada se sabía de él cuando llegó el alarmante telegrama de Castroviejo, y nos mandaron
allí a matarlo.
–Ya estamos llegando
–se despertó con la misma velocidad con la que se durmió. Yo no había reparado en
lo que llevábamos de viaje y él se espabilaba justo al tiempo que el apeadero de
Castroviejo aparecía al fondo.
–¿Es seguro bajarnos
aquí? –pregunté.
–¿Por qué no ha
de serlo?
–Por Mortaja. Puede
haber tomado la estación. Quizá sería más prudente detener el tren a dos kilómetros
del pueblo e ir andando, no nos vaya a estar esperando en el andén…
–Vamos, vamos Carracedo
–me palmeó la espalda animándome a salir del compartimento–. Déjeme a mí las estrategias.
Es sólo un ogro, no la banda del Tempranillo. No está interesao en prepararnos emboscás.
Se limita a matá y comé, na más.
Efectivamente, la
estación no parecía el campo de guerra que yo me había imaginado. Se encontraba
en perfecto estado incluyendo la presencia del consabido jefe de estación. Las fuerzas
vivas estaban presentes para recibirnos. Nunca mejor dicho lo de “vivas”, porque
el resto de las personas de influencia de Castroviejo estaban muertas y en el estómago
de Mortaja. Reconocí de inmediato al padre Quintana, un curita gordo y sonrosado
vestido de sotana raída. Junto a él estaban: don Luis Bermejo, el dueño de la fábrica
de piensos que era la industria principal del pueblo, Tomás, un joven mecánico de
talante firme y buena disposición que sin ninguna otra razón se hizo líder de los
muchachos de la comarca y, como no, la Generala. Ésta era la mujer del alcalde (no
sabría decirles por qué se la trataba de Generala y no alcaldesa), una hembra de
las de antes, de armas tomar, que en pasados abriles gozó de una hermosura que aún
conservaba en parte, por aquello de que quien tuvo, retuvo.
Ella nos recibió
en primer lugar, sonriendo más que amablemente a Gómez Meseguer. El padre Quintana
fue quien ofició de anfitrión y tras las presentaciones, pasó a informarnos de la
situación.
–No sabe la alegría
que nos da verles. Ya pensábamos que estábamos perdidos. Por fortuna el Señor ha
respondido a nuestras plegarias.
–La jefatura de
Madrí es quien ha respondío más concretamente padre –Gómez Meseguer iba delante,
cogido del brazo por la Generala pero no parecía perder ripio de nuestra conversación
mientras nos dirigíamos a los coches dispuestos para nosotros.
–Sí, y nos agrada
la celeridad con que han atendido nuestros ruegos. Yo insistí en que pidiéremos
ayuda a Madrid, sin embargo el alcalde, que en paz descanse, era un hombre orgulloso
y tozudo.
–¿Debo entendé que
su marío de usté ha fallecío? –mi compañero de viaje seguía con su flirteo desganado
a dos pasos por delante mío.
–Así es. Antes de
ayer por la tarde ese monstruo desalmado asesinó a mi esposo –juro que la Generala
no dejaba de sonreír y de constatar la fortaleza del brazo de Gómez Meseguer mientras
respondía a sus preguntas. Sospeché entonces que la frente del finado alcalde había
estado vergonzosamente adornada en más de una ocasión, y que su memoria tampoco
iba a ser respetada por mucho.
–Y dígame padre
–traté de centrar la conversación–. ¿Cómo están las cosas? ¿Cuántas son las bajas?
¿Dónde se oculta Mortaja?
–¿Ocultarse? Nada
de eso hijo mío. Ahora se ha proclamado amo y señor del pueblo. Ha escogido mi parroquia
como guarida y allí comete todas las bajezas que se le antojan. Ha llegado a profanar
el sagrario.
–Un blasfemo y un
comunista, ya se lo dije Carracedo –Gómez Meseguer ayudó a la Generala a acomodarse
en uno de los coches, en el que entraron también Perico y don Luis. El cura, Tomás
y yo nos subimos a otro y pronto salimos de la estación. El sol insistente atormentaba
sin misericordia a esas tierras polvorientas. El camino era feo y árido, sin un
triste arbusto para adornarlo y se me hacía difícil no atribuir esa desolación a
Mortaja. Hay quien dice que los ogros traen daño tanto al campo como a los hombres.
Yo he estudiado y sé que eso son supersticiones, pero cuando te enfrentas a las
supersticiones en carne y hueso siempre atiendes más a lo que has oído, no a lo
que has leído.
–Siga contándome
Padre –busqué algo de distracción en la charla del cura, pues no la había en el
paisaje.
–Mortaja nos exige
que le mandemos tres mozas por día para permitirnos seguir viviendo. Por supuesto
no hemos cedido a ese chantaje pero se las toma por su cuenta. Ya han muerto una
veintena de pobres chicas, devoradas o vaya usted a saber que más cosas las habrá
hecho. Y si a esto le sumamos los alguaciles muertos y los jóvenes que furiosos
trataron de acabar con él al primer día, el total hace sesenta y ocho castroviejenses
muertos.
–Más el alcalde.
–Sesenta y nueve
entonces. El cementerio se nos queda chico. Esto tiene que acabar.
La desesperación
del padre Quintana se hizo más patente al aproximarnos al pueblo. El fétido olor
de la muerte soleándose al raso llegó hasta nosotros. Las casas de Castroviejo,
pequeñas y oscuras, estaban adornadas con los restos de las víctimas de Mortaja.
Se habían colocado entre las angostas calles guirnaldas hechas con tripas humanas,
y sobre esta ventana o aquel portón se veían bultos oscuros y húmedos que una vez
fueron hígados y pulmones y demás entrañas de las buenas gentes de Castroviejo.
Sentí un terrible espanto, mayor aún que el asco por la visión de tanta sangre.
Quintana se puso un pañuelo en la boca y bajó los ojos, como avergonzado de mostrar
a un forastero lo que quedaba de su pueblo. Tomás, que conducía, vio mi rostro y
siendo más joven, no se avergonzó.
–Ese hijo de puta
nos prohíbe limpiar eso. Si lo hacemos mata a diez personas más. Tendríamos que
echar a la hoguera a ese cabrón hijo del diablo… perdone padre.
–No serviría de
nada Tomás –dije yo–. Los ogros aguantan bien el fuego. Gómez Meseguer sabrá qué
hacer.
Aparcamos lo coches
junto a una pequeña fonda o casa de comidas, la única del pueblo, que por lo visto
hacía las veces de refugio de supervivientes ahora. El padre se acercó a mí mientras
bajábamos y me dijo al oído señalándome a Tomás.
–El pobre estaba
en el campo, de caza, cuando sus amigos trataron de matar a Mortaja y se siente
mal por estar vivo. No estaba muy de acuerdo con que los llamásemos.
Don Luis nos hacía
señas desde la puerta de la cantina para que entráramos. No se veía un alma. La
clara señal de la presencia de un ogro en un lugar es lo desierta que deja las calles.
Dicen que Burgos parecía un cementerio cuando estuvo Mortaja, aunque tras las contraventanas
de las casas se apiñaban asustados sus vecinos. Dentro, junto a una mesa sobre la
que se apilaban escopetas y cartuchos, Gómez Meseguer sonreía mostrando a la tenue
luz que atravesaba las persianas sus dientes dorados, al tiempo que una buena mujer
repartía tazones de humeante caldo como desayuno.
–Muy bien amigos,
¿dónde está ese malnacío? Espero no abusar de ustedes si les pido que me vayan preparando
un almuerzo algo más sustanciable que este caldito pa cuando acabe. Matar ogros
da una hartá de hambre.
–¿Va a ir usted
sólo? –don Luis nos miraba tratando de ver si en los demás había tanto desconcierto
como en él–. Debiera trazar un plan o…
–Tengo a Perico,
y tengo un plan. Entraré donde esté ese animal y le pegaré un tiro en la sesera
–respondió Gómez Meseguer mientras agitaba su pistolón cromado.
–Le recuerdo señor
mío que ese Mortaja se ha despachado a gusto con veinte hombres a un tiempo, armados
con buenas escopetas.
–¿Alguno de ellos
se las había visto antes con un ogro? Déjeme el trabajo a mí don Luis que pa eso
me pagan. Los que vinieran conmigo sólo darían trabajo pal enterradó.
–Como murieron en
Burgos. No sé si han hecho bien en enviarle solo, me parece que este Mortaja le
tiene cogida la horma del zapato a usted…
–¡Me cago en to!
¡Qué sabe usté de Burgos!
–Yo… –don Luis no
daba la impresión de ser un pusilánime y aunque ya era un hombre de edad, bien se
notaba que en sus años se tenía que haber visto en más de una situación tensa. Con
eso y todo, noté como sus piernas flaqueaban frente a la mirada de Gómez Meseguer,
la misma que horas antes me dedicaba a mí cuando me refería a parecidos asuntos.
No cabía duda que para el cazabestias, Burgos no era un tema grato. Pese a todo,
don Luis era un hombre entero y le plantó cara en la medida de lo posible, a Gómez
Meseguer y a su pistola, que no paraba de empuñarla–. Sé que en esa ocasión no pudo
usted con él. No dudo de su capacidad caballero, no me malinterprete. Es que pienso…
–Está equivocao
en lo que piense. Aquello fue otra cosa. Yo no esperaba algo así, nadie lo esperaba
y de eso y del miedo de la gente saprovechó ese desgraciao, que si no… de qué iba
a estar toavía andando sobre sus pies. No lo maté entonces porque no tuve a tiro
a ese cobarde. Verán ahora usté y todos los voceras como usté cómo se las gasta
Juan Gómez Meseguer.
–Juan –intervine
yo para quitar hierro–. No se moleste, pero dicen que la piel de un ogro es como
el acero. ¿Piensa hacerle algo con su pistola?
–Y con mis balas
–sacó un par del tambor para mostrármelas. Ahora la sonrisa de fanfarrón había vuelto
a su rostro–. No son munición cualquiera Carracedo. Están recubiertas de una camisa
de teflón, se abrirán paso por el cuerpo de ese desgraciao como por la manteca.
Venga, ¿dónde está?
–Al final de la
calle, en la parroquia –dijo el cura.
–Pos vamos al tajo.
Me llevo a Perico pa que me cargue la escopeta por si acaso se ponen las cosas torcías.
Usté tendrá que venir Carracedo.
–Me temo que sí
–algo debió traslucirse en mi expresión porque Gómez Meseguer me sonrió y tras palmear
mi espalda dijo.
–No se apure, será
un ratito de na. Mejó que le acompañe… este mozo que paece fuerte, ¿no le importa?
–era a Tomás a quien se refería y por supuesto que no le importaba. En un parpadeo
estaba en la puerta con la escopeta terciada al hombro.
–Soy un buen tirador,
tal vez yo pudiera…
–No don Luis, de
verdá que no hay necesidá, se lo agradezco –de nuevo se mostraba atento con el bueno
de don Luis. Así era su temperamento, imprevisible y volátil–. Ustedes esperen aquí
y mañana podrán limpiá su pueblo de toas esas inmundicias.
–Aquí le esperamos
–dijo la Generala posando suavemente su mano en el brazo de Gómez–. Yo misma le
prepararé unas migas cuando vuelva. Espero que le gusten.
–Cualquier cosa
que haga usté me sabrá a gloria, Paquita. ¡Vamos! –no me pasó desapercibido el tuteo
a la alcaldesa, pero el miedo que empezaba a hacer temblar mis canillas era lo que
con más urgencia reclamaba mi atención.
–Quiere que le escuche
en confesión hijo –nos detuvo junto al umbral de la puerta el padre Quintana.
–No padre –respondió
Gómez Meseguer–. No hay días suficientes pa confesá toas mis faltas. Yo tengo mi
modo de ponerme a bien con Dios –dijo esto con tanta solemnidad que nadie más añadió
ni media palabra mientras salíamos.
Avanzamos los cuatro
por la calle polvorienta sin hablar, con el sonido de fondo de las chicharras protestando
al sol. Pensé en Laura y en mi madre, y desee haber hecho una visita previa al escusado,
o aceptar yo la oferta del padre aunque nunca he sido muy piadoso. Ya era tarde.
La iglesia se plantaba al final de la calle, en la plaza mayor, custodiada por las
ruinas de la alcaldía a un lado y de la casa de don Luis al otro, que habían sido
pasto de las llamas la primera noche que llegó Mortaja.
Aquí el olor a muerto
era más intenso. En el pilón que presidía la plaza descasaban los restos del alcalde
a medio comer. La cruz del templo había sido arrancada y en su lugar se alzaba,
en precario equilibrio, un macabro túmulo de cráneos. Nos paramos junto a la fuente.
Los insectos zumbaban, la brisa ardiente apenas movía nuestros cabellos, los nudillos
se nos blanqueaban de tanto apretar los puños, todos mirábamos a Gómez Meseguer
que se mantenía inmóvil y entretenidos en estas cosas el tiempo pasaba despacio,
hasta crispar mis nervios.
–¿Qué hacemos?
–acabé por preguntar.
–Matar a un ogro
–dijo el cazabestias con aires de hastío. Parecía que toda esta excitación que para
mí era nueva, la presencia del inminente peligro, el temor por mi propia vida, eran
rutina para Gómez Meseguer.
–Ya, pero cómo.
Gómez, por fin,
movió la cabeza para mirarme, sonrió, se desperezó y sacudiendo los brazos para
desentumecerlos nos rodeó con ellos lo hombros a Perico y a mí.
–Perico, tu anda
por la parte de atrás de la iglesia, no sea que ese malnacío se me espante y trate
de tomar las de villadiego. Que te acompañe Tomás, y si veis a ese perro le tiráis.
Tendrás ganas de meterle un tiro a ese, ¿eh, muchacho?
–Ya lo creo. Tanto
que preferiría ir con usted, no me da miedo…
–Ya sé hijo. Mejó
déjame a mí. Yo me juego el pellejo por dinero, eso de morí por na a tu edá no está
bien. Si consigo prenderlo sin matarlo, cosa que no creo, dejaré que le des el tiro
de gracia. Usté Carracedo, me temo que no tendrá más remedio que acompañarme.
–Para eso me han
enviado –quise cambiar gustoso el lugar con Tomás, yo sí tenía miedo. El celo profesional
me impidió decir más. Perico y Tomás salieron trotando por un lateral del templo,
con las escopetas dispuestas. Quedamos los dos solos. Él sacudió los brazos, soltando
los músculos al tiempo que aflojaba el cierre de la cartuchera. Yo enrosqué una
lámpara en el flash de mi cámara, sospechaba que en el interior habría penumbra.
–Al tajo. Es cosa
hecha Carracedo –me guiñó un ojo y se puso a caminar muy vivo. En su gesto hubo
un deje que me convenció de que esto era más que un simple trabajo para él, que
había como un regodeo malsano en su actitud. Lo atribuí en un principio a su carácter
a su gusto por lo salvaje, acrecentado seguramente por el deseo de tomarse la revancha
con el ogro por lo de Burgos. Dejé estas consideraciones para más adelante. Nos
enfrentábamos a la tesitura de tener que traspasar los portones abiertos, las negras
arcadas que conducían al matadero que era la nueva guarida de Mortaja.
–Ese está ya muerto.
Vamos, con decisión.
La luz entraba desde
lo alto, a través de pequeñas vidrieras coloreadas, para iluminar el polvo, difuminando
los contornos de todo, como si allí hubiera entrado la niebla invernal. Los bancos
estaban tumbados o rotos, las estatuas descabezadas. El Cristo había perdido uno
de los cables que le sujetaban al techo y estaba caído de bruces, colgando aún precariamente
de uno de los brazos de la cruz. Sobre el retablo de madera lacada que representaban
los pasos del martirio de nuestro Señor, habían pintado con letras toscas: “Patria
y libertad. Joder”. En el altar gemía una muchacha aún viva, despatarrada y con
los pechos casi arrancados por la lujuria de Mortaja. De él no había rastro, sólo
los despojos de sus orgías de sangre que aparecían aquí y allá, entre los bancos
o sobre las imágenes de los santos.
Gómez Meseguer no
se entretuvo en examinar el escenario. Caminó por el pasillo central con la pistola
en la mano, manteniéndola oculta tras su muslo. Yo avancé a su lado, saltando por
entre los bancos.
–¡Jacinto! ¡Sal
maricón! ¡He venío pa ver si ties cojones!
Sus gritos botaron
contra las paredes cubiertas de sangre y suciedad y el odio que en ellas se almacenaba
era casi más aterrador para mí que el sórdido decorado que nos rodeaba. Mortaja
salió a trompicones de la sacristía, con dificultad porque apenas cabía por la puerta.
No lo vi bien en la penumbra, era un bulto grande con movimientos abotargados. Preferí
no fijarme en detalles, tenía miedo a que el terror de lo que pudiera ver me impidiera
desempeñar mi tarea con eficacia. Me limité a seguir a Gómez Meseguer y preparar
la cámara.
–¡Juan! –la de Mortaja
era la voz ronca y gutural de la edad, de la vejez y de la cazalla, mezclada con
ese arrastrar de sílabas que acompaña indefectiblemente a los excesos de toda índole–.
¡Me cago en tu puta calavera! ¡Quién me iba a decí a mí que te iban a mandá pa ca…!
Antes que terminara
Mortaja con lo que parecía un saludo amistoso y fuera de lugar, Gómez Meseguer alzó
su mano armada. Sin pensármelo disparé la cámara. El flash escupió luz que desgraciadamente
aturdió tanto al Ogro como al cazador de ogros. Su mano tembló y la bala dio contra
el hombro acorazado de Mortaja, rebotó y fue a incrustarse en el san Pascual que
ocupaba un altarcito a la derecha.
–¡Me cago en tos
sus muertos Carracedo! –gritó Gómez Meseguer–. ¡Échese al suelo!
Cumplí la orden
sin entenderla, confiando en la veteranía de mi compañero. Eso salvó mi vida. Cuando
me postraba tras la columna más cercana pude ver como Mortaja echaba mano a su espalda
y empuñaba el brillante cañón de una ametralladora calibre cincuenta. Creí que mis
oídos no soportarían el estruendo del arma, traqueteando como una locomotora vieja,
vomitando su fuego a diestro y siniestro, levantando astillas de bancos y santos,
y rebotando contra cepillos saqueados y lámparas sin aceite. Mientras, Mortaja gritaba.
–¡Serás cabrón!
¡Somos compadres y me vienes aquí, a mi casa y me pegas un tiro! ¡Pos ahora yo te
mato, por hijo puta!
Echo un ovillo tras
la columna de piedra, cambiaba la lámpara de mi flash cuando eche un vistazo a mi
derecha. Gómez Meseguer se había puesto a cubierto tras dos bancadas que ya casi
estaban reducidas a viruta de tanto plomo como las había traspasado. Mantenía la
cabeza gacha, la mano izquierda sosteniéndose el sombrero sobre los ojos, como si
esta fuera suficiente protección contra la lluvia de balas que arreciaba. La otra
mano la mantenía por encima del improvisado parapeto, y descargó a ciegas los cinco
tiros que restaban en la pistola. Al momento de terminar con su munición, la ametralladora
de Mortaja dejó de gritar. Se hizo un silencio casi más ensordecedor que la refriega
de un segundo atrás, acompañado de un fuerte olor a pólvora. Gómez Meseguer se volvió
a mí con la mirada turbia.
–Maldito sea –susurró
tan bajito que más me enteré por el movimiento de sus labios–. Los espías teníais
que quedaros en casa, echando panza y dejando a los hombres de verdá trabajá.
–Yo… –no dije más
porque Mortaja me interrumpió con un gruñido ahogado.
–¡Cabrón, que me
has dao! –dijo–. ¡Creía que eras un hombre de ley Juan, no como los demás! ¡Yo siempre
me he portao como es debío contigo y así me lo pagas!
Jadeaba como si
de veras estuviera malherido, pero no levante la cabeza para cerciorarme. Estaba
más preocupado por entender esas palabras del ogro, tan fuera de lugar, cuando la
pistola de Gómez Meseguer me dio en el brazo sobresaltándome, y a ésta le siguió
una cascada de balas con camisa de teflón que me golpearon por todos lados.
–Cargue el arma
Carracedo –me dijo cuando lo miré atónito–. Haga algo útil. Cargue el arma y péguele
un tiro en la cabeza a ese asesino mientras yo lo distraigo –como apoyando sus palabras
sacó de la espalda un cuchillo que parecía un espejo de medio cuerpo, tanto por
su brillo como por su tamaño.
–¿Qué va a hacer?
–Voy a destriparlo
ahora que se ha quedao sin balas. Si se me escapa, usted lo despacha. Con mano firme
y a la cabeza Carracedo, no se lo piense.
–Pero…
–¡Rediós Carracedo!
Pórtese como un hombre de una vez –no me dio tiempo a replicar. Con decisión saltó
los bancos enarbolando su imponente machete. Yo atrapado por la emoción de la situación
hasta el punto de ignorar el peligro, levanté la cabeza. Mortaja estaba a unos pasos.
Había oído que los ogros eran tan sigilosos como brutales y que podían aproximarse
a ti mientras hablaban, pareciendo al oído que seguían a mucha distancia. Hasta
que no vi lo cerca que estaba de nosotros sin que hubiéramos dejado de escuchar
un solo instante sus jadeos de dolor rebotando en la lejanía de la bóveda del altar,
no me di cuenta de lo diferente a nosotros que eran esas criaturas.
Gómez Meseguer se
echó sobre Mortaja, quién por fortuna ya no cargaba con la ametralladora, y éste
lo cogió al vuelo. La pesada hoja hizo mella en su carne, y el ogro aulló. He oído
contar que en León tienen la costumbre de cazar osos a cuchillo. Los recios leoneses
se tiran contra el pecho del oso cuando está incorporado sobre sus cuartos traseros
y, aprovechando que pegados a él el plantígrado no puede doblar bien sus brazos
para usar sus garras ni inclinar la cabeza para morderles, lo apuñalan. Parece algo
terrible que requiere mucho valor y no menos destreza con el arma. Más asombroso
resulta si uno ha visto alguna vez una de esas gigantescas bestias que llenan los
bosques de allá. Pues peor es, no peor sino mucho peor, el enfrentarse a un ogro
con un cuchillo desnudo.
Mortaja no dedicó
mucho tiempo a su enemigo. Lo atrapo en pleno vuelo con una mano y lo arrojo diez
metros hasta dar contra la pared. Yo quede a pocos pasos de la bestia, casi oliendo
su apestoso aliento y rezando por no atraer su atención. Mis ruegos no fueron escuchados.
Vi como aquella mole de más de tres metros giraba sobre sí, flexionando músculos
que brillaban bajo su piel húmeda cubierta de vello ralo. Sus ojos rojos se fijaron
en mí y los enormes colmillos, que ya hacía tiempo habían atravesado sus mejillas
con su crecimiento continuo, brillaron en la penumbra.
Recordé en ese momento
que la pistola que empuñaba estaba descargada y que la munición rodaba diseminada
por el suelo. Me agaché y busqué las balas, contento porque mi espíritu conservara
el temple suficiente en esos momentos como para no echarme a llorar.
–¡Aquí Jacinto,
trapacero! –gritó Gómez Meseguer reclamando la atención del ogro mientras escupía
salivazos llenos de sangre–. ¡Ven por mí jodío cobarde! ¡Yo no soy una pobre mujé
como a las que estas acostumbrao! ¡Yo te devolveré golpe por golpe!
La carcajada de
Mortaja fue como el trueno, y como una galerna el resoplido que acompañó su carga
hacia Gómez Meseguer. Las bravuconadas de mi compañero me proporcionaban tiempo,
que aproveché para meter una bala en el tambor mientras escuchaba la respuesta del
ogro.
–No me hagas de
reír Juan. ¿Crees de verdá que puedo tenerte miedo? Sólo es que no quiero hacerte
daño. Te portaste bien conmigo antes y me quedan otros platos que probá antes de
arrancarte la cabeza –alcé yo la mía un momento para ver la situación. Mortaja se
cernía sobre mi amigo como un ave de presa y todo su deforme corpachón ocultaba
la figura de Gómez Meseguer, que suponía tendido y maltrecho tras ser lanzado contra
la pared–. ¿A qué viene toa esa mala sangre que te haces conmigo, eh compadre? Lo
de tu mujé fue una pena, pero yo soy un pobre animá y no me se pue pedí demasiao.
No te atormentes de toas formas compadre. Te pueo asegurá que esa puta lo pasó bien
antes de morí, creo que llegué a conocer bien sus apetitos, y ella los míos.
Apenas vi el brillo
de la hoja, y tal vez ni siquiera eso. Fue un movimiento, algo que se agitó rápido
por dos veces acompañado de un sonido húmedo, como de fuertes pisadas sobre el barro.
Mortaja se estremeció, se incorporó un momento golpeándose la cabeza contra el arco
del techo. Luego se echó una mano al cuello y agito la otra como el aspa de un molino.
El cuerpo de Gómez Meseguer salió volando desmadejado como un pelele de feria y
el ogro, sangrando más que un cerdo en San Martín, salió trastabillando hacia el
altar.
Cuando perdí de
vista a Mortaja mis miembros recuperaron el valor para moverse y corrí hacia Gómez.
Yacía sobre unos bancos rotos, parecía muerto. La forma en que doblaba el codo indicaba
que el brazo izquierdo estaba roto y la flojera del mentón señalaba otro tanto para
la mandíbula. Su pecho respiraba rítmicamente para mi alivio y uno de sus ojos parpadeaba
y bizqueaba en medio de la tremenda hinchazón de toda la órbita que lo rodeaba.
–¿Está bien Juan?
–le pregunté sin tocarlo por no causarle más dolor.
–¿Qué hace aquí?
Lo he herido, le corté el gaznate. Vaya a rematarlo antes de que escape.
Por el reguero de
sangre que había dejado no cabía duda de que el ogro estaba en las últimas. Miré
la pistola en mi mano. Había tenido tiempo de alimentarla con dos balas, pero ser
yo quién diera el tiro de gracia al monstruo me parecía innoble. Ese honor correspondía
a ese valiente que ahora permanecía tendido con todos los huesos quebrados.
–Le ayudaré a incorporarse
–dije.
–¡No! Vaya usté
deprisa. No le dé tiempo a recuperarse.
Obedecí no muy convencido
y temiendo que aquel hombre muriera ahí mismo, solo, traté de consolarle.
–Usted lo ha vencido
Juan –por un momento recordé las extrañas palabras del ogro y no considerando el
momento idóneo para preguntar, me limité a decir–. No sé qué tenía en contra de
ese animal, pero es usted quien ha ganado.
–Mató a mi mujer.
A la que iba a ser mi mujer. En Burgos –y sin más cerró los ojos.
Corrí tras el rastro
sanguíneo de Mortaja, a través de las ruinas de la sacristía. La pistola me pesaba
enormemente en la mano y un millar de extraños pensamientos cruzaban mi mente. “¿Seré
capaz de disparar?”, me preguntaba. “¿Me comportaré como un hombre, como Gómez Meseguer?”
En medio de estas dudas se abrió paso algo, el sonido de jaleo que provenía de más
adelante, y que había empezado mucho antes. En mi conmoción lo había ignorado, más
pendiente de la suerte de Gómez Meseguer.
El muro trasero
de la iglesia no existía desde la llegada de Mortaja. A través de su ausencia encontré
el triste aspecto que presentaba la emboscada urdida por nuestros compañeros. Tomás
y Perico habían disparado las escopetas nada más ver asomarse a Mortaja, y aunque
hicieron blanco y el monstruo sangraba por diez heridas, no perdió pie y se abalanzó
sobre ellos. En esto llegué yo y vi como Perico se echaba corriendo atrás mientras
recargaba su arma y gritaba.
–¡Corre muchacho!
Pero Tomás no atendió.
Viendo al ogro herido y llevado por la fuerza de su juventud tiró de navaja y se
echó por el ogro. Como despachara a Gómez Meseguer, con igual facilidad lo hizo
con este otro. De un manotazo el arma de Tomás voló de su mano. Aturdido como quedó
el muchacho, no pudo evitar que Mortaja le agarrara de la pechera, le alzara en
vilo, le mordiera la cara y con dos tirones a derecha e izquierda se la arrancara.
Tomás no gritó. Quedó quieto, en tensión con los brazos en cruz, como si el dolor
lo paralizase. El ogro lo arrojó al suelo y allí quedó, con su calavera ensangrentada
mostrando los feos huesos al sol antes de muerto. Sin ceremonias Mortaja tragó y
de un pisotón en el vientre, partió al desdichado en dos.
La siguiente descarga
de escopeta no me dio milagrosamente. Perico volvía al ataque. Mortaja titubeó y
yo vi mi oportunidad. Disparé e hice blanco en su espalda. La detonación del revolver
me hizo sentarme de golpe y con violencia sobre mi rabadilla. Al recuperarme del
dolor vi a Mortaja mirarme desde su imponente altura.
–Qué puta vida
–dijo con la voz rasgada por el tajo que le diera Gómez Meseguer y que, pese a estar
en el cuello, no parecía mortal gracias a su constitución sobrenatural–. No paro
de matá y matá, y ya me se acumula el trabajo.
Aterrado, vi como
su mano volaba hacia mi pescuezo mientras Perico, sin prisa pero sin pausa, cargaba
su escopeta. No llegó a tocarme. A fuerza de raza, Gómez Meseguer se había arrastrado
tras de mí, con su brazo roto torturándole, y teniendo ahora al ogro cerca del muro
de la iglesia donde se ocultaba, de nuevo cargó contra él y otra vez lo apuñaló.
Mortaja gritó y
se incorporó con la hoja brotándole del pecho. Gómez cayo a mis pies exhausto.
–¡Muérete demonio!
–gritó desde el suelo el cazabestias–. Tenía ya ganas de atravesá tu negro corazón.
–¡Na! –Mortaja tosió
y se quitó el cuchillo del pecho–. ¿Viejo, no sabes que los ogros no tenemos corazón?
Sin que yo me atreviera
a interponerme, cogió a Gómez y lo levantó hasta ponerlo cerca de su horrenda cara.
Perico le encañonó y se limitó a eso. No podía disparar sin causar más daño a Gómez
que a la bestia.
–Eres to un hombre,
¿eh compadre? –continuó con su perorata el asesino–. Eso es lo que te ha traío tantos
problemas, tu hombría. Yo te lo solucionaré.
–Déjate de monsergas
Jacinto y mátame si vas a hacerlo.
–No, matarte no
–con un certero movimiento del cuchillo cortó los pantalones de Gómez Meseguer,
y con otro toda la masculinidad del cazador de monstruos cayó al suelo salseada
de abundante sangre.
Juan gritó como
alma en el purgatorio y Perico afianzó más la escopeta.
–¡Baja el tiro moro!
–continuó Mortaja–. Me he cargao a cientos de los tuyos en el desierto y tú no paeces
peor que tus hermanos. Este viejo amigo tuyo aún vive, y lo seguirá haciendo si
se le atiende, aunque sea como eunuco. Por mí no será que ya estoy harto de tanta
matanza.
–De acuerdo Santaolaya
–pude yo articular por fin palabra–. Déjalo en el suelo y acabamos la riña por hoy.
–¡Lacabamos por
siempre hostias! –aún protestando, depositó a un Gómez convulso y medio inconsciente
en el suelo. Perico tiro su arma y raudo se postró para atender a su jefe–. Dejanme
ya en paz, que tenís toa Castilla y yo sólo quiero este pueblo de mierda.
Mortaja paseaba
por la calle, como un oso enjaulado tocándose las heridas que todavía manaban sangre.
Vi que Perico sabía algo de medicina y pronto se aprestaba a taponar la abundante
hemorragia y me indicaba que era preciso llevarle a cubierto para intervenirle.
Yo miré a Mortaja y él, que realmente parecía apesadumbrado, accedió a que nos marcháramos
diciendo.
–Sí, no quiero matá
a este hombre, que bastante sufrimiento le causao ya en vía. Iros y decir a vuestros
jefes que me dejen en paz, que miren cómo he devuelto a su gallo sin espolones ni
ganas de picá más en su vía.
Corrí para coger
en volandas a Gómez Meseguer y cuando lo levantábamos entre el moro y yo, pareció
recobrar el sentido y gritó:
–¡Jacinto! ¡Me has
quitao los cojones, pero no la mala leche! –dicho esto me arrebató la pistola y
le pegó un tiro certero en la cabeza. La segunda bala que yo había conseguido meter
en el tambor dio en el blanco, y como había dicho Gómez Meseguer, esa bala de teflón
en el centro de la estrecha frente del monstruo fue suficiente para que Jacinto
Santaolaya, el peor ogro que se ha conocido en España, muriera.
Gómez Meseguer sobrevivió,
Perico tenía algo más que someros conocimientos en medicina. Por desgracia no recuperó
su virilidad, entonces la ciencia no había alcanzado las cotas que tenemos hoy.
Castroviejo recobró la normalidad, con la Generala como alcaldesa oficial, quien
creo que con el tiempo se desposó con don Luis y lo trató igual que a su primer
marido. Dos años después también murió este don Luis de un ataque de cuernos, al
ver a su mujer en el tálamo conyugal con un muchacho de quince años. Pero todo esto
ya no me concernía a mí. Yo volví a Madrid y aunque sólo pude sacar una foto, fue
suficiente y recibí las felicitaciones de mis superiores.
Con el tiempo me
casé con Laura y ella me hizo gozar de una vida plena y llena de felicidad. No volví
a tener misiones de campo para el alivio de mi esposa, y con mis méritos conseguí
ascender en el ministerio hasta alcanzar un puesto que me daba una economía holgada,
suficiente para mantener a mi mujer y mis dos niñas. Nada supe más de Gómez Meseguer,
ni de monstruos y aventuras. Primero porque el ministerio me encomendó a otros menesteres
y segundo porque aquellas criaturas infernales empezaron a escasear, poco a poco,
hasta que por el tiempo en que la televisión pasó del blanco y negro al color los
ogros no eran más que leyendas para niños.
Volví a tener noticias
de Gómez Meseguer nueve años después de nuestro primer encuentro. Un pequeño artículo,
oculto entre los sucesos del día, mencionaba que el viejo cazabestias, una reliquia
del pasado, había sido juzgado y condenado a prisión por violar a una mujer de sesenta
años. Me sorprendió la noticia, porque le sabía incapaz de tal hazaña.
Con la oposición
de mi mujer, a la que siempre he hecho partícipe de todo lo que me ocurría, fui
a visitarle al penal de Ocaña. Me encontré con un hombre acabado. Estaba gordo y
descuidado, con la piel cubierta de manchas a causa de su maltratado hígado. La
barba, otrora recortada y mil veces atusada, le llegaba hasta el pecho en una desgreñada
cascada de hilachos grises. Su cabeza en cambio no había sufrido de la zozobra de
la edad y me reconoció al primer golpe de vista.
Tras los protocolarios
saludos, en los que me aseguró con su sonrisa jovial de siempre que se encontraba
muy bien, pasé directo al tema. Le dije que eran absurdos los cargos que pendían
sobre él y que sólo tenía que contar su mutilación para verse libre. Esto me dijo
para mi sorpresa.
–Deje, deje Carracedo,
estoy bien como estoy. Me he negao a que me hagan reconocimiento alguno y me he
acusao. Deje las cosas como están.
–¿Pero quién le
acusa de esto?
–Mi casera, por
no pagarle se ha inventao to. No importa, aunque sea inocente de éste tengo otros
delitos por los que pagá, crímenes más graves.
–Por amor de Dios,
creo que ya ha pagado demasiado por cualquier falta.
–Eso pensé yo. Pensé
que matá a Jacinto sería suficiente. Pensé que viví como un capao el resto de mis
días sería suficiente y por eso no me volé la cabeza cuando me vi en esta situación.
No, que va. Hay cruces que pesan demasiao. Probaré ahora pasando mi vejez con los
huesos en la cárcel.
–¿Qué puede ser
eso tan grave que hizo?
–¿Quiere saberlo?
Se lo diré Carracedo, porque usté es un buen hombre y vio el final de la historia.
Merece conocé el principio. Fue en Burgos.
–¿Tiene que ver
con su prometida? Me dijo en Castroviejo que Mortaja la mató.
–Mentí. La que mató
no era mi novia. Ojalá lo hubiera sío. Se llemaba Estrella y era la muchacha más
guapa que vi jamá. A mí no me quería, me despreciaba, decía que era ordinario y
grosero y sin embargo dedicaba sus atenciones a un petimetre, un estudiantillo imberbe
que la adulaba con poesías bobas. Yo sólo sé peleá así que se me ocurrió una idea,
romántica pensé yo. Conocía a Jacinto de mucho tiempo. A veces, cuando no había
trabajo le pedía que asolara alguna granja o algo así pa que me llamaran, y repartíamos
el jornal. Era una práctica normal entre mi gremio el tener un monstruo asociado
para la época de las vacas flacas.
–Eso es una monstruosidad.
–Eso es viví amigo,
buscarse las lentejas como mejó sabes. Ustedes qué sabrán. La monstruosidad fue
que decidí que Mortaja atacara Burgos. Preparé un plan pa que acabara primero con
la policía y así tendría toa la ciudad a su mercé. Le indique concienzudamente los
pasos a seguí, cómo tenía que matá al estudiante afeminao que me robaba las miradas
de Estrellita, despachá también al padre y la madre de ésta, quienes tampoco me
miraban con buenos ojos, y por último fingir un ataque a Estrella, del que yo la
salvaría. Así la chica, sin padres y rescatada del monstruo por su héroe, caería
sin salvación en mis brazos. No reparé, cegado por el amor como estaba, en que los
ogros son los seres más obtusos de la creación. Se equivocó, o tal vez fue por la
maldad del corazón de Jacinto, que al fin y al cabo era una criatura de Satán. El
caso es que llegó antes de tiempo a casa de Estrella y la mató junto a su familia.
Al llegar yo, mientras Burgos ardía, me juró que no la había reconocío. Traté de
matarle pero escapó. Ya sabe el resto. He pasao mi vida atormentao por la conciencia,
es hora ya de que descanse en la cárcel.
Quedé espantado.
Accedí a jurar que no revelaría esto a nadie, pensando que tal vez sí era un castigo
justo el que ahora le caería. Lo peor era que su remordimiento sólo estaba causado
por haber sido el responsable de la muerte de su amada, no por el centenar de víctimas
de Mortaja.
–¿Cómo pudo hacerlo,
Juan? –le pregunté antes de irme.
–No lo entendería.
Usté no sabe lo que es la pasión, el verdadero deseo que te quema por dentro, el
profundo amor sin ataduras de la moralidad. Usté es una buena persona.
Me fui y nunca conté
esto a nadie. Mientras volvía a casa me sorprendí a mí mismo sintiendo pena de Juan
Gómez Meseguer. No podía evitar simpatizar con ese viejo truhan, estrafalario inventor
de palabras, el último exponente de un tiempo que ya expiraba. Por fortuna para
mí y para mis hijas vivimos ahora en mejores épocas, en tiempos donde la cordura,
si no impera, al menos se hace hueco. Hemos abandonado las aventuras y los peligros
para la literatura y ahora tenemos derechos y comodidad y seguridad. Los seres pasionales,
como Gómez Meseguer ya no tienen lugar entre nosotros. Ya no tenemos pasión y eso
es bueno, porque las pasiones son peligrosas. Pero como tantos otros peligros, empiezo
a echarlas de menos.
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