Rafael Barrett
Parecía vieja, a pesar de
no cumplir aún treinta y cinco años. Las labores bestiales de la chacra, el sol
que calcina el surco y resquebraja la arcilla, la habían curtido y arrugado la piel.
Tenía la cara hinchada y roja, el andar robusto, los ojos chicos, atornillados y
negros. Era miserable. Se llamaba Victoria.
Vivía
de escardar campos ajenos, de fregar pisos, de ir a vender, a enormes distancias,
un cesto de legumbres. Su densa cabellera desgreñada estaba siempre sudorosa; en
sus harapos siempre había barro o polvo, y cansancio en los huesos de sus pies.
Victoria
era célebre en el pueblo, no por infeliz y abandonada, que esto no llama la atención,
sino porque decían que no estaba en su sano juicio. La locura inofensiva es un espectáculo
barato, divertido y moral. Hace reír seriamente. Los chiquillos seguían en tropel
a Victoria; no la apedreaban demasiado; comprendían que era buena. Los hombres le
dirigían preguntas estrambóticas y experimentaban ante ella la necesidad de volverse
locos un rato; las mujeres se burlaban con algún ensañamiento. Victoria pasaba,
andrajosa, tenaz, lamentable, llevando en los ojillos negros la chispa que irrita
a la multitud y levanta las furias, y hasta los perros se alborotaban con aquel
escándalo de un minuto, con aquella aventura que rompía el tedio del largo camino
fatigoso.
Acusaban
a Victoria de dormir en tierra, de frente a lo alto, y de creer las estrellas bastante
próximas para hablarlas. La luna era la señora del cielo; un lucero vagamente rosado
era el príncipe radiante, otro blanco y retirado era el pálido cirio; allá lejos
palpitaban, casi imperceptibles, los puntos de fuego tenue que la visionaria nombró
coro de muertas, y de extremo a extremo del horizonte flotaba por el inmenso espacio
la gasa fosforescente de la vía láctea, o niebla de luz. Cuando la claridad enferma
y fría de los astros bajaba hasta Victoria, y la noche hacía rodar sus magníficas
gemas en silencio, la loca se sentía hermana de la belleza infinita, y las voces
celestiales la acompañaban al día siguiente, en plena solana abrasadora. Entonces
andaba moviendo los labios, atenta a las presencias invisibles y la gente no podía
separarla de ellas.
Se
la acusaba también de no comer, de alimentar a mendigos y criminales, de conocer
las virtudes secretas de las plantas y de preparar filtros de bruja. Lo cierto es
que anhelaba curar a los niños dolientes y que muchas madres, después de mofarse
de ella en público, la buscaban a escondidas y temblando, con las manos calientes
aún de la fiebre de sus hijos.
Pero
lo fenomenal, lo grotesco, lo que provocaba carcajadas inextinguibles, era la virginidad
de Victoria. Fea, casi decrépita, trastornada, ese harapo viviente había pretendido
conservar su pureza, y lo había conseguido. Había resistido veinte años a la temeridad
de los mozos pujantes. Quería elegir el amor, ser prometida y esposa, y tal monstruosidad,
tal delito contra la naturaleza, garantizaba a los sencillos campesinos la demencia
irremediable de su primera actriz.
Don
Juan Bautista, joven doctor de la capital, vino al pueblo, compró un terreno y se
puso a edificar una casa. Don Juan Bautista era rico, bello y tonto. Tenía partido
con las muchachas. Victoria le vio y le adoró. El príncipe radiante había descendido
para ella del firmamento. Todas las manías dispersas de Victoria se juntaron en
una, absorbente, feroz, la de amar a don Juan Bautista y casarse con él. No ocultó
sus proyectos: desatada y locuaz detenía a los transeúntes y les consultaba sobre
los medios de satisfacer su única pasión.
Espiaba
horas enteras a don Juan Bautista detrás de las tapias; se atrevió al fin, repugnante
y trémula, a rogar que la dejara lavarle la ropa. No sabía planchar con lustre pero
aprendió. El momento en que se acercaba a don Juan Bautista, y le entregaba, a él
solo, las camisas y los calzoncillos impecables, era el momento radiante y feliz
de su existencia humilde. Jamás aceptó un centavo por su faena deliciosa. Otras
veces traía a don Juan Bautista la sandía helada o el dulce melón que halagan la
siesta, o los sabrosos duraznos, o simplemente tomates frescos, porotos, manteca,
todo gratis, ¡y a costa de qué luchas, de qué lejanas peregrinaciones! Don Juan
Bautista, jovial y satisfecho, se dejaba idolatrar.
La
virginal timidez de Victoria la impedía expresar claramente sus deseos a quien se
los inspiraba y los colmaría sin duda. Victoria anhelaba seducir a don Juan Bautista,
obligarle a declararse y a proponer el matrimonio. Ella no tendría entonces más
que murmurar sí y caer en los vibrantes brazos del prometido. ¿Cómo hacer?
El
secretario de la municipalidad, un pequeño de cabeza de mono, la aconsejó que usara
polvos y sombrero, como las señoritas de la ciudad. La loca se aplicó ladrillo molido
en el rostro, y sobre el cráneo, en equilibrio, un sombrero colosal que los chuscos
la regalaron, con plumas estrafalarias. Así marchaba Victoria, disfrazada y grave,
en pos de su sueño, entre las risas de los vecinos. De primera actriz había bajado
a ser la payasa, la bufona de la aldea.
Durante
varios meses, sobre los pastos, parecido a un buque empavesado, osciló el sombrero
ridículo, símbolo de una ilusión desesperada. Victoria enflaquecía, se desanimaba;
sus pobres pies descalzos se cansaban de correr tras la quimera; el sombrero, agotado
por la lluvia, abrasado por el sol, ensuciado y roto, inclinaba tristemente las
plumas marchitas. El príncipe radiante continuaba mudo y risueño. ¡Ay! Cuando lucía
allá arriba, inaccesible en las limpias noches de estío, era menos cruel.
La
casa de don Juan Bautista se terminó; la verja relucía, las flores del jardín doblaban
con elegancia sus finos tallos. El dueño fue a la capital, se casó pomposamente
y regresó con música. La señora era rubia, bella y tonta quizá. El pueblo quedó
deslumbrado.
Victoria
desapareció.
Hay
en el lugar una escarpada peña, a cuyo píe se amontonan, como en un torrente de
vegetación, impenetrables brezos y zarzas. Tres días después de la boda, descubrieron
unos cazadores, allá abajo, un objeto singular, una especie de gran pájaro inmóvil,
de plumas increíbles. Por distraerse lo acribillaron a balazos. Resultó ser el sombrero
de Victoria. Debajo estaba Victoria, con el cuerpo tibio, todavía, y que por fin
reposaba.
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