David Roas
La
tarde es deliciosa. Tras un largo día de calor, una leve brisa refresca el
ambiente. Sentado en un banco del parque, disfruto a solas y en silencio de un
momento casi perfecto.
El cuerpo de la niña se estrella a mi lado con su
característico ruido de fruta madura. Miro hacia arriba. El segundo cuerpo –el
de un niño esta vez– cae unos instantes más tarde, a pocos metros del banco.
Después cae otro, y otro más. La tormenta ha empezado.
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