Antonio Armonía
¡Ay, qué divino hedor sale del crucificado! – Centurión I.
Sin duda se habrá cagado este divino señor – Centurión II.
No le buigan porque es peor – coro de soldados.
Pedro
se despertó antes que amaneciera con la tos cascada y áspera de su mujer. Le
dolían los huesos de tanto revolcarse en sueños y se puso de mal humor.
Encendió el segundo cigarro cuando amanecía. La
rojiza claridad penetraba por la ventana del baño y rebotaba en el espejo. Tiró
el cigarro para no fatigar sus pulmones. Iba a necesitar todo el aire del mundo
para acarrear aquella crucezota en la procesión. Por un instante sintió su
aplastante peso sobre la espalda. Se levantó rápidamente, miró el agua limpia y
se preocupó.
Su cabeza se interpuso entre los primeros rayos
del sol y la superficie manchada del espejo roto. Notó las bolsas bajo los ojos
muy hinchadas. Observó su cuerpo un poco fofo a la altura de la panza y, al
recordar el tamaño de la cruz, se sintió abatido. Todo por culpa de Juan. El
muy pendejo nunca llegó a la repartición de las cruces en la delegación. ¿Cómo
no se le había ocurrido pedirle a Eladio que le apartara una cruz? Su cuñado
era un hombre cumplido y no se habría negado a hacerle el favor. A ver si se le
hacía el milagrito, se dijo tocando con fervor el crucifijo de oro macizo.
Justo el día de la repartición había tenido que acompañar a su mujer al
hospital. Ahora tendría que llevar la crucezota. Y la recordó imponente como
cuando la vio por primera vez. El hombre de la delegación le dijo que de las
grandes sólo quedaba ésa, y luego le había mostrado unas diminutas como si
hubiera leído en su cuerpo los signos de la decadencia. Herido en su orgullo,
había firmado el recibo mientras el hombre de la delegación le informaba que se
la llevarían el Viernes Santo al punto de partida para la procesión. El tamaño
descomunal de la cruz que le dibujó su memoria lo aterró. Entonces maldijo a
Juan, aunque en el fondo lamentaba amargamente su temeridad. El recuerdo de
pasadas proezas físicas, correr cien metros con cuatro sacos de cemento al
lomo, lo tranquilizó. No era de los que se rajaban, se dijo, y si quería que
Diosito le respondiera con veinticinco mil pesos, tenía que sacrificarse. Con
tamaña cruz podía dar el milagro por hecho.
Afuera los rayos oblicuos del sol calentaban el
pavimento por donde pasaría el Vía Crucis de Iztapalapa. Una nube blanca y
esponjosa tapó el sol, presagio de un día largo y agitado.
Cuando bajaron la cruz del camión entre cuatro
hombres, desfalleció. Por un instante pensó en abandonar. Todos tenemos una
cruz que arrastrar, pero había de cruces a cruces. La cruz de su vida era
comparable a aquel monstruo. Le había tocado sustituir al padre desde los ocho
años. Luego la muerte de su madre, y ahora la enfermedad de su mujer. Era un
buen hombre. No le había hecho mal a nadie. Supuso que eran pruebas que Dios le
imponía.
Todas las miradas convergían en la cruz que
sobresalía por un metro largo de las otras y en el forzudo penitente que la
acarrearía hasta el cerro de La Estrella. Un grupo de muchachos jóvenes
sonreían burlones de la desproporción entre la edad del penitente y el peso de
los maderos. Pedro se arremangó la túnica que le estorbaba para ponerse el
cinturón de cargador. Se metió debajo del triángulo que formaban los brazos de
la cruz y la levantó con relativa facilidad. Pesa como dos sacos de cemento,
calibró para sí mismo, y la dejó reposar en equilibrio sobre la calle.
Las sonrisas de los jóvenes se transformaron en
expresiones de profundo respeto por la pía tarea que el hombre se había
impuesto. Una señora se arrodilló y empezó a rezar en silencio. Pedro se
desajustó el cinturón y se sentó a esperar, mientras pensaba en un revoltijo de
cosas. Escupió sobre el pavimento y se distrajo viendo a los niños con sus
túnicas, sus crucecitas de juguete y sus caras de angelitos. Los jóvenes
fumaban y bebían despreocupadamente. Aparecieron los centuriones con sus
armaduras brillantes. Al cabo de un rato, Barrabás y Caifás vestidos con pieles
de chivo. Sólo faltaba Cristo para comenzar el Vía Crucis. Un muchacho le trajo
una almohadilla.
El reto provocó sonrisas entre los amigos del
desafiado, al que empujaron para picarlo. Al ver las piernas nudosas que
asomaban bajo la blanca túnica, los músculos de los brazos esculpidos por el
trabajo y la mirada resuelta de Pedro, el muchacho desistió.
El amigo tampoco aceptó el desafío. Pedro rio con
socarronería para humillarlos. Eladio se abrió paso entre la gente.
Pedro asintió con orgullo.
En ese momento se acercó un hombre joven, seco y
nervudo.
La mente ágil de Pedro concibió un plan.
Cuando alinearon ambas cruces, la del extraño se
vio reducida al tamaño de un juguete por los imponentes maderos.
Se dieron un apretón de manos para cerrar el
trato y el desconocido regresó a su puesto en la procesión.
–Yo sé lo que hago –respondió Pedro acompañando
su respuesta con un golpe tranquilizador en el hombro y besó el crucifijo de
oro macizo. Sonrió satisfecho, como si hubiera hecho el negocio de su vida. Al
mirar la cruz para ratificar su habilidad negociadora, ya no estuvo tan seguro
del resultado satisfactorio de la apuesta. Tenía ganas de evacuar el vientre.
Fue un momento al baño de su casa sin obtener resultados, pero aligeró el
cuerpo de gases.
Entró en el cuarto oscurecido por las cortinas de
plástico negro. Su hija mayor velaba junto a la cama el sueño febril de su
madre. Pedro depositó un beso en la frente húmeda de su mujer.
Llegó Jesús y la atención se desplazó hacia la
cruz ritual de abedul tachonada de plata en las puntas. Los reporteros gráficos
se apiñaban en torno a Cristo para tomar la fotografía del momento en que
alzara la cruz, gesto que iniciaba el Vía Crucis. Las cruces grandes tenían su
carril propio detrás de Jesús, pero nadie podía adelantársele. Pedro estaba a
tres filas y el desconocido a unas diez, calculó de un vistazo.
Se encomendó al crucificado y se persignó antes
de hacer el titánico esfuerzo, pero Eladio, nervioso por la importancia de su
trabajo proporcional a la colosal cruz, la desequilibró. Pedro requirió de toda
la fuerza de sus piernas para sostenerla, mientras se tambaleaba agachado. Usó
la cabeza para controlar el balanceo del madero y se encajó una espina de la
corona en la frente. Salió con gran ímpetu aguijoneado por el dolor y la rabia
de ver su dignidad maltrecha, y hasta le resultó ligera, como saco y medio de
cemento.
Aprovechó un momento en que el desconocido se
encontraba atrapado entre dos penitentes para adelantarlo en la formación.
Cuando tuvo el camino libre, concentró su atención en el pavimento para eludir
los baches.
Una gota de sangre resbaló con lentitud por su
frente confiriéndole el aspecto de un Cristo barroco. Eladio restañó la sangre
con un pañuelo y sólo consiguió embarrársela. La espina estaba bien enterrada
en la carne. El dolor le resultaba agradable, lo distraía del crujido que daban
los huesos de su espalda y de sus piernas a cada paso.
Alzó la vista y le chocó el espectáculo de
fanatismo. Le repugnó la piedad fingida de los espectadores. Las caras
contrahechas por el dolor de las mujeres, las súplicas fervorosas. Todo se le
antojaba falso, como en la televisión. El esfuerzo sobrehumano que le imponía a
su cuerpo lo alejaba del espectáculo humano de la fe. Ya nadie quería ganarse
el cielo. Todo el mundo esperaba que Dios bajara y le hiciera los mandados, se
dijo a sí mismo. Cobró plena conciencia de dónde estaba cuando llegó al punto designado
para la primera caída.
Pedro dejó la cruz apoyada sobre un brazo en
equilibrio. Salió de abajo mareado. El desconocido se había retrasado y un río
de cruces lo ocultaba de la vista. Se secó el sudor teñido de sangre con el
pañuelo que le ofreció su cuñado, pero se negó a que le sacaran la espina y lo
curaran. Comprendía que no podía alterar el curso de la manda. Iría contra los
mismos principios de ésta. Sufrir, humillarse, expiar sus pecados, sacrificarse
por el prójimo, cumplirle a Dios como un hombre.
Recordó que no había desayunado bien y le encargó
un licuado a Eladio. Por fin localizó al desconocido como a nueve filas más
atrás. El triunfo entrevisto en su imaginación lo relajó. Entonces lo
acometieron intensas ganas de cagar. No había tiempo. Se tomó con prisa el
licuado de papaya que le trajo su cuñado. Ahora el sudor corría a chorros por
su frente y empapaba la holgada túnica en los sobacos.
Elevó una plegaria fervorosa al crucificado para
que le concediera fuerzas y se persignó. Esta vez le resultó difícil levantar
la cruz por la incómoda presión en el recto. Cuando logró alzarla, le
palpitaron las sienes y se le nubló la vista. Respiró hondo y emprendió la
marcha tratando de conservar un ritmo constante para ahorrar fuerza.
En la esquina se ensanchaba la calle de Lerdo.
Ahora la cruz pesaba como dos sacos y medio de cemento y la presencia de la
materia fecal resultaba ineludible, como si trajera un camote clavado en el
recto. Distrajo su mente evocando pasadas proezas. Se acordaba de haber
descargado un camión de sacos de cemento él solo de dos en dos. Había ganado la
carrera de sacos tres años consecutivos compitiendo contra profesionales.
Recordó los nueve años que trabajó en la Merced. Una vez había caminado
cincuenta metros con media res sobre los hombros por una apuesta. Aquellas
hazañas ya no se repetirían, pero su cuerpo viejo, aplastado por el peso de
todo tipo de objetos, todavía no estaba acabado. Ésta era la prueba. Le
quedaban muchos años por delante de cargar y descargar. El trabajo en la
compañía de mudanzas era el más tranquilo de cuantos había tenido hasta la
fecha.
Levantó la vista y el sol le pegó de lleno en los
ojos. Cuando se le pasó la ceguera se dio cuenta de que iba un poco rezagado.
Cristo lo aventajaba por media cuadra. Apretó el paso y se tiró un pedo. Aflojó
la tensión del ano y por poco y se caga. Tensó el recto y forzó el regreso de
la mierda al intestino. Ya había alcanzado al penitente de adelante. Se
emparejó para rebasarlo en la vuelta que Cristo estaba dando.
Al tomar la curva, aprovechó para acortar la
distancia con Cristo. En la maniobra estuvo a punto de aplastar a una mujer que
se le cruzó en el camino. Avistó la tarima de la segunda caída. El hombro le
dolía terriblemente y las piernas le pesaban, pero las tenía fuertes. Su abuela
se lo decía cuando lo cargaba de leña recogida en los matorrales. Y luego a
patear monte. A falta de burro…
Eladio le tocó el hombro. Frenó en seco para no
chocar contra Cristo. Cuando bajó la cruz, las piernas le temblaban. El
desconocido había perdido terreno, unas doce filas de cruces los separaban
ahora. Hacía calor y no soplaba nada de viento. Tenía el hombro pelado y
tremendas ganas de cagar. La túnica empapada en sudor. Eladio le trajo un agua
fresca. Se sentó en el borde de la banqueta sorbiendo lentamente el líquido
frío con terribles ganas de evacuar. No le daría tiempo. Ya le estaban dando
vinagre a Cristo. La atención de la multitud estaba dividida entre su imponente
cruz y el Cristo oculto parcialmente por la nube de fotógrafos.
Las moscas acudieron al olor de la sangre fresca.
Las espantó con la mano y revolotearon alrededor de su cabeza formando una
aureola viva. Tuvo una imagen de sí mismo aterradora, avivada por la carga de
su intestino. Se imaginó como una gran plasta de mierda acosada por una nube de
moscas azules. Desterró los pensamientos del demonio, oró con fervor y se
persignó. El sonido de las cámaras lo devolvió a la realidad. Rodeado por
varios fotógrafos y la multitud de fieles se sintió más solo que nunca. Si tuviera
un momento de respiro para ir al baño, pensó con tristeza. Cristo se disponía a
continuar el Vía Crucis. Desde su posición se alcanzaba a ver la tarima de la
tercera caída, pegada a la avenida Iztapalapa. Al fondo se divisaba el cerro de
la Estrella, el anhelado calvario de todos los penitentes.
Al levantar la cruz sintió una terrible punzada
en el hombro que lo hizo tambalearse. Apartó su mente del dolor con
pensamientos banales. Era la hora de la medicina de su mujer. Ojalá que Mariana
se acuerde. Por andar distraído se metió en un bache. El golpe aumentado por el
peso de los troncos lo encorvó. Apretó los dientes y jaló con todas sus
fuerzas. Los intestinos comprimidos por los músculos abdominales amenazaron con
disparar su carga y de milagro no se cagó. Entonces tuvo una revelación.
El Vía Crucis representaba su vida llena de
penalidades y cargas, y la imperiosa necesidad de evacuar equivalía a la
tentación de la carne, a la que había sucumbido alguna vez, lo que aumentaba el
rigor de la penitencia, la glorificaba. Seguro que Dios lo tomaría en cuenta a
la hora de concederle el milagro. Allá en su pueblo contaban una historia de la
transformación de la mierda en oro. Se la había escuchado contar muchas veces a
su abuela. Pensó en el pueblo, pero sus pensamientos fueron interrumpidos por
un calambre en el hombro, seguido de una punzada en el ano.
–No pujen, no pujen –escuchó que alguien decía
detrás y se sintió aludido en lo más vivo. Segundos después volvió a escuchar–:
No empujen, no empujen –y se rio de la broma que le había jugado la
imaginación.
Cuando bajó la cruz, se cayó. Sus piernas
agotadas apenas lo sostenían. Eladio le secó el sudor de la frente con el
pañuelo.
No le respondió. Su solicitud lo asqueó. No le
hacía falta la compasión de nadie. Aflojó el cinturón y las ganas de cagar
remitieron.
Miró con profunda decepción a los penitentes que
lo rodeaban. Ninguno conocía el verdadero sufrimiento. Se sintió más ajeno que
nunca al dolor de los demás. Miró con amargura a Cristo que había sido relevado
de su martirio por el cirineo. ¡Le pareció un acto monstruoso! ¡Todo hombre
tiene que saber llevar su cruz hasta el final, como él, Pedro Tadeo Jiménez!
Apartó los pensamientos inicuos de su mente. El
desconocido se había acercado unas cinco filas. Tenía la boca seca y pastosa
por la sed y el polvo que arrastraba el aire del cerro pelón. Sentía
impaciencia por llegar y sentarse en un excusado para aliviar el cuerpo y
descansar las piernas. Sólo un obstáculo lo separaba de la gloria: la subidita.
Ahora Cristo caminaba al frente con las manos
atadas por una cuerda que jalaba un centurión. Sus cabellos nazarenos, su barba
calculadamente descuidada, la expresión de voluptuoso sufrimiento lo llenaron
de indignación. Pura telenovela, se dijo con resentimiento. ¿Qué iban a saber
esos pelados del verdadero martirio de la vida? Vivir y sufrir, morir y
descansar, ya lo decía su abuelita.
La cruz se negó a ser alzada. Pedro pensó que se
debía a sus impíos pensamientos. Elevó una fervorosa plegaria. Juró ir de
rodillas hasta la basílica si Dios le concedía fuerzas para arrastrar la cruz
hasta lo alto del cerro. Al segundo intento tampoco pudo y prometió que se
pondría corcholatas en las rodillas. Pero el cielo permaneció sordo a sus
súplicas. Lloró de impotencia y rabia contra el cuerpo desgastado que no
respondía al llamado de la fe. La procesión ya se había puesto en marcha y los
penitentes pasaban a su lado ansiosos por cumplir. El desconocido lo rebasó.
Las lágrimas se mezclaban con el sudor. Apoyó las manos en las rodillas y, con
un supremo esfuerzo, consiguió levantar la cruz. En su mente se le representó
que pesaba como un camión entero de sacos de cemento.
Al inicio de la cuesta, Pedro cerró los ojos,
tomó aire y se cagó. Le iba pisando los talones al desconocido. Confundió el
sonido metálico de las campanitas que acompañaban a la procesión con el
tintineo de unas campanas celestiales. El incienso de unos fieles le olió a
gloria. Un rayo partió el cielo a la mitad, testimonio infalible de la
confirmación del milagro. ¡Dios le había cumplido! Aligerado de la carga
terrenal, escaló la cuesta con el presentimiento de la expiación.
Pedro apoyó la cruz sobre la tierra y se limpió
el sudor de la frente con el antebrazo. Eladio miraba asombrado a su cuñado que
irradiaba un aura de santidad envuelto en un fuerte olor a soledad. El
desconocido se acercó con una sonrisa afable:
Las partidas de fieles ascendían en desorden con
anhelo de llegar a la cima. El desconocido se quitó una cadena de oro con una
medalla de la Virgen que traía al cuello y se la pasó a Eladio para que la
examinara.
Pedro agarró la cadena con una sonrisa triunfal.
Los miles de penitentes aglomerados en la cima y laderas del cerro eran
comprimidos por las oleadas de fieles que no paraban de subir. El movimiento
ondulante de la gente se transmitía desde la falda hasta la cima como en un
cuerpo líquido.
Una mujer empujó a Eladio que se apoyó en la cruz
para no caerse. La masa de gente se abrió para evitar ser aplastada. Pedro no
tuvo tiempo. Los maderos le cayeron encima del pecho que emitió un chasquido
como el cristal al romperse.
Alcanzó a ver un rayo de sol abriéndose paso
entre los densos nubarrones que cubrían el cielo. Cuando levantaron la cruz
entre Eladio, el desconocido y otros penitentes, Pedro sonreía con beatitud y
sujetaba la cadena de oro en su puño cerrado. Su corazón había cesado de latir.
El viento levantó una polvareda en el declive del
cerro lleno de fieles. Una nube ocultó el sol. Entonces comenzó a llover.
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