Margaret Artwood
Sólo
he jugado a esto dos veces. La primera tenía diez años y estábamos en un
sótano, el sótano de una casa muy grande que pertenecía a los padres de una
niña llamada Louise. Había una mesa de billar, pero nadie tenía la menor idea
de jugar al billar. Había también una pianola. Después de un rato nos cansamos
de pasar los rollos de música por la pianola y de observar las teclas subir y
bajar solas como en una película de miedo justo antes de aparecer el cadáver.
Yo estaba enamorada de un niño llamado Bill, que estaba enamorado de Louise. El
otro niño, cuyo nombre no recuerdo, estaba enamorado de mí. Nadie sabía de
quién estaba enamorada Louise.
Así que apagamos las luces del sótano y
jugamos a Asesinato en la oscuridad, lo cual ofrecía a los chicos el
placer de rodear las gargantas de las chicas con las manos, y a las chicas, el
placer de gritar. La emoción era casi insostenible, pero afortunadamente
volvieron a casa los padres Louise y nos preguntaron qué creíamos que era
aquello.
La segunda vez que jugué fue con personas
mayores; no fue tan divertido, aunque sí más complejo intelectualmente.
He oído que una vez jugaron a esto en su
casa de verano seis personas normales y un poeta, y el poeta intentó de verdad
matar a alguien. Se lo impidió la intervención de un perro, que era incapaz de
distinguir entre fantasía y realidad. La cuestión con este juego es que hay que
saber parar.
Se juega así:
Doblas unos papeles y los pones en un
sombrero, en un cuenco o en el centro de la mesa. Cada participante escoge uno.
Si te toca la x eres el detective, si te toca el punto negro, el asesino. El
detective sale de la sala y se apagan las luces. Todo el mundo deambula en la
oscuridad hasta que el asesino elige víctima. Puede susurrarle Estás muerta,
o puede deslizarle las manos alrededor del cuello y darle un apretón, en broma
pero enérgico. La víctima grita y cae al suelo. Entonces todo el mundo se queda
quieto salvo el asesino, quien naturalmente no quiere que lo encuentren junto
al cadáver. El detective cuenta hasta diez, enciende las luces, y entra en la
sala. Puede interrogar a todos menos a la víctima, que no está autorizada a
responder, puesto que está muerta. El asesino debe mentir.
Si quieres, puedes jugar con este juego.
Puedes decir: el asesino es el escritor, el detective es el lector, la víctima
el libro. O quizá, el asesino es el escritor, el detective es el crítico y la
víctima es el lector. En este caso, el libro sería la puesta en escena total,
incluida la lámpara tirada en el suelo, rota en un traspiés. Pero en realidad
es más divertido el juego en sí.
En cualquier caso, ahí estoy yo en la
oscuridad. Tengo designios sobre ti, estoy planeando mi crimen siniestro, mis
manos avanzan hacia tu garganta o quizá, por error, tu muslo. Oyes mis pasos
que se acercan, llevo botas de suela muy suave, ves el fulgor cinematográfico
de mi cigarrillo, creciendo y menguando en la neblina de la habitación, la
calle, la habitación, aunque yo no fumo. Recuerda sólo esto, cuando el grito
cese al fin y hayas encendido las luces: según las reglas del juego, yo he de
mentir siempre.
Y ahora: ¿me crees?
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