Mario Benedetti
Lo han arrojado del sueño con la piel estirada, los ojos desmesuradamente
abiertos a la luz inmóvil que aletarga el cuarto. Puede reconocerse, sin embargo,
nombrarse en alta voz. No bien dice “Jorge”, retrocede el hechizo. Entonces le es
dado adivinar relativamente lejos su propio pie sosteniendo la sábana, y, más cerca,
su mano izquierda, sola, dormida aún, abandonada sobre el pecho, junto a La estancia
vacía, de Morgan, abierto en la página ciento cincuenta y tres. Cuando la otra
mano, la derecha, vuelve a tomar el libro entre sus dedos –el pulgar inmiscuido
entre las hojas como otro lector–, Jorge prueba a leer: “Se lo dije porque las palabras
estaban llenas de vida para mí. ¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención
de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha salido
con ella… todavía sin el propósito de enviarla; y entonces ha oído cómo caía en
el buzón?” Sí, esto puede entenderse. Él sabe por qué se ha detenido allí y aceptado
el tema. Además, se conoce resistente y lúcido, lo suficiente como para aplazar
hasta hoy, si no la interpretación, al menos la continuación de cierto anhelo de
la víspera.
Todavía sin plan, todavía desordenado y hosco, aparta
la sábana con un ademán lento y se sienta en la cama, los pies apoyados sobre el
piso desnudo, lejos de la alfombra. Es el momento oportuno para acercar los zapatos,
los arqueados zapatos negros. Pero no acaba de decidirse. Mientras el frío de las
baldosas va piernas arriba, caderas arriba, hasta lamer el vaho tibio de la cama,
que aún perdura en su espalda, en su pecho, en sus hombros, conserva todavía en
la cabeza –no tanto en la memoria– el sonido y el olor de anteayer, el olor y el
sonido de la figura aborrecida y admirada, del hombre alto, calvo y afeitado, con
el enorme vientre desafiante y las piernas firmes, un poco separadas. Aborrecido
y admirado, no. Ni aborrecer ni admirar. Más bien sentir en la conciencia… menos
que eso, en la boca, en las manos, en los ojos, la justificación del propio pudor,
el asco indiferente hacia el hombre alto.
Quién sabe hasta dónde puede, podría obstinarse el pudor.
Subsiste, pese al retroceso de los pensamientos, pese al estancamiento o la deformación
de la vergüenza. El pudor tira hacia sí, porque es una especie de raíz de la raíz.
Acaso, finalmente, el único camino hacia el altruismo.
Uno toma los calcetines de la víspera –pasos, umbrales,
escalones–, uno toma los calcetines e introduce en cada uno de ellos el pie frío,
violáceo de várices pequeñas, endurecido. Si comienza a vestirse es porque ha resuelto
esquivar el baño matinal, por un inexplicable temor supersticioso a quedarse limpio
de todo lo maquinado hasta ayer. Quedarse limpio, ¿por qué?, ¿de qué? Uno no tiene
mayormente dudas sobre el fondo, sobre el origen, sobre el color moral del asunto.
Las dudas –no vacilaciones: uno puede vacilar en dudar o lanzarse de lleno a la
duda–, las dudas sólo son acerca del procedimiento, de detalles del procedimiento.
Sentirse vestido es, en cierto modo, acabar de despertarse.
Ayuda a ayudarse, a desalojar la inseguridad, a ser. Uno se siente vestido y se
halla listo para gobernar la mirada, para encerrarse en uno o para salir de uno,
para agonizar irremediablemente o para estallar en la rutina. Percibe cómo la sangre
reconoce su mundo y corre y vive. Y uno se siente vivir al ritmo de la sangre: aunque
parezca mentira, uno se siente vivir al ritmo de la propia sangre. Aunque parezca
mentira, la sangre también conserva el sonido y el olor de anteayer, cuando el hombre
alto, calvo y afeitado que se llama Gálvez irrumpió en la sala de escritorios verdes
y metálicos (todos estaban comentando el último partido y la original y atrevida
tesis de Menéndez acerca del sistema M-W se basaba enteramente en la sabiduría de
un comentarista de radio) y nadie supo que estaba allí, a tal punto que Silvia le
rozó el vientre enorme y desafiante al intentar reproducir la ejecución de un córner.
Pero él quiso apoyarse, él, Gálvez, quiso apoyarse, antes de hablar, en un poco
de desprecio, y para ello sonrió. Y estuvo bien, porque los otros oyeron la sonrisa
y entendieron que debían sentarse cada uno detrás de su escritorio verde. Jorge
le vio mover las cejas, que Gálvez movió porque Jorge lo miraba. Y cuando dijo “Ayolas”,
Jorge no dijo nada y los demás miraron y nada más. Era algo inexplicable, porque
los otros pensaban: “Éste es Jorge Ayolas y no dice nada”. Y entonces Gálvez se
irguió de veras y el vientre grande se estiró un poco al aumentar la distancia entre
los muslos y las costillas. Y preguntó: “¿Por qué no vino ayer?”, pero más bien
preguntaba: “¿Usted se ha dado cuenta?”, aunque en rigor él dijo lo otro y casi
todos entendieron lo otro. Jorge sí podía entender, porque conocía al hombre alto,
calvo y afeitado, y cuando estaba con él en el despacho, se olvidaba a veces de
Jorge y actuaba y hablaba y pensaba como si Jorge no estuviera a sus espaldas, escribiendo
o simplemente mirando la máquina.
Como ahora mira la taza blanca. Desde que desayuna con
té-con-leche, siente el placer fácil de contemplar la taza blanca, rodeada de platillos
con manteca, queso, dulce, pan tostado. Es un momento de intimidad, de soledad provechosa
y desnuda. Se trata de algo simplemente creador, esto de acomodar la manteca en
la rebanada, esto de dejar penetrar lentamente en el líquido los terrones de azúcar
que sostiene la cucharilla. Ahora, con la taza a la altura de la boca y a través
de su aureola humeante, puede verse la ventana de cielo, puede verse la ventana
de nubes. Uno tiene en las manos el color de su día: rutina o estallido. Mas, para
empezar, uno tiene en las manos el olor y el sonido de anteayer, cuando el hombre
alto, calvo y afeitado preguntó: “¿Por qué no vino ayer?” Nada había para responder.
Porque Gálvez se dirigía a Jorge Ayolas y –claro– había olvidado que cuando entró
en la sala ellos comentaban el último partido. Jorge entonces hizo eso. Se levantó
y pasó frente a Gálvez sin decirle nada y salió hacia el despacho. Allí estaban
los dos correveidiles: uno contador y otro periodista. Teclas importantes del teclado
de Gálvez. Sabían conseguir. El contador conseguía mujeres. El periodista conseguía
noticias. Solían desmedrarse con un odio recíproco y Gálvez extraía de la callada
competencia un beneficio al margen: que a veces el contador consiguiera noticias,
que a veces el periodista consiguiera mujeres. Cuando Gálvez regresó al despacho,
los saludó –contra su costumbre– por encima del hombro. Ambos sintieron, cada uno
a su modo, tímida nostalgia por la amistosa palmadita de siempre, por el alegre
“¿Cómo va eso?”, por el interesado “¿Qué novedades?” con que el jefe indicaba que
podían comenzar. Se abstuvieron. Algo lamentable, porque el contador sabía de una
rubia de órdago, probablemente de no imposible acceso, y para mayores garantías,
casada. Algo lamentable, porque el periodista traía la buena nueva de que el Ministro
aceptaba la modificación del artículo tercero, exigiendo solamente la participación
de un inesperadamente módico treinta-por-ciento de los beneficios que el cambio
proporcionaría a Gálvez. El periodista pensaba que el Ministro hacía mal en pedir
ahora un porcentaje tan por debajo del tácito arancel, pero la verdad era que el
Ministro “no quería comprometerse demasiado”.
Ahora que Jorge va en ómnibus, por la Avenida, el espectáculo
lo distrae de nuevo, mejor dicho, lo trae de su distracción. En la plataforma, la
gente arracimada grita, bromea, maldice. Más adentro, Jorge hunde irremediablemente
su nariz en la plétora de unos senos horizontales. Delante suyo. Jorge ve una cruz.
Es la cruz que teóricamente debería colgar del pescuezo de la señora y que prácticamente
se apoya en la meseta de carne hundible, de carne de sudor y agua colonia. Cuando
en la Plaza Independencia bajen veinticinco o treinta pasajeros, acaso quede entonces
espacio suficiente como para mover un poco la cabeza, a tiempo todavía para ver
al guarda eructando provechosamente sobre la calvicie total de un viejo breve y
deslomado. Mientras tanto (todavía está en Dieciocho y Paraguay) uno puede probar
a apartarse de la obsesión de esta cruz que no es la de Cristo. La de Cristo estaba
erguida y acusaba al cielo. La de la señora está echada y apunta al húmedo gaznate.
Uno puede probar a apartar la atención de la cruz obsesionante, uno puede probar
a rehallar el sonido y el olor de anteayer bajo las capas actuales del freno chirriante,
del olor a sudoraguacolonia. Uno puede probar y ver a Gálvez revisando las cuentas,
aparentemente revisando las cuentas y realmente pensando en que Jorge Ayolas está
a sus espaldas, en que Jorge Ayolas sabe que él pasó dos noches con Celeste, que
el periodista le consiguió a Celeste, que él pasó dos noches con Celeste, que el
periodista le mintió a Celeste, dos noches con Celeste… Probar y ver a Gálvez levantándose
y abriendo un cajoncito lateral que siempre está con doble llave y dejarlo esta
vez un poco abierto y ver asomar por la rendija una culata de revólver y una novela
de Pitigrilli. Probar y ver a Gálvez extrayendo del cajón un frasco con pastillas
y luego cerrarlo sin pasar la llave. (Dos noches con Celeste.) Gálvez era amable,
tibio, campechano (frío, egoísta, indiferente). Sabía serlo (no lo sabía). Pero
esta vez estaba tieso; sincera, inevitablemente tieso. Jorge podía mirarle la nuca,
la nuca desnuda y sin coraje (…sin pasar la llave…), no sabía qué miedo trémulo
sobre los hombros, qué antigua incertidumbre en las manos junto a aquel expediente
que nadie lee. (Dos noches con Celeste.)
Ahora Jorge camina por Sarandí. “Soy otro”, dice. Y
lo es. El hombre que le precede, el hombre de gacho verde y traje gris, el hombre
y él tienen algo para oír en común. Un chico que habla detrás de ellos. La voz del
chico parece la de un grande que imita a un chico. Naturalmente, inhábil. Naturalmente,
tonto. “Soy otro”, dice. Y lo es (…sin pasar la llave…). La muchacha de adelante
tiene piernas bonitas, bien torneadas, algo de timidez en las caderas. Tiene su
propia dignidad. Uno puede pensar a capricho, puede formularse alguna invitación,
puede hacer lo corriente. Pero esta mujer joven tiene su propia dignidad. Uno debe
limitarse a mirar el pelo casi suelto rozándole la espalda, es decir, rozándole
el saquito celeste, el saquito de lana celeste. Celeste. Celeste tiene mejores piernas,
Celeste no tiene caderas tímidas. Uno no sabe si Celeste tiene su propia dignidad.
La simpatía es, naturalmente, otra cosa. Uno se siente a gusto en la simpatía. Pero,
naturalmente, es otra cosa. (Dos noches con Celeste.) Uno tiene que decidir. La
dignidad pesa. La simpatía también pesa. Uno tiene que saber lo que hace “…y ha
salido con ella… todavía sin el propósito de enviarla”. Eso decía el libro de Morgan.
De todas maneras, Celeste era algo. A veces, por la tarde, Jorge salía con ella,
y hablaban. Alguna vez, la llevaba a la confitería y hablaban. Él no podía confiarse
ni confiar. Tenía fe sin embargo en lo que ella no decía, en lo que ella ocultaba
pensando que debía tener vergüenza y mientras pronunciaba correctas tonterías, impúdicamente
correctas tonterías. Jorge tenía fe en su sinceridad –la de Celeste–, había apostado
a favor de esa sinceridad débil y embrionaria, contra la hipocresía robusta y evidente.
Claro que si ella era hipócrita, la hipocresía era su sinceridad. No obstante, él
creía creer que la sinceridad era su sinceridad.
El reloj de la Matriz da las nueve. Jorge dice: “Soy
otro.” Y lo es. Hay algo manso y a la vez definido en su ser de ahora. (Dos noches
con Celeste). Había esperado moldearla de nuevo, mejor aún, poner su contenido en
otro molde. Los elementos eran buenos, eran queridos, podían ser amados. Sólo faltaba
hallar otra combinación. Una combinación que no fatigara al pudor. Al pudor de Jorge,
dato. Tal vez por eso no la había besado nunca. Antes debía educarla para el beso.
Para que no se engañe inconscientemente. Para que no besara sólo con los labios.
Había esperado en sí mismo la emoción del esfuerzo, el conflicto entre educador
y autoeducador. Cuántas veces había deseado oprimir la cintura imprudente. Cuántas
veces lo había deseado sin deseo. Pero ella no tenía un talle tímido. Había esperado
hacerla menos deseable, para desearla. Había querido aligerarla de un lastre inútil,
de un inútil sobrante de sexualidad. En rigor, había querido dejarle su sexo a solas,
un sexo puro sobre el que levantar el sentimiento. Había esperado amarla en lo que
creía creer que era, y nada más. Que ella no inventara, que ella no agregara algo
–pensando que era sexo– a su sexo a secas. La quería sin suburbios, sin sexo de
pensamiento, sin sexo de imaginación, con su sexo a secas.
Ahora la oficina está un poco agitada. Todos creen saber
algo. Aunque hablan del próximo paro del transporte, todos creen saber algo. Lo
del paro es el recurso a que se echa mano cuando viene Gálvez, cuando se acerca
Ayolas. Lo del paro es un tema de urgencia para cuando no se habla de Gálvez o de
Ayolas. Los expedientes llegan, pero no se trabaja con los expedientes. Hay temas,
hay asunto, hay comidilla. El clan moviliza sus veedores, el clan formula sus teorías,
el clan divídese en varios clanes. “Gálvez sabe lo que hace”. “Ayolas cayó en desgracia”.
“Es un inadaptado”. “Gálvez tiene la sartén por el mango”. “Al otro no lo cazan
así nomás”. “¿Será a causa de Celeste?” Ellos están suaves con Ayolas. No quieren
comprometerse. No le discuten. Él dice “Soy otro”. Y lo es. (Dos noches con Celeste).
Frente al escritorio verde, frente al escritorio verde percibe, se siente cercado
por el sonido y el olor de anteayer, cuando Gálvez quiso hablarle sereno, en el
despacho, quiso serenamente entrar en su papel de cínico de afición, y por eso mismo
tanto más admirable. Y le dijo: “¿Qué tal va eso, Ayolas? ¿Cómo van esas conquistas?
A su edad –¡qué carajo!–, a su edad yo solía…” Pero no solía porque Gálvez no tuvo
jamás la edad de Jorge, porque no tuvo nunca el pudor de la edad de Jorge Ayolas.
“A su edad, yo solía atraer a las mujercitas –las buenas inclusive– como la miel
sus moscas. A su edad… (…el cajón cerrado, sin pasar la llave…). Ahora me he tranquilizado.
Soy un hombre de hogar” (Dos noches con Celeste). El periodista y el contador habían
sonreído, habían hallado a Jorge realmente cómico en su papel de callado dueño de
Celeste, habían recogido íntegramente la abultada ironía del jefe.
Jorge Ayolas está nuevamente en el despacho. Solo. “Soy
otro”, dice. Y lo es. Uno puede pensar fríamente. Uno puede pensar fríamente en
todo esto. Hay dos hechos. El hecho Gálvez y el hecho Celeste. Aunque le afecte,
el hecho Celeste puede quedar así. Ella seguirá trabajando en la Oficina. Acaso
Gálvez la traslade a su despacho y a él lo mande al Archivo. Ella resultó sincera
en su hipocresía. Uno sólo puede culparse a sí mismo. Basta. El hecho Gálvez no
le afecta. Lo ve con serenidad. Sin duda, es un brote epidémico. No le odia, sin
embargo. ¿Por qué va a odiarle? ¿Porque pasó dos noches con Celeste? No, por cierto.
¿Porque anteayer se burló de él frente a los adulones? No, por cierto. El burlado
fue Gálvez. Ayer Jorge no vino, para pensarlo mejor. Ayer lo pensó bien. Hoy lo
sabe. “¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención de mandarla, y ha salido
con ella… todavía sin el propósito de enviarla, y entonces…” Ahora es la voz de
Gálvez, del hombre alto, calvo y afeitado, con un enorme vientre desafiante y las
piernas firmes, un poco separadas. (Dos noches con Celeste). Escasamente a un metro
de su mano, a medio metro quizá, está el cajón sin llave. Está el cajón sin llave.
Está el revólver. Uno piensa en lo que uno pensó, en lo que uno pensaba. Que la
religión puede ser útil y perjudicial, según el temperamento de cada uno. Que la
religión es útil cuando no puede hallarse la conciencia, cuando es un sucedáneo
de la conciencia. Esto… abrir el cajón… esto Esto ESTO ¿es la conciencia? (Gálvez).
¿Hay Dios? (Cayó). ¿Es la conciencia? (Sangra. Naturalmente, sangra). ¿Dios? (Las
piernas no están ya firmes ni separadas). ¿La conciencia? (Bueno). ¿Dios? (Bueno,
está hecho). ¿La conciencia? (El pudor. Sí. El pudor).
Entran. Ya entran. Son todos ellos. Menéndez, el primero.
Tiene una teoría sobre… Ella está también. Son veinte. Treinta. Ella está también…
Ella. Celeste. Mueve los labios. Pero él lo sabe. Ella dijo: “Asesino”. Ella pensó:
“Asesino”. Mejor. Algo menos para que uno rumie. Algo menos para que uno extrañe.
Algo menos, sin duda… Mejor. Así nadie se da cuenta que uno está llorando, que uno
no se da cuenta que uno está llorando.
“Soy otro”, dice. Pero no lo es.
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