Sándor Hunyady
Decididamente ella tenía sex-appeal. Su andar era ligero, su piel
rosada. Era esbelta y me hacía recordar el murmullo de un fresco arroyuelo de la
montaña. Yo estaba enamorado incluso de sus defectos. Amaba sus ojos ligeramente
bizcos. Daban un aroma picante a sus miradas violeta. ¡Qué me importaba si sus dedos
estaban frecuentemente manchados de tinta! ¡Esa tinta era santa para mí! ¡Yo hubiera
besado con devoción todas las manchas de tinta en sus cuadernos, si ella me lo hubiese
pedido! La amaba, la adoraba, tal como era ella, desde los tacones de sus pequeños
zapatos, hasta el pelo rizado de su cabeza. Yo me volvía loco, completamente loco,
con sólo ver sus piernas, cubiertas de fino vello de durazno, por encima de sus
calcetines.
Creo que no ha de haber tenido más de trece años de
edad. Pero yo tampoco tenía más de trece años. En esa época cursaba yo el tercer
año en la secundaria de la calle Lonyai.
Vivíamos en el último piso de un edificio, en el bulevar
Lipot, enfrente uno del otro. Como Romeo y Julieta, tuvimos nuestras escenas románticas
de balcón, que se efectuaron en el rellano de la gran casa de Budapest, entre las
puertas de nuestros respectivos apartamentos. Eran esos unos minutos de breve intoxicación.
Apenas podíamos cruzar unas cuantas frases, cuando ya nos llamaba alguna voz superior,
reclamándonos algún deber escolar o familiar.
Se abría la puerta y la criada asomaba:
–Finny, entra por favor. ¡Mademoiselle ya llegó!
Desaparecía la niña. Quedaba sólo el rellano, y yo también
me retiraba a mi cuarto y abría el texto de mineralogía, contemplándolo con ojos
llorosos.
Me dolía que nuestras familias respectivas no se conocieran.
Pero yo me daba cuenta, a pesar de mi entendimiento infantil, de que la amistad
entre los dos apartamentos era más difícil que la reconciliación entre Montescos
y Capuletos. Mi madre era una actriz. En esa época estaba estudiando el italiano,
porque quería leer a Dante en el original. El padre de Finny era oficial en una
fábrica. Un burgués ecuánime, a quien no le importaba un comino el “Purgatorio”.
Había todo un mundo de diferencia entre mi madre y él y su mujer. Una atmósfera
fría, una distancia estratosférica. Creo que mi madre ni siquiera sabía quiénes
eran nuestros vecinos. Y mi abuela era una mujer altiva, que estaba acostumbrada
a la villa, al castillo. Odiaba Budapest y a sus habitantes. Me veía secamente a
través de sus lentes de carey.
–¿Quién es ese diablillo con faldas, con el que te vives
charlando en el rellano?
La sangre se me agolpaba en el rostro.
–¡Pero, abuelita, si es nuestra vecina! Su papá es director
de la fábrica. Ella se llama Finny Goller.
–¡Goller! –repetía mi abuela con altivez indescriptible–,
y añadía: –¡No me gustan esas amistades!
Aparte esto, había podido observar algunos síntomas
que me permitían deducir que los padres de ella también tenían objeciones que hacer
a mi familia. Por lo menos, podía adivinar en la conducta de la muchacha cierto
nerviosismo cuando nos deteníamos en la escalera o en el rellano a charlar un instante.
Con sus ojos violeta, ligeramente bizcos, lanzaba continuamente miradas furtivas
en todas direcciones, como si tuviera miedo de ser sorprendida. Una puerta que se
cerrara con estrépito era bastante para que emprendiera el vuelo sin despedirse.
Yo veía solamente las olas de su falda agitada al meterse rápidamente en su recámara
por la puerta que, con toda previsión, ella misma había dejado entreabierta. Quizá
fue una buena cosa que tantos obstáculos se opusieran a nuestro amor.
Porque es posible que si yo hubiera seguido amando a
Finny, habría sufrido cosas incontables. Entre más viejo me hago, más convencido
estoy de que Finny no me amaba. Solamente flirteaba conmigo. Yo era un sujeto excelente
para que ella se afilara las uñas de gatita. Estaba yo allí, ofreciéndome entero.
No tenía más que echar un vistazo entre las cortinas para verme a mí, celando su
puerta con ojos sedientos. Posiblemente sonreía al sentarse junto a su maestra de
piano, hinchada de secreta vanidad.
Porque, ¿qué podría ella haber amado en mí? Los muchachos
de trece años no son sino niños; en cambio, las muchachas de trece años son ya casi
mujeres. Además, yo carecía de interés. De acuerdo con el conservadurismo de mi
abuela, mi cabeza estaba rapada. Usaba camisas de marinero. Finny hubiera estado
en su derecho si tratara de hacerse de un novio mejor, como indudablemente lo hacía,
al observarla yo celosamente flirtear con alumnos de cuarto, quinto y hasta sexto
años, que tomaban nuestro tranvía.
Porque Finny y yo tomábamos el mismo tranvía en las
mañanas, al ir a la escuela. Mi abuela era una protestante rigurosa e insistió en
que yo fuera inscrito en la secundaria calvinista de la calle Lonyai. Y como usaba
diariamente el tranvía, tenía abono. Durante el año escolar, me iba temprano a la
escuela, para ver dónde se bajaba ella. Finny se bajaba en la Basílica. Yo ya no
recuerdo qué escuela de niñas pueda haber habido por ese rumbo.
Así, casi siempre viajábamos juntos desde el bulevar
Lipot hasta la Basílica. Era muy natural que yo siempre la esperase. Debe haber
sido muy floja y tarda para levantarse, porque muchas veces llegué tarde a mi escuela
por culpa de ella. Esto, a pesar de que acompañarla me significaba más dolor que
placer, porque no nos sentábamos juntos. Finny era de un grupo: muchachas. Sus compañeras,
de la misma clase. Y yo nunca me atrevía a acercarme al bullicio femenino. Me bastaba
verla de lejos, saludarla. Me paraba a distancia en la plataforma, con los libros
bajo el brazo. Fue entonces cuando comencé a fumar. Odiaba yo los cigarrillos, y
además, no tenía dinero para comprarlos. Pero –ya no recuerdo cómo–, el caso es
que siempre lograba yo encender uno para demostrarle mi hombría, a ella, que con
tanta liberalidad repartía sus coquetas miradas violetas entre los muchachos del
tranvía.
Pero no es que yo quiera acusar a Finny de nada. La
recuerdo con un corazón agradecido. Fue la primera mujer en mi vida. Y la felicidad
breve de aquellos minutos en el rellano me llega ahora, a través de treinta años,
como el suave destello de una luciérnaga en la noche.
Si me esfuerzo, puedo recordar el tema de cada una de
nuestras conversaciones. Cosa curiosa, parece que Finny era la más inclinada a introducir
la sentimentalidad en nuestra charla infantil. Pero era yo tan cobarde, que nunca
me atrevía a desviarme de los temas más aburridos y usuales, relacionados con la
escuela. Tartamudeaba y mentía. Le contaba qué gran atleta era. Le mostraba mis
bíceps. ¡Dios mío, qué poca cosa nos basta cuando somos niños! ¡Nunca olvidaré ese
estremecimiento que me recorrió todo el cuerpo hasta penetrar en el tuétano, el
día en que sentí sus dedos femeninos tocándome el brazo por encima del saco!
Sucede que una vez tuvimos un pleito pueril, nada más
por la cuestión de dónde se encontraba el río Tajo. ¿En España o en Brasil? Finny
decía que en España; yo insistía que en Brasil. Fue un error terrible el mío. No
estaba yo seguro de lo que decía, y a pesar de ello, fui quien propuso que se apostara
una caja de chocolates Kugler.
–¡Bueno! –dijo Finny–. Puedo apostar, porque yo sé que
estoy en lo cierto. Y tú puedes apostar, porque al fin yo sé que no vas a pagar
la apuesta si pierdes. ¡Es apuesta!
Me miró con desprecio. En su mirada sentí el aguijón
venenoso de su orgullo.
Yo respondí lastimado en mi vanidad:
–¡No me conoces, Finny! ¡Sí pago la apuesta!
Finny se rio. Luego, como una lagartija, se escurrió
en su puerta. Desapareció en su mundo, extraño para mí, dejándome solo en la oscuridad
de la escalera.
En ese instante me acordé. ¡Claro, ella tenía razón!
Podía ver delante de mí, como si lo tuviera enfrente, mi viejo libro de geografía,
describiendo la ruta del río Tajo por España. Podía verlo en el mapa seguir su curso
vacilante en aquel trozo marcado “Península Ibérica”.
¡Conque había perdido yo! Tenía que pagar, eso era inevitable.
En este caso, la santidad de la palabra ofrecida no podía ser violada. Aquí el amor
estaba implícito en el trato, el amor y sus poderosos instintos.
¡Bueno, pagaría!
Al principio todo me pareció muy sencillo, pues no éramos
pobres. Solamente minutos, horas después, me fui dando cuenta de la tarea sobrehumana
que había echado sobre mis hombros. No estaría tan mal si yo tuviera tiempo de esperar
a que la caja de chocolates Kugler naciera del vientre de la casualidad. Pero yo
tenía un plazo, como el jugador de baraja que pierde. Era claro que no podía acercarme
a Finny hasta que yo tuviera la caja de chocolates. Ella me miraría, entrecerrando
sarcásticamente los ojos:
–¡Qué tal! ¿No te lo dije?
En esa época una caja de medio kilo costaba cuatro coronas.
¡Gran Dios! ¿Cómo iba yo a sacar esa fortuna del aire? Para mí no tenía importancia
en ese momento el hecho de que Budapest estaba atravesando por una de las épocas
más prósperas de su historia. Todo estaba en proceso febril de construcción: edificios,
puentes, distritos nuevos. Pero los beneficios de este florecimiento económico me
sacaban la vuelta. Yo estaba impotente. No tenía las cuatro coronas, ni siquiera
idea de dónde poder conseguirlas. Naturalmente, mi timidez y mi galantería me hacían
imposible el arrojo necesario para explicar mi cuita en mi hogar. Por otra parte,
el camino a la perdición me era totalmente desconocido: el de vender mis libros
a algún traficante en objetos de segunda mano.
Tenía que intentar lo imposible. Arrancarle algún dinero
a la abuela. Esto era cosa muy difícil. Mi abuela era una mujer demasiado realista.
Por otro lado, a mi madre, de alma más comprensiva, no podía yo acudir. Nunca tenía
dinero. O no sabía su valor o no le gustaba o era despilfarrada; el caso es que
todos sus ingresos se los daba a mi abuela, para que se los administrara.
Durante mucho rato di vueltas alrededor del sillón de
mi abuela, en la sala. Al fin, reuní el suficiente valor para sostenerme frente
a ella.
–Abuelita, necesito cuatro coronas…
Me miró. Los lentes redondos de sus anteojos brillaban
ominosamente. Alargó su mano hasta su bolsillo y sacó su viejo portamonedas. Lo
abrió, tomó cuatro coronas y las retuvo en su mano. Sin duda pensó que necesitaba
las cuatro coronas para algún gasto escolar. Extendió la mano para dármelas y en
el último instante se le ocurrió una cosa:
–¿Para qué?
Le di vueltas inútilmente. Al fin, dejé ir en borbotón
desesperado mis palabras:
–¡No te puedo decir para qué! Pero, por mi palabra de
honor, ¡es para una cosa muy importante! ¡De veras es importante, abuelita!
Los lentes brillaron de nuevo. Tronaron las bolitas
de la cerradura de su portamonedas. Se inclinó nuevamente sobre el bordado. No me
dio las cuatro coronas. Ni siquiera quiso humillar su dignidad de abuela para inquirir
más a fondo en las tonterías de su nieto.
Desde entonces he pasado por peores cosas. Pero nunca,
en treinta años, se me han podido olvidar aquellos terribles momentos que siguieron.
Durante dos días tuve que esconderme de Finny. Me iba a la escuela desde el cuarto
para las siete, para no encontrarla. Y por la tarde la espiaba a través de las cortinas.
Estaba ella esperándome a mí y al chocolate, parada en el rellano, mientras el sol
tostaba sus cabellos dorados.
Forjé muchos planes. Todos estaban mal. ¿Ahorrar cuatro
coronas, sacándolas de los diez fillers que me daban para comer en la escuela? ¿Reunirlas
con los quintos de domingo que me obsequiaban en casa? Todo eso era demasiado lento.
Estúpido. Las vacaciones ya estaban por llegar, suspendiéndose así mi entrada por
concepto de comidas. Y sabía que a fines de junio iríamos a Lovrana a veranear.
¿Qué podía yo hacer? En mi desesperación, llegué a pensar en el suicidio. Brincar
desde el rellano hasta el pavimento del patio. Gritarle a Finny en el último instante,
antes de estrellarme: “¡En lugar del chocolate!” No estaría tan malo eso. Ella bajaría
corriendo al patio, y pondría mi cabeza sangrienta sobre sus rodillas, llorando.
Ya me estaba acostumbrando a la idea del suicido. De
repente, entre mis pensamientos torturantes, se me ocurrió la manera práctica de
conseguir el dinero.
Yo tenía un tutor, un estudiante del octavo año, llamado
Pahocsa. Fue Pahocsa quien me había contado, hacía tiempo, algo sobre su dolor de
muelas. Había ido a Buda, a la Hermandad Caritativa de frailes, y se la habían sacado
gratuitamente. No tuvo más que depositar una caridad de diez fillers en la alcancía
a la puerta. Me había hasta enseñado su muela extraída; la llevaba consigo en un
bolsillo del chaleco, envuelta en papel de China. Era una enorme muela negra, con
tres grandes raíces torcidas.
¡Ahí estaba la cosa! La Hermandad Caritativa sacaba
gratis las muelas. Por otra parte, los dentistas profesionales en la ciudad cobraban
por su trabajo. Por ejemplo, el dentista que había enderezado el año anterior mi
colmillo chueco había cobrado seis coronas. Yo vi a mi abuela colocar esa cantidad
sobre el escritorio del consultorio cuando salimos.
Era muy fácil el asunto. No tenía más que hacer que
la Hermandad Caritativa me sacara una muela. Yo dejaba diez fillers en la alcancía.
Y en mi casa, pedirle a mi abuela las seis coronas que un dentista me hubiera cobrado
por la extracción.
El resto era únicamente cuestión de detalles. En primer
lugar, debía simular un agudo dolor de muelas. Y, además, tenía que arreglármelas
para que me dejaran ir solo a consultar al dentista. Solo, o a lo más, acompañado
de mi tutor, que era un bastardo voraz y chapucero. Otros diez fillers comprarían
su parte en la conspiración.
El hecho de que mi muela no dolía no tenía importancia.
Tampoco el que yo fuera a sacrificar una muela joven, sana y fuerte. Porque era
claro que tenía que sacármela de veras, si me iba a quedar con el dinero. Tendría
que mostrarle a mi abuela la herida sangrante, y quizás, la muela también.
Comencé al mediodía mi plan. Dejé a un lado el tenedor
sobre la mesa. Tomé agua y enjuagué la boca. Hasta abandoné la mesa, sin tomar el
dulce de cereza que había estado esperando con ansia toda la semana.
Mi madre se sentó junto a mí en el sofá y me besó.
–Enséñame la muela que te duele –insistió mi práctica
abuela, tratando de abrirme la boca.
–¡Déjenme solo! –exclamé con la petulancia a la cual
tiene derecho el afligido.
Inmediatamente se celebró un consejo allí mismo para
decidir lo que debiera hacerse, si llamar al doctor Brück, médico de la familia,
o llevarme inmediatamente con el dentista. Yo tenía bien abiertos los oídos. Finalmente,
el cónclave familiar llegó a la decisión de no tomar las cosas con tanta urgencia.
¿Extraerla? Sí, pero solamente en caso de que fuera absolutamente necesario. Por
lo pronto, me dieron un gramo de aspirina, que me hizo sudar como un puerco.
A las tres y media de la tarde, cuando mi madre dormía
la siesta, fui a ver a mi abuela a la cocina. Allí estaba, de pie en el centro,
capitaneando la delicada operación de la cocinera, que guardaba en una jarra jugo
de jitomate.
En la estufa, gigantescas ollas estaban hirviendo. Julia,
la recamarera, y Mari, la cocinera, trabajaban con las mangas arrolladas en los
brazos. En el suelo había una hilera de frascos por llenar.
Yo jugaba mi papel con sencillez, con pequeños artificios,
como un gran actor trágico.
–No puedo aguantar más, abuelita –dije suavemente–.
Si no me sacan la muela, me voy a volver loco.
Mi abuela me miró con impaciente lástima, viendo de
reojo las ollas hirvientes.
–¡Bien! –exclamó–. Ponte el abrigo, te llevaré al dentista
en cuanto arregle esto.
–¡Pero abuelita! –respondí angelicalmente– ¡Si no es
necesario que vayas conmigo! Mi profesor de higiene es dentista y puedo ir a verlo
solo.
–¿No tienes miedo?
–¿Yo? –exclamé con vanidad ofendida, mientras me hacía
cruces sobre si había calculado bien el momento psicológico. ¿Tendrían los jitomates
la suficiente fuerza para retener a mi abuela?
El jugo hervía cayendo a la lumbre. Su vapor se alzaba,
chirriando, en nubes, al tocar las brasas. ¡No, esta lucha para hacer conservas
no podía abandonarse en su clímax! Mi abuela, suspirando por no poder partirse en
dos, me dio cuatro coronas. Y solamente eso, porque ella misma había voluntariamente
disminuido los honorarios del dentista. Siempre había sido una persona muy parsimoniosa.
Ya tenía el dinero. Lo aprisionaba con avidez en el
bolsillo. Lleno de felicidad corrí escaleras abajo. Abrí la reja y me encaminé hacia
Buda, en dirección del puente Margit. Mi tutor me había explicado al detalle la
dirección de la clínica de la Hermandad Caritativa.
Hacía un tiempo hermosísimo, hasta era una felicidad
caminar por la avenida. Pagué con gusto los cuatro filler del puente, al cruzarlo,
y seguí silbando de contento, soñando en la bien amada. ¿Qué iría a decir Finny
cuando, en la opaca luz del rellano, le diera la caja de chocolates con un gesto
de indiferencia?
–¡Oh, sí! ¡Se me había olvidado! ¡Aquí está la caja
de chocolates Kugler que apostamos!
Fui llegando a los prados del parque St. Lukács cuando
entró en mi corazón el miedo. Sí, iba a ser hermoso mirar a los ojos dulces y llenos
de admiración de Finny. Pero antes había que pasar por otra cosa.
Ya había llegado a Buda. Este era el parque frente al
cual estaba la clínica. ¡Allí me iban a sacar la muela!
Me detuve. Me senté en una banca del parque. Sentía
algo raro en el estómago. ¿Cómo iba a ser la cosa? ¿Dolería mucho? ¿Y qué muela
me deberían sacar? No lo dudé un momento: una de las de atrás. Sí, eran las más
fuertes, tenían las raíces más grandes; pero uno tenía que pensar en la buena presentación.
¿Cómo podría yo pararme frente a Finny faltándome un diente?
Mi valor se abatía más cada momento. Veinte veces pasé
frente a la puerta de la clínica, sin atreverme a entrar.
¿Regresaría a mi casa, devolviendo el dinero y declarando
que mi dolor de muelas había desaparecido? ¡No! ¿Les contaría una mentira? ¿Que
había perdido el dinero, que no me habían tenido que sacar la muela, que sólo me
la habían curado? Presentía yo que estas no serían buenas razones. Darían motivo
a sospechas, a complicaciones. Todo se descubriría, quizá. Por otra parte, si yo
llegara a mi casa sin muela, todo mundo estaría convencido.
La vida se movía frente a la puerta de la Hermandad
Caritativa. Observaba yo las caras verdes, enfermas, vendadas, entristecidas de
quienes entraban, y los rostros alegres, sanos, sonrientes, de quienes salían.
Todo el asunto no podría tener tanta importancia. ¡Era
sólo cosa de diez minutos! La figura de Finny se me apareció en una tenue nube.
Entré.
Con voz temblorosa le pregunté al primer monje que pasaba,
si era cierto que en ese lugar me podrían extraer una muela sin cobrarme nada.
El monje se volvió hacia mí, sonrió amablemente (tenía
dos dientes de oro), y me acarició la cabeza.
–Sí, pequeño, es cierto. En esta casa de Dios damos
curación gratuita a los enfermos pobres. Entra por esa puerta –y apuntó a unos cristales
ante los que esperaban tres mujeres. Sus cabezas estaban atadas con pañuelos. Una
apretaba el suyo contra la mejilla y las otras dos la instaban a entrar al consultorio.
Mis orejas se pusieron rojas de vergüenza. ¿Era yo uno
de los “enfermos pobres”? ¡Yo tenía el dinero en mi bolsillo! ¡Estaba robándoles
a los verdaderamente pobres! Me propuse dejar no diez sino ochenta fillers en la
urna. Y entré en la sala de espera, que estaba llena de pacientes, letárgicos los
unos, impacientes los otros.
Parece que los enfermos eran introducidos en grupos
de siete. El caso es que tuve que esperar como cuatro horas antes de que se me instara
a unirme al grupo en turno.
Para entonces se había apoderado de mí el espanto. Había
estado oyendo los quejidos desgarradores de las víctimas. Confieso que muchas veces
estuve a punto de brincar de mi asiento, abandonándolo todo, dinero, amor, honra,
para salir disparado con mis treinta y dos piezas en la boca. Todavía no puedo adivinar
cómo tuve la fuerza para controlarme, para resistir el sufrimiento de la espera,
para presentarme al fin ante el monje dentista, más muerto que vivo, ante la ventana
amplia que dejaba caer su luz sobre la silla de torturas.
El monje, flaco como los personajes de Fra Lippo Lippi,
habló con voz sonora:
–¿Qué diente te duele, muchacho?
–Éste, atrás, del lado izquierdo –respondí temblando.
–Siéntate, pequeño –ordenó el monje, ayudándome a subir
a la silla, que era como una máquina, con soportes para mis pies. Me senté en ella.
El mecanismo funcionó y comencé a alzarme en el aire. Mi corazón casi detuvo sus
palpitaciones y me agarré fuertemente de los brazos del sillón.
–Haz para atrás la cabeza y abre la boca –indicó el
monje con su voz ronca y sonora.
Obedecí con los ojos cerrados. Sentí cómo palpaba en
mi boca con un objeto frío y metálico que me hizo estremecer. Era solamente el espejo.
El monje observó todos mis dientes.
–No veo nada malo en ninguno de ellos. Todos están sanos.
¡Lástima sería sacar alguno! –me dijo con voz amable.
Mis manos se helaron de terror. ¿Abandonaría la empresa
en este momento? ¿Me iría después de haber logrado llegar hasta allí? Me quejé:
–¡Pero si me duele mucho!
El monje se inclinó nuevamente sobre mi boca, con la
cara seria. Metió su mano enorme, palpando.
–¿Es ésta la muela que te duele?
–¡Ésa, ésa me duele!
El monje se encogió de hombros, murmurando:
–¿Qué le pasará? No hay inflamación siquiera. La encía
está normal y sana…
Pero no tenía tiempo de prolongar el examen. Había una
multitud de pacientes esperándolo. Yo estaba quejándome en la silla. ¡Bueno, sí
dolía, era que dolía! Tenía que sacarla, pues.
Vi que dejaba a un lado el espejo, tomando en su mano
otro implemento, escondiéndolo de mi vista, casi con ternura, para evitarme el verlo.
Esto fue lo más horrible. El olor a éter, el algodón
sangriento en la cubeta junto a la silla. Sentía ganas de vomitar. Palidecí intensamente,
poniéndome como una hoja de papel, porque el monje había comenzado a consolarme
previamente:
–¡No tengas miedo! ¡Es sólo como el piquete de una abeja!
¡Aguántalo como un soldado!
Tuve que abrir nuevamente la boca, recargar mi cabeza
hacia atrás.
Vi la cara seria del monje, su cabeza tonsurada, al
introducir con cuidado en mi boca el objeto brillante y metálico. El acero frío
se acomodó firmemente alrededor de mi última muela, apretándola brutalmente. Algo
tronó, como si una raíz profunda me hubiera sido arrancada del cerebro.
Grité como un loco.
Pero se había callado el eco de mi grito, cuando todo
estaba terminado. El monje, humildemente, me tendía un vaso de agua.
–Enjuágate la boca, pequeño. Aquí está tu muela.
Y me mostraba la muela de raíces rojas.
–No veo nada malo con la muela. ¿Por qué te dolería?
Yo escupí el agua tibia, escarlata, en la cubeta.
–No sé. Me dolía. ¡Pero ya no me duele! ¡Muchas gracias!
–exclamé agradecido.
El monje lavó la muela, la limpió, extendiéndomela:
–Tómala para recuerdo –añadió sonriente.
Me incliné:
–¡Muchas gracias! –y añadí temerosamente– Por favor,
quisiera poner algo en la alcancía.
Yo era aún muy pequeño. Mis ojos estaban muy abiertos
con el susto que había pasado.
El monje me despidió con benevolencia:
–¡Está bien, muchacho, no es necesario!
Y se volvió hacia el siguiente enfermo, un cartero viejo
y polvoriento, de barba gris, que ya esperaba junto al sillón.
Eso fue todo. Todo había terminado. Afuera, en el parque
St. Lukács, todo estaba igual que antes. Ahora comenzó mi gozo. Fui corriendo a
la tienda de Gizella a comprar los chocolates. Cosa fácil. Al cruzar el puente,
con mi navaja le hice un agujero a la muela. Con mi lápiz lo ennegrecí. La arreglé
como una muela vieja, podrida, con un estupendo hoyo negro en medio.
Tuve la caja de chocolates escondida bajo mi almohada
hasta las seis de la tarde. Luego vi a Finny salir al rellano. Metí la caja bajo
mi blusa y salí a reunirme con ella.
Debo decir que nuestro encuentro no fue como yo me lo
había imaginado. No pude ponerme a la altura de la situación. Sentí, en el último
momento, que el darle los chocolates era una cosa llena de vanidad despreciable.
Había querido ser sofisticado, hacer una montaña de un hormiguero.
–Aquí está. El chocolate. Acuérdate de que te dije que
tú no me conocías.
Pero lo haya hecho como lo haya hecho, el caso es que
Finny se impresionó bastante. En vano arrugó con desprecio su boca; vi claramente
la avidez con que tomó la caja. Era una mujer, después de todo. Y desde entonces
he confirmado la amarga verdad de esa observación: todo lo que se necesita es darles
algo y, al instante, crecemos ante sus ojos hasta constituirnos en una admirable
mezcla de don Juan, Apolo y Napoleón.
Finny atrajo la caja hacia ella.
–¿Cuánto costó? –preguntó llena de curiosidad.
Con la punta de la lengua me toqué la herida. Y contesté
con facilidad fingida:
–¡Oh, una bagatela! No me acuerdo.
Pude ver, en los ojos ligeramente bizcos de Finny, que
ella comprendió la idea. Desgraciadamente, no pudimos platicar más. La criada salió,
gritando:
–¡Finny, por favor! ¡Te llaman!
Finny me dio la mano. La primera vez en la historia
de nuestro amor. Y luego se escurrió por la puerta de su apartamento, la caja bajo
el brazo.
Felices fueron las horas después. Mucho tiempo estuve
acostado sobre mi cama, soñando. ¡Qué maravilloso sería encontrarme con ella, a
la mañana siguiente, en el tranvía!
¡Verla! Sería todo muy distinto de lo que había sido
antes… ¡Pero que nunca descubriera ella lo de mi muela! Nunca quisiera que ella
supiese. Pero yo sabía, sentía, el heroísmo de mi acto y, perdóneme el mundo mi
vanidad, esperaba una recompensa.
Al día siguiente, en el tranvía, tuve una terrible sorpresa.
Finny se portó fríamente conmigo. Más que fríamente, con hostilidad.
En otras ocasiones había siquiera respondido a mi saludo.
Pero ahora ni siquiera me dio la oportunidad de mirarla. Volvía su cara hacia la
ventanilla. Al llegar a la Basílica, bajó por la plataforma delantera, en lugar
de bajar por atrás, donde yo esperaba ansioso para ver qué hacía al pasar frente
a mí.
Esto sucedió el sábado. El domingo no hubo clases, como
es natural, de manera que no nos vimos. El lunes era una fiesta judía y Finny no
fue a la escuela.
Por fin, el martes la esperé en una emboscada y la sorprendí,
saludándola. Ella hizo como que no me había visto.
Era positivamente una desvergüenza el modo de portarse
de la pequeña gatita, fingidora y mañosa.
Mi corazón estaba apesadumbrado. No entendía el motivo
de su actitud. Sólo la miré estúpidamente, mi lengua en el pequeño hueco que dejó
mi muela.
Quizá había pasado una semana, cuando una tarde sorprendí
a Egon, hermano menor de Finny, en el rellano. Era un pequeño diablillo de ocho
años, que frecuentemente había interrumpido nuestros dúos románticos con su presencia
importuna.
Pero esta vez tuve gusto en encontrármelo.
–¡Qué pasa, Egon! –le pregunté adoptando un aire de
indiferencia– ¿Qué le ha pasado a Finny? No la he visto hace años…
Egon volvió su cara hacia mí, llena de insulto irónico,
brillante de alegría al poder informarme:
–A Finny le dieron de cachetadas.
–¿Quién le pegó? –pregunté horrorizado.
–¡Mamá! –respondió encantado, y añadió sonriendo salvajemente–,
por lo del chocolate. ¿Cómo se atrevió a recibir obsequios de un muchacho extraño?
Nunca volví a ver a Finny. Vino el verano, y luego su familia cambió de domicilio.
Pero tengo la seguridad de que mi aventura con ella ha tenido una influencia decisiva
en mi vida amorosa. Por lo menos, frecuentemente me he sorprendido, cuando he estado
a punto de enamorarme, tentando instintivamente con la punta de la lengua, ¡el hueco
de mi muela aquella de hace treinta años!
Puedo sentir el hueco. Aquel viejo dolor y desencanto.
Y con eso tengo para portarme con circunspección y con tanto tacto, que no hay mujer,
no importa en qué grado desesperada, que vea útil el enamorar a un viejo tan cobarde
como yo.
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