Ángel Torres Quesada
La
situación en el mundo había llegado a tal extremo que los más optimistas no le
daban un año de vida. Los pesimistas afirmaban que menos, que el mundo no
tardaría en irse al carajo.
Las causas de la peliaguda situación de nuestro
pobre planeta eran muchas y muy complicadas. ¿Para qué vamos a enumerarlas?
El caso es que el final de la civilización humana,
por llamarla de alguna manera, estaba a la vuelta de la esquina.
Entonces llegaron los extraterrestres, pero en esta
ocasión de verdad.
Para
no perder la tradición impuesta por las películas, los cómics y las novelas de
ciencia ficción de a duro, los extraterrestres aterrizaron en los Estados
Unidos.
Y como si no quisieran desilusionar a nadie,
llegaron a bordo de un platillo volante enorme, de pulido metal y encendido
color de plata, de un kilómetro y dos metros y medio de diámetro.
El lugar elegido por los extraterrestres para su
descenso fue el desierto de Mojave. Al poco de posarse, mientras que por todas
las carreteras fluían caravanas de tanques y camiones cargados de soldados, y
miedo ante lo desconocido, el platillo emitió un mensaje a todo el mundo y en
todos los idiomas que al menos lo hablaran veinte millones de individuos. Los
parlantes de una lengua menos concurrida tuvieron que esperar a que les fuera
traducido.
Los seres del espacio convocaban en su mensaje una
reunión urgente de jefes de estado, al pie de su nave y a las doce de la
mañana. Era verano.
El presidente de los Estados Unidos mandó retirar
el ejército, subió al reactor presidencial, el USA One ese y fue el primer
mandatario de la Tierra en acudir a la cita. Faltaría más. Eran las ocho de la
mañana. A eso del mediodía ya estaba allí hasta el más rezagado líder mundial.
Faltaban dos minutos para la hora fijada y algunos políticos se habían quedado
sin asiento y tuvieron que buscar más. Cuando por fin se acomodó el último
líder delante del platillo se abrió una compuerta y todo el mundo aguantó la
respiración y el sofoco que les producía el calor del desierto quedó olvidado.
Alguien se atrevió a comentar que los alienígenas podían haber elegido un sitio
más fresquito para aterrizar, y convocar la reunión a una hora menos calurosa.
Cuando
el reloj del presidente estadounidense estaba dando las doce, hora del estado
en que está el desierto Mojave, empezaron a salir los visitantes. Los
asistentes suspiraron aliviados al ver que eran tan humanos como ellos, por
llamar a tantos políticos de una manera piadosa. Eran seis individuos, su
aspecto era de mediana edad, altos y esbeltos. Vestían camisa de manga corta y
pantalones holgados, nada de trajes ajustados, cosas raras y metálicas,
incomodísimas de llevar. Los seres sonreían mientras caminaban hacia los ciento
y pico de hombres de estado. Por cierto, había tres mujeres entre ellos y los
extraterrestres las miraron sin especial interés. Dos de ellas mascullaron por
lo bajo.
El silencio que se había producido era glacial,
tanto que las chicharras del Mojave dejaron de cantar.
Uno de los alienígenas se adelantó, hizo aparecer
un objeto metálico en su mano y lo acercó a la boca. Después de una sonrisa
dijo con voz potente y bonita, como de locutor de radio de los cincuenta:
–Seres de la Tierra, en nombre de mis compañeros y
en el mío les doy las gracias por haber venido.
Hizo una pausa, se paseó delante de la primera fila
y dirigió una sonrisa al presidente de los Estados Unidos, quien le agradeció
aquella deferencia con una inclinación de cabeza. Tras un breve carraspeo el
visitante dijo:
–No voy a hacerles perder su precioso tiempo
contándoles que después de muchos años de observación, atraídos por su singular
y difícil de entender civilización, y a la vista de las dificultades que
ustedes atraviesan, hemos decidido bajar, antes de que se destruyan los unos a
los otros por culpa del problema que tanto les acucia: la falta de energía.
“Como habrán podido adivinar, nuestra visita es
pacífica. Mejor dicho, puramente comercial. Pertenecemos a la Junta Omega
Dinámica Triestelar, una corporación dedicada a la venta de energía no
contaminante y de fácil y sencillo uso. Procedemos de la galaxia que conocen
como Andrómeda, para más información. A la vista de los problemas que les traen
de cabeza por culpa de la escasez de energía, hemos decidido hacerles una
oferta que no podrán rechazar.
Los terrestres se miraron perplejos los unos a
otros. Lo que menos esperaban era escuchar algo parecido a lo que acababan de
oír.
–Una vez concluido el estudio de mercado de la
Tierra, estamos convencidos de que necesitan una fuente de energía barata,
sencilla y abundante. Un alienígena de los cinco que se habían quedado atrás
corrió hasta el que hablaba y le entregó un objeto metálico que cabía dentro de
la mano, que alzó por encima de su cabeza para que todo el mundo lo viera. Era
una bola negra.
–Esto es una unidad suministradora energía,
homologada en mil mundos.
–¿Y cómo funciona, señor? –preguntó un japonés que
no paraba de sacar fotos, pensando ya en cómo copiar el platillo volante.
El alienígena, que debía conocer las peculiaridades
de todas las razas de la Tierra, le sonrió.
–Olvide la idea de fabricar nada de lo que está
viendo, señor, y olvídese de nuestra astronave. Lo importante es esta pequeña
bola, del tamaño de sus pelotas… de ping-pong, por supuesto. Esta unidad es
capaz de suministrar energía a una ciudad como Tokio durante un año.
Los asistentes se quedaron sin habla. Sonriente, el
extraterrestre añadió:
–El empleo de esta bola no puede ser más sencillo:
sólo hay que conectarlo a la red eléctrica, a la bomba de gasolina de uno de
sus asquerosos y contaminantes coches, a un avión o a una central térmica en
desuso, la cual volverá a funcionar, enviando energía durante un año entero
como mínimo, suministrando corriente a cualquier ciudad de diez o quince
millones de habitantes.
Alguien dijo en voz alta que aquello tendría que
costar una barbaridad. El alienígena sonrió y le respondió:
–Una buena pregunta, señor. Naturalmente no vamos a
entregarles estas bolitas gratis. Tenemos miles de ellas a bordo. Habrá para
todas las naciones, para todos los pueblos y ciudades. ¿Su precio? Una
bagatela, señores. Puesto que estamos en los Estados Unidos, marcaré su precio
en dinero local. ¡Sólo un dólar cada unidad o su equivalente en cualquier
moneda del mundo, en euros o en ryales iraníes, no importa que fuera de sus
fronteras la moneda no valga ni como papel higiénico!
Aquella misma mañana los alienígenas vendieron diez
mil unidades de energía. Como la cuenta es sencilla, recaudaron diez mil
dólares. Muchos se preguntaron si les había valido la pena haber hecho un viaje
tan largo para obtener tan poco dinero.
Una semana más tarde el platillo seguía
calentándose al sol del Mojave. Sus tripulantes ya habían vaciado las bodegas
de bolas de energía. Reunieron un millón de dólares –la mitad no valía nada
porque eran billetes sin respaldo–, y esperaron.
No se movieron de allí durante un año. Ni salieron
a hacer turismo ni nada. Simplemente esperaron.
A
partir de aquel día la economía de la Tierra renació, dio comienzo una era de
prosperidad desconocida. Sólo los árabes se cabrearon un poco, pero como apenas
les quedaban petróleo que vender, con las bolas convirtieron en oasis sus
arenales. Todo el mundo era feliz.
Entonces ocurrió lo inesperado.
En las afueras de Madrid, donde existía una vieja
central térmica puesta de nuevo en actividad mediante la introducción en sus
entrañas de una bola de energía, el ingeniero encargado de su vigilancia –había
poco que vigilar, allí no se estropeaba nada– advirtió que la potencia que se
enviaba a la capital disminuía. Como los españoles derrochaban la energía que
les salía baratísima, fueron los primeros en agotar una unidad antes de que se
cumpliera el primer año de la arribada de los extraterrestres.
El ingeniero se llamaba Pepe Vargas, era de
Chamberí y no se inmutó al advertir la señal de alerta. Con parsimonia se
dirigió a una alacena, la abrió y sacó de un estuche otra bola. Con ella en la
mano, y silbando, se encaminó al centro de la central y extrajo la unidad que
él mismo había colocado once meses antes, sustituyéndola por la nueva. Al
instante la electricidad volvió a fluir por los cables de alta tensión en
dirección a Madrid, Alcorcón y Torrelodones.
Mientras miraba la bola consumida, que ahora ya no
relucía sino estaba mustia y porosa y apenas pesaba, Pepe Vargas dijo son
sarcasmo:
–Ya hemos gastado cien duros, un euro y unos
céntimos. A este paso no vamos a tener más remedio que subir el recibo de la
luz.
Y se marchó por el corredor todo alumbrado, a tirar
la bola por ahí. No sabía qué hacer con ella, pues no se lo habían dicho.
Pero recordó que los alienígenas habían asegurado
que no era nada contaminante y la arrojó por una ventana al campo.
Se acostó después de echarse al coleto tres copas
de chinchón y durmió como angelito, soñando con alienígenas bondadosos.
Al mes siguiente Paco Vargas tuvo otra guardia de
noche. Como hacía un poco de calor y estaba harto de constiparse por culpa del
aire acondicionado que ponía fresquita a toda la planta, decidió salir a dar un
paseo, aprovechando que había luna nueva y el campo estaba precioso, con la
luna llena y todo.
Caminando sin rumbo fijo llegó hasta detrás del
edificio principal de la central. Al pasar por entre unos árboles descubrió
algo extraño.
Vio una esfera negra del tamaño de un balón de
fútbol. Qué cosa más rara, pensó. Se encogió de hombros y siguió andando, se
fumó un cigarrillo y volvió a la planta, dispuesto a jugar una partida de mus
con el guarda de noche, su cuñado y un tío que pasaba por allí y no tenía
sueño.
Un mes más tarde, en plenas vacaciones, a Vargas lo
llamaron una mañana. Estaba preparando las maletas para irse a Cancún,
aprovechando una oferta estupenda, ahora que todo estaba tan barato. Una voz
furibunda le dijo que debía presentase inmediatamente en la central. De mala
gana, despotricando de sus jefes, cogió su coche eléctrico y se plantó en la
planta en cuestión de unos minutos. Allí había muchísima gente, autoridades,
políticos, políticas y secretarios del estado. Un mogollón.
El director de la planta, al verle aparecer corrió
hacia él, lo agarró del brazo y lo llevó a rastras hasta la parte posterior del
edificio. Las demás personas también corrieron detrás de ellos.
Vargas no entendía nada, y estaba a punto de
protestar cuando volvió la cara y se encontró con aquella cosa. La cosa era
enorme y esférica, oscura y fea. De aspecto poroso.
–¿Qué coño es esto? –exclamó.
El director, antes de que llegase el presidente de
la nación que ya no estaba en funciones pero hacía funcionar el entramado
burocrático tan mal como su antecesor, le susurró al oído.
–Es la unidad de energía que tenía el tamaño de una
pelotita de golf. ¿Se da cuenta? Crece y crece sin parar. Si sigue así no
tardará en ser tan grande que derribará la planta entera. ¿Puede explicarme qué
está pasando?
Pepe Vargas no supo qué responder. Estaba a punto
de ganarse una bronca soberana. Se le consideraba culpable de aquel
desaguisado. Entonces llegó corriendo un ingeniero que acababa de hablar por
teléfono con otros países.
El ingeniero, muy colorado, se detuvo delante del
director y dijo:
–En todo el mundo está sucediendo lo mismo con las
unidades consumidas, señor. ¡No paran de aumentar de tamaño! En Bruselas, donde
se arrojaron a un contenedor de basura, lo han reventado. ¡Tienen una fuerza
increíble!
–Habrá que hacer algo –dijo el director–. No sé
qué, pero hay que parar esto. Tal vez cortándolas…
–¡No se les puede cortar ni romper! Se ha probado
con todo, y a estas alturas no vamos a emplear explosivos.
–¿Y arrojándolas al mar?
–Flotan, señor, y siguen creciendo.
–Bueno, ya dejarán de crecer. Todo deja de crecer,
los niños, los árboles…
Pero los cientos de miles de pelotas desechadas no
dejaban de crecer en todas las naciones. Los líderes mundiales, muy asustados,
corrieron al Mojave a preguntar a los alienígenas qué estaba pasando,
dispuestos a exigirles una explicación.
Sólo salió el alienígena vendedor en esta ocasión,
quien después de mirar a los encolerizados, asustados y asombrados líderes
mundiales, les dijo que no podía dedicarles mucho tiempo porque estaban a punto
de marcharse, que ya volverían en otra ocasión.
Gritando todos a la vez, los líderes explicaron al
extraterrestre lo que estaba pasando.
El representante de la corporación estelar les
respondió que no le sorprendía que las unidades de energía consumidas
crecieran, y añadió:
–De hecho es un proceso natural. Una vez consumida
la energía almacenada, la bola se expande y crece. ¿Por qué se extrañan?
–No nos explicó lo que pasaría…
–No me lo preguntaron. Les aseguré que no
contaminaban, y es cierto. Contaminar, no contaminan.
–Pero crece y crece, y parece que no va a dejar de
crecer nunca. ¿Cuándo se detendrá? Algunas ya son del tamaño de una casa de
diez pisos, hunden el terreno y derriban cuanto encuentran en su expansión.
¡Tiene que darnos una solución! ¿Hasta qué tamaño crecerán?
–Una vez tiramos una a un planeta deshabitado, y
cuando volvimos al cabo de dos años vimos que era más grande que él y lo había
aplastado.
–¡Pero tiene que haber una solución!
–Claro que la hay –sonrió el alienígena.
Todo el mundo suspiró de alivio.
–¿Cuál? –preguntaron a coro los líderes.
–Arrojándolas al sol.
–¡Pero no tenemos naves que las arrastren! ¿Acaso
no sabe que aún no hemos llegado ni siquiera a Marte? ¡Debieron advertirnos!
El hombre de negocios de las estrellas sonrió.
–Fueron advertidos. En el prospecto que envolvía
las bolas explicaba lo que sucedería si la conectaban a sus redes eléctricas.
Pero como tienen la mala costumbre de no leer las instrucciones…
–¡Llévense esa mierda de la Tierra, tírenla al
espacio! ¡Ustedes tienen una nave muy grande!
El extraterrestre negó con la cabeza.
–No podemos. Carecemos de licencia para limpiar
planetas de unidades de energía agotadas; sólo estamos autorizados a venderlas.
De eso se tendría que encargar otra compañía.
–¡Llámela inmediatamente!
Fue llamada. A los pocos días, mientras las
unidades ya alcanzaban alturas de edificios de quince y veinte pisos,
aparecieron varias naves enormes, y bajaron más alienígenas que se presentaron
como trabajadores de la compañía requerida. Al instante dieron un presupuesto
al mundo para limpiarlo de bolas agotadas, que crecían y crecían.
–¿Van a cobrarnos barato? –preguntó alguien,
estirando el cuello para ver el presupuesto por encima del hombro del
presidente de los Estados Unidos–. ¿Otro dólar americano o su equivalente en
cualquier moneda del mundo por cada bola que se lleven?
El presidente sudaba, y también los demás líderes
que habían leído las condiciones de la compañía recién llegada, que también
había aterrizado en el Mojave, al lado del platillo.
–Estos no quieren billetes –musitó el presidente.
–¿Qué quieren?
Tras un instante de vacilación, anunció a todos:
–Dicen que sólo están interesados en souvenirs de
la Tierra, como obras de arte, pinturas, esculturas, libros antiguos… y ciertos
edificios representativos, como la torre Eiffel, el Taj-Mahal, el Escorial, y
también joyas, piedras preciosas. Quieren las pirámides, los palacios, los
puentes… –hizo una pausa para tragar saliva– por cada bola que tiren al sol nos
cobrarán un billón de dólares en objetos de arte. Les gusta lo que hay en el
museo Vaticano, en el Louvre, en el Prado, en Nueva York, Londres, Moscú, Roma…
Todo. Lo quieren todo.
–Mierda, debimos darnos cuenta de la que nos iba a
caer encima –dijo alguien.
Algunos se volvieron para mirarlo, extrañados, y
uno le preguntó por qué.
–Los del platillo son de la corporación Juntas
Omega Dinámicas Triestelar. ¿Es que no entienden lo que significan las siglas?
No le hicieron caso a aquel tipo, un español que
siempre andaba cabreado.
Lo peor era que el mundo ya no podía prescindir de
la fuente de energía que proporcionaban las bolas, y durante muchos años, hasta
que redescubrieron el motor de agua, los terrestres estuvieron pagando con
objetos de arte el trabajo que hacía la otra compañía para librarlos de los
desperdicios.
Con España, sin embargo, los alienígenas
demostraron que a veces no tenían buen gusto. En el lote de su rapiña
incluyeron todas las estatuas ecuestres de bronce, incluidas las que yacían
olvidadas en los almacenes de muchos ayuntamientos, retiradas de las plazas
públicas al final de la transición esa.
Cuando Paco Vargas entró de guardia en la planta,
miró con odio la bola que producía energía, y volviéndose dijo al guarda que le
acompañaba:
–Joder, estaba claro cómo terminaría esto. Sentido
del humor sí que tienen esos cabrones del espacio. Por cierto, ¿has oído por
ahí que la JODT que vende las bolitas es una filial de la compañía que las
arroja al sol, ya creciditas?
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