Ángel Olgoso
Se untan con pomadas para cicatrizar las
terribles grietas que deja en su piel la humedad constante y reblandecedora.
Frotan sin piedad sus uñas con estropajos y perfuman su cuerpo con artemisa y
lavanda para enmascarar el hedor a pescado. Toman infusiones con miel para
suavizar sus destrozadas cuerdas vocales. Pero el efecto es poco duradero:
ningún emplasto las libra del dolor de garganta, de las profundas estrías, del
sabor submarino a algas que prevalece sobre cualquier empeño. Y, rendidas,
vuelven disciplinadamente a su ocupación, como bestias uncidas al yugo, como
esos niños con las orejas clavadas al banco de trabajo en la fábrica, regresan
a su puesto en esta isla rocosa sin discutir la índole de su tarea, doce horas
con el agua hasta la cintura, absortas entre las piedras infestadas de
minúsculos cangrejos, percebes y pulgas de mar, en compañía de los cormoranes,
de las flagelaciones de espuma, de la rutinaria pesadilla de las tormentas, del
gemido agónico de los ahogados, siempre ojo avizor tras cualquier barco que
cabotea cerca o hace ondear las velas, las grímpolas y las flámulas, llorando
en silencio, soñando con subir a bordo y escapar lejos de estos bajíos, surcar
las aguas crestadas de blanco hacia no importa qué país, perderse tierra
adentro en un bosque de hayas, en un desierto quemado por el sol salvaje, en
una atronadora ciudad, en las herbosas laderas de una montaña. Mientras tanto,
la sombría marea baja les absorbe la vitalidad y sienten que su piel se va
apagando como la de un lagarto que acabase de morir, ya no es más que un
manchón de plata, con largos cabellos apresados en salitre y esa pronunciación
de escamas abajo. Sin embargo, a pesar de todo, aún cantan con exquisita
dulzura, quizá lo hagan al dictado de arcaicas servidumbres, pero cantan sin
parar, aún cautivan, aún entonan promesas que atraerán irresistiblemente a
marinos incautos.
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