José Abdón
Hace unas semanas Ludwig,
ese extraño ser de ideas aún más extrañas, hizo circular un oscuro manuscrito sobre
la mántica. Ignoro cuántos lo conocieron, pero la mera visión del documento –autógrafo
y decorado como carta de navegación antigua– era en sí un deleite. En él se hablaba
someramente del asunto. Estaba concebido de tal forma que el lector, una vez examinado
el escrito, se convertía en terreno fértil para sembrar más información al respecto.
Como yo esperaba, hubo un segundo documento. Era tan
oscuro o más que el anterior, de mayor tamaño y menor adorno. Parecía ser un relato
biográfico –supuse que de Ludwig–, y se titulaba Mántica. A través de la
vida en apariencia común y lateral de un tal Ovidio Argueda, tres eran los elementos
que se ponían de relieve: la carga del pasado en las antigüedades; la ilusión del
presente, es decir, del tiempo; y las intromisiones del futuro en el presente por
medio de hechos nostálgicos como el avistamiento de ovnis.
Ovidio Argueda fue un sujeto cuyo nacimiento –a bordo
de un barco en plena tempestad– parecía augurarle una vida azarosa. Sin embargo,
su sino no fue tal y se agotó en ese venturoso día en alta mar al cual sobrevivió,
como los demás pasajeros, gracias a la cercanía de un puerto. En ese puerto, la
actual Manila, pasó sin mayores contratiempos sus primeros meses.
Ovidio fue un niño sin memoria, y esto parece haber
sido el sello de su infancia, de la cual apenas recordaba unos pantaloncillos color
negro y una niña que se reía de él mientras le señalaba las piernas. Su incapacidad
mnemotécnica lo descalificó prácticamente de cualquier escuela, salvo de un monasterio
budista donde confortaron a su madre asegurándole que los senderos del tao
sólo requerían fe; ahí Ovidio encontraría su vida, dijeron. El desmemoriado niño
entró una mañana lluviosa al templo y fortaleza budista, y se despidió de su madre
con un beso y un abrazo poco efusivos. Apenas cruzó el umbral, ya había empezado
a olvidar.
En quince años que duró su retiro, Ovidio Argueda
comprendió una cosa sobre todas: que el tiempo sólo pasa en apariencia. Tal era
su certeza –facilitada seguramente por su memoria incapaz–, que al dejar el templo
abrazó y besó con respeto a la primera mujer que vio al salir, tomándola por su
madre a quien, en su noción de atemporalidad, acababa de decir adiós.
Al parecer la rutina y la estricta vida monástica,
así como los apenas imperceptibles cambios en las estaciones, fueron anulando en
él la noción del tiempo y dando forma a una concepción del mundo acrónica. No obstante,
al enfrentarse al mundo nuevamente, Ovidio tuvo un segundo nacimiento y debió reinventar
su vida desde esa especie de nada que era su universo.
De vuelta en el puerto de Manila, se detuvo a contemplar
los restos de un galeón antiguo que inexorablemente se pudrían en el muelle. Los
miró con intensidad, con emoción, con esa especie de alegría que invariablemente
llega al encontrar algo que se viene buscando por años. El ímpetu genético de su
origen lo inundó. Era en las cosas viejas, comprendió, donde residía ese banco de
información del cual él carecía. Al parecer, en un instante, Ovidio llegó a la segunda
gran conclusión de su vida: El pasado habitaba en las cosas viejas; y el grado de
vitalidad parecía ser mayor cuanto más antiguo era el objeto. De aquí al hecho de
volverse coleccionista –muy modesto al principio, limitado después– mediaba una
cuestión de lógica, según Ludwig. Por supuesto, estas palabras no existían en el
catálogo léxico de Argueda; el autor las transmite cifradas en sensaciones que el
lector presupone.
Ovidio intentó hacer algo para conseguir hacerse del
galeón inservible, pero su bajo tacto en las relaciones personales lo hicieron parecer
un caudillo sin razón a quien no le va eso de pedir las cosas. La pieza, que así
era considerada, pertenecía al ayuntamiento, era una especie de monumento del puerto,
e incluso, para muchos tenía valor de talismán. Por ello, sus inicios como coleccionista
debieron postergarse un par de días.
Una vez llegado a la casa donde vivió los primeros
años –con grandes dificultades pese a no estar muy alejada del puerto–, Ovidio vio
en ésta el sucedáneo perfecto del barco negado. Esa sería su primera antigüedad,
si bien no pasaba de ser una vulgar vivienda. Pero en la concepción de Argueda,
aquella morada era un manantial de evocaciones pretéritas. Ludwig lo compara en
el texto al hallazgo de un manuscrito medieval rarísimo por parte de un experto
de Sotheby’s. Sin duda una exageración para matizar aún más el comportamiento errático
de Argueda. Tan grato descubrimiento sólo se vio empañado por la visión de la madre
quien, en el interior de aquella choza, agonizaba a causa de un mal pulmonar.
Poco afectó a Ovidio la muerte de su madre. Incapaz
de concebir toda transición biológica, tenía la certeza de que la volvería a ver.
Una vez enterrado el cadáver, el monje insurrecto y sin memoria se entregó en cuerpo
y alma a conformarse un “antes” que ya se alargaba a veinte años de historia. Por
supuesto, esta cifra nada le decía a Ovidio, para él bien podían haber sido mil
años desde el instante en el que abandonó el útero materno. Y como si tal hubiera
sido la cantidad de años, se dedicó a colectar cosas que iluminarían con su luz
antigua los tenebrosos rincones de su memoria.
Como ya antes mencioné, fue un coleccionista incapaz,
sin gusto, basto en sus elecciones pues esta afición no era una que le viniese del
alma, sino una especie de reacción primordial por ubicarse en el tiempo. Por ello
coleccionaba prácticamente todo lo que tuviese forma, sin importar lo antiguo. Así
Ovidio sumergió su vida en el pasado, más en el inmediato que en el remoto. Los
innumerables objetos que colmaron su entorno le aportaron cada uno su carga de tiempo,
épocas de historia se vertieron en el terreno cada vez menos virgen de su memoria.
Obviamente, al carecer de vínculos y referencias temporales para definir sus antigüedades,
la historia que se forjaba y en la cual vivía era una por completo pervertida y
parcial. El pasado le llegó corrompido.
Cualquiera supondría que el hombre estaba condenado
a morir en la locura. Preso en un marco temporal evidentemente alterado, había conseguido
sustraerse del presente gracias al influjo histórico de su colección. Y seguramente
en esta etapa se habría quedado, asegura con resolución Ludwig, de no haber sido
por la visión dolorosamente prolongada de un objeto en el firmamento, una tarde,
cito a Ludwig, “en la que el viento soplaba del suelo”.
Ignoro si esta frase oscura sea literal y ampare una
verdad insólita, o si sea una mera alusión poética para capturar el interés de los
lectores. Tal vez Ludwig la usó para adentrarnos en el ambiente peculiar de aquella
visión, una suerte de elemento retórico para allanar el terreno a los incrédulos,
que a estas alturas serían la mayoría.
El hecho es que en esa tarde en la que el viento era
perfectamente vertical de abajo hacia arriba, Ovidio, luego de estar absorto en
un “trompo de hierro” –la plomada de un péndulo–, salió de su casa en dirección
del templo donde aún le daban de comer. Quiso el destino que en esos instantes volviera
la mirada al cielo y viera en el firmamento, inauditamente sigiloso para su tamaño
y rapidez, pues se movía de un lado a otro con notable celeridad, lo que nominalmente
se conoce como ovni.
¿Qué aspecto del pasado le reportó? ¿Cuál era la intensidad
de carga histórica en ese objeto inusitado? ¿Se preocupó Argueda porque el viento
estaba invertido? A todas estas preguntas Ludwig responde lacónicamente: No le reportó
ningún aspecto. La intensidad histórica emanada por el objeto era nula. Ovidio advirtió
por vez primera que existía el viento, de hecho pensó que objeto y viento eran inseparables,
pero al desaparecer aquél y permanecer éste, descartó su conjetura. En cambio, el
viento vertical le trajo la intuición del vuelo y de las aves, y de espacios muy
amplios –praderas– donde la vida era tranquila y placentera, y predominaba el color
verde. Una cosa más dedujo de tal encuentro: que algo iba a pasar.
Dicho suceso debió ocurrir para que Ovidio entreviera
la posibilidad de un “adelante”, un “después”, un algo que no había sido. El futuro
llegó a Ovidio, mejor dicho, su concepto, cuando Argueda estaba por morir, pues
tal fue la conclusión que sacó luego de seguir encontrando en el cielo aquellos
objetos inalcanzables que no le comunicaban mensaje alguno de épocas pasadas. Para
él, todas las cosas se habían impregnado necesariamente de una época, y aquellas
que velozmente surcaban el espacio, no. Nunca habían sucedido, sucederían después,
lo que comunicaba su carga histórica estaba en el futuro, y lo que ahí sucedería
con seguridad era la muerte, la suya.
Curiosamente Ludwig enfatiza y resalta, apartándose
un poco de la trama, que los ovnis son en realidad retazos de tiempo futuro desprendidos
hacia el presente. Dudo que el documento tenga por objeto justificar así su existencia;
considero que Ludwig, inmerso en una explicación del tiempo, no encontró mejor manera
de esbozar el futuro en términos físicos, tangibles.
Mántica termina con la muerte de Ovidio Argueda en
un paraje extenso y desolado, con la mirada perdida en el cielo como si alguno de
esos aparatos voladores le tendiera un vínculo amistoso para ayudar al hombre acrónico
a salvar el último puente, y sacarlo en definitiva del tiempo.
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