Queta Navagómez
Venía
todas las noches a las once. Entraba fatigado y transparente seguido de gemidos
y cadenas, para colocarse en una esquina de mi cuarto mientras miraba fijo
hacia mi cama.
Su insistencia me conmovió. Venciendo mi
temor me acerqué, lo tomé del brazo y con gesto diligente lo acosté en mi cama,
cobijándolo.
Durante el mes que durmió a sus anchas
mejoró muchísimo, mientras yo, resignada, pasaba fríos en el sofá.
Desde que le hablé del pago compartido en
la renta del departamento, no lo he vuelto a ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario