Miguel Ángel Asturias
–1–
Recogía
del piso la parte de la persona que se llama pie, tan olvidada siempre, lo
prendía con ayuda del tacón a uno de los travesaños del taburete que giraba con
todo y su persona, como un satélite, frente al bar y echándose de espaldas
sobre la barra del mostrador, horizonte infinito sobado y resobado por
infinitas manos de borrachos, ensayaba fruncidos de risa con los labios y sus
desiguales dientes amarillos, paseaba los ojos por los gaznates de los otros
bebedores, las ganas de ahorcarlos que tenía, y mientras el barman le servía
whisky y cerveza, aumentando la dosis de whisky en proporción geométrica y la
de cerveza en proporción aritmética, descargaba un manotazo sobre el testuz sin
cuernos de su rodilla.
¡Soy el sargento Peter Harkins! y como no fui a
ninguna blitz, sino a un week-end, me emborrachaba, ¿entienden?… ¡me
emborrachaba…! ¡Pero ese día no estaba borracho…! Había bebido, pero no estaba
borracho y el que diga lo contrario confunde miserablemente caer y tambalearse…
el borracho se cae… el bebido se tambalea… y como ese día, cuando yo salí a
buscar el camión, me tambaleaba, estaba bebido, no estaba borracho. ¿Desde
cuándo, sargento Harkins, saluda usted militarmente a su camión?… Reí cuando me
encontré haciéndole la venia a un jefe de dos toneladas y media… y, nada de
manotear, sin encontrar la portezuela… de una vez le eché mano al picaporte y
al sólo abrir me colgué del timón como de una argolla para izarme a golpe de
bíceps y caer sentado en mi lugar… Un cigarrillo y la luz en los faros, que por
algo fue primero el relámpago y después el trueno… primerísimamente, los faros
y el trueno de la portezuela de la cabina, al cerrarla, ya andando el camión
que saqué de retroceso y enderecé en la calle listo para cubrir los ciento
sesenta kilómetros que me separaban de la costa. La luz eléctrica se comía las
uñas en las medias lunas iluminadas del tablero, el reloj se comía el tiempo,
las nueve y treinta y tres minutos de la noche, y yo empezaba a comerme la
distancia.
Dejé la ciudad por una gran avenida arbolada,
paseantes y monumentos, automóviles y bicicletas, aumentando la velocidad a
medida que llegaba al final, donde crucé a la derecha para seguir las medias
rectas y curvas de una vía tendida entre las arcadas de un viejo acueducto, en
partes soterrado, y jardines y chalets iluminados.
El poco peso, la velocidad que llevaba y las malas
condiciones del pavimento, hacían saltar el camión en medio de una nube de
polvo tan espesa que dejé de verme yo mismo y a no ser por el endiablado ruido
de las ruedas y la carrocería, olvido que iba en comisión, tripulando un
gigantesco vehículo de la armada. Ni dormido, ni soñando, ni borracho… Oí rugir
las fieras al salir de la ciudad… los leones y los tigres que los “comunistas”
tenían preparados, cebados de hambre, para que se comieran a los católicos ricos
en una fiesta romana que preparaban en el Estadio de la Revolución. Me sentí
como un romano piadoso y eso me disgustó. Las naciones jóvenes como la mía no
pueden tener piedad. Nada. Endurecí mis facciones bajo el casco que me daba
aspecto de soldado del imperio y puse mis ojos en el circo, en el Estadio de la
Revolución, donde se jugaba al fútbol, imaginando a los católicos y a los ricos
entre las garras y los dientes de las fieras que escuchaba rugir amenazantes y
terribles…
¡No, no estaba borracho, ni era una ilusión auditiva!
Rugían y por eso decidí detener el camión junto a un guardia y le pregunté en
correcto español, si él también oía rugir las fieras con hambre de cristiano
rico.
–¿Leones? –le pregunté, sumamente serio.
–Sí, leones… –me contestó.
–¿Tigres?… –le pregunté, sumamente serio.
–Sí, tigres… –me contestó.
–Y usted, guardián del orden –me enfurecí–, ¿no hace
nada para que no se coman a los católicos?
–Están en las jaulas del jardín zoológico –me
contestó sin disimular más la risa–, y no hay riesgo que se los coman, míster…
Seguí adelante por una cuesta tendida hasta cruzar
los rieles de un ferrocarril de trocha angosta, cerca de una estación, donde si
no llevo el casco me rompo la cabeza en el techo de la cabina al saltar el
camión en el paso a nivel y de allí agarré a sesenta por hora un
encallejonamiento en forma de S, entre árboles y casas de techo bajo, toda la
luz de los faros encendida y el cláxon sonando, y al pasar de la primera a la
segunda curva de la S, no obstante el timonazo que di a la izquierda, atropellé
a una persona que marchaba a la derecha, en la misma dirección que yo llevaba.
Alcancé con el rabo del ojo en fragmentos de segundo, ver el cuerpo en el aire,
con los brazos abiertos.
¡Maldito sea, no hay quien frene de golpe a sesenta
por hora!…
Conseguí detener el camión donde lo permitió la
cochina inercia, tan adelante que tuve que correr hacia atrás para auxiliar a
la víctima. Ya mi lámpara de mano alumbraba desde lejos el bulto tendido en la
grama, pero sólo encontré un abrigo de mujer color vino tinto con una de las
mangas casi arrancada. Lo palpé y tenía calor humano. La víctima debía estar
muy cerca. Calor y un suave perfume de pelo, de piel… Mas al no escuchar queja
ni lamento, me entró la congoja de encontrarla muerta. Me sentí endurecido, no
era lo mismo encontrar una persona viva, aunque estuviera herida, muy mal
herida, que un cadáver. Y con pesado andar fui de un lado a otro, sin encontrar
tampoco el cadáver. Apresuré mi búsqueda desesperado, sintiendo que el misterio
crecía en proporción al tiempo que pasaba y mi ir y venir en torno del abrigo.
Palmo a palmo recorrí de nuevo el lugar del accidente. Removí el agua llovediza
estancada en una zanja con ayuda de una rama que primero creí que era ella,
cuando vi el bulto en la sombra. Atravesé a saltos la ruta suponiendo que
hubiera sido lanzada hasta el otro lado. Me disparé al camión temeroso de
haberla arrastrado el buen trecho que anduve sin poderme detener y que fuera a
estar el cuerpo triturado, sangrando bajo una rueda, y nuevamente volví adonde
seguía el abrigo en la grama, único bulto visible, dando voces para llamar a
quien fuera la víctima, voces a las que sólo el eco me respondía…
¿Dónde, dónde estaba mi atropellada? ¿Sería joven? ¿Sería
vieja? ¿Sería linda? ¿Sería fea?
Me estremeció el rugir de las fieras que del tono más
agudo pasaba a una queja de blandura lacerante, nostálgica…
Sólo a un borracho le podía ocurrir aquello y yo no estaba
borracho. Ver el cuerpo de una persona lanzado al aire con los brazos abiertos,
correr en su auxilio y no encontrarlo, como si hubiera sido una visión… ¿Una visión?
¿Una visión de borracho? Pero, cómo podía ser, si allí estaba el abrigo.
Apagué mi lámpara y volví al camión, después de encender
un cigarrillo. El olor nauseabundo de la gasolina, pestilencia de curtiembre, se
llevó de mis narices algo de lo que traía como parte de mi desaparecida víctima,
el aroma de camelias dulces de esa noche de junio.
No tenía tiempo, si no, doy máquina atrás y vuelvo por
el agente apostado junto al zoológico, lo monto al camión y lo traigo para que me
ayudara a esclarecer el misterio… La cara que hubiera puesto mi hombre, si después
de lo que pregunté de los tigres, los leones y los católicos, voy y le cuento que
venía de atropellar a una mujer con mi rueda delantera derecha, pero que no encontraba
el cuerpo… Habría dicho lo que están pensando ustedes… Una visión de borracho… pero…
¿cómo podía ser una visión, si estaba el abrigo? ¡Ja!… estaba para probar que no
era una visión de borracho, porque ya les digo, y les repito, yo no estaba borracho…
Salí a camino abierto, como una exhalación, hundiéndome
en un valle que bañaban millares de estrellas. Las manos se me fueron durmiendo
en el timón y el cuerpo en el asiento. Sólo contemplaba a lo lejos la faja de la
carretera que parecía mullirse en las ondulaciones y endurecerse en las rectas.
Autos, buses, camiones, carretas se abrían para darme paso. Pero poco dura una planicie
a ochenta por hora y el camino se desgajó hacia lo hondo, como si el peso de la
noche lo hiciera caer, hasta cruzar un puente sobre un río de aguas pavonadas, de
donde, entre cercados de plantas con hojas de puñales verdes y flores de enmudecidos
cascabeles de luna blanca, bajé hacia la costa.
¡Condenada cosa estar en Brooklyn!… El cigarrillo se consumía,
pegado a su labio inferior semicaído, como una segunda respiración humeante.
–¡Estúpidos…! ¿Borracho, yo, el sargento Harkins?… Los
cocoteros se alinearon a la entrada de una población que debía llamarse de las once
mil piedras calientes y que por fortuna dejé pronto atrás. Nuevas rectas me permitieron
aumentar la velocidad y respirar en aquel ambiente caliginoso, asfixiante, de árboles
gigantes, altísimos, torneados en plata luminosa a la luz de las estrellas, únicos
habitantes de aquellas desnudas extensiones limitadas por el Océano Pacífico. A
distancia, sobre la carretera, apareció la señal de stop que yo sólo conocía y empecé
a frenar, hasta llegar a ella, punto en que sin detenerme viré hacia la derecha
deslizando la inmensa mole rodante del afirmado del camino a un pedregal y más adelante,
después de unas malezas, a un como lago de arena que bajo las llantas producía el
rumor de millares de bocas haciéndome: ¡chits!… ¡chits!… ¡chits!… para imponer silencio.
Me detuve con las luces apagadas, esperando que llegara
la hora. Faltaban nueve minutos. Pronto fueron agua mis pañuelos de tanto enjugarme
el sudor, lluvia de munición de fuego que me corría por la cara en medio de aquella
hoguera tropical.
Llegada la hora, apenas pasados unos minutos, sobre el
ruido de teléfono conectado con la inmensidad que produce el lejano vaivén del mar,
se empezó a distinguir un rumor que rasgaba la atmósfera, rumor que al pronto fue
taladro rugiente de motores y en seguida, ya volando sobre mi cabeza, un chorro
de ruido negro. Poco se veía en la oscuridad. Una de las alas totalmente inclinada
al evolucionar sobre el terreno, columnas de arenas que se alzaban en remolino bajo
la respiración de las hélices, chopos y matorrales que se sacudían y un paracaídas
que se abrió en la sombra. A salto de mata llegué, sin pérdida de tiempo, hasta
el paraguas blanco que acababa de posarse en tierra con el cargamento. Pugnaba en
mis manos por retomar altura, como una inmensa mariposa de trapo que, al plegarse,
sólo fue un cadáver.
¡Condenada cosa estar en Brooklyn!
En una de las evoluciones sentí pasar el gigantesco transporte
tan sobre mi cabeza que casi me tiro al suelo, pero, ¡maldita sea la hora en que
no me decapitó!… me habría ahorrado el trabajo de acarrear las armas, de donde las
posó el paracaídas al sitio en que, jugándome el todo por el todo, las ruedas se
hundían cada vez más en la arena, logré acercar el camión. ¿Acercar?… Acercar es
una forma de decir, cuando no se habla con el lomo. De lejos calculé la carga, pero
los ojos se han hecho para calcular sueños y no la peor de las realidades, o sea
la carga que uno tiene que echarse a la espalda y transportarla sobre sus piernas.
Maldije una y mil veces la cochina hora en que concebí empresa fácil, transportar
a lo largo de cincuenta metros, los fardos de armas y cajas de parque, máxime que
tenía que ir sacando los pies del arenal en que me hundía a cada paso. ¡Por la gran
puta, si ése era un week-end, ahora ya no sé qué es un week-end! ¡Era una blitz,
una blitz que preparaban para un fin de semana!
A mi encuentro surgían matorrales, raíces de árboles que
secó la costa y se llevó el viento, oponiéndose en su muda contemplación de sueño
de cosas inertes, a que yo condujera aquel cargamento de muerte, tambaleándome;
pero no porque estuviera borracho, ¿entienden?, sino por lo difícil que es dar pasos
firmes en un arenal. Y tardé en caer, pero caí, caí como borracho, me fui de boca
al ir a levantar el último fardo de armas. No pesaba más, pero yo ya no tenía fuerzas
ni voluntad, agotado de tanto cargar aquellos bultos fríos como el esqueleto de
la misma muerte. Lo cierto es que me fui de boca, y no niego que al caer me haya
quedado botado… sí… botado un buen rato, como si en verdad me hubiera tendido a
dormir la mona… No me rehíce pronto del costalazo y cuando me repuse, nadé en el
suelo, pataleando y manoteando de rabia, la frente y la nariz raspadas, sangre y
sudor mezclados me bajaban por la cara… ¡Mierda!… Por poco dejo ese último fardo,
como prueba del week-end que estaba pasando en aquel paisecito. Lo arrastré como
pude hasta el pie del camión de donde lo alcé con brazos y pecho para apoyarlo en
la pestaña de la carrocería, al fin lo conseguí, entre un ahogo seco y un crujido
de cintura, luego lo empujé hacia adentro, como había hecho con los demás bultos
del cargamento, cerré la compuerta y listo. Había que apurarse, volver con las armas
antes que amaneciera.
¡Condenada cosa estar en Brooklyn!
Chispa, gasolina y motor, al que di toda la fuerza intentando
arrancar el camión de donde estaba pegado. Fácil fue entrar, sin peso, pero salir…
quién sale de un arenal con un camión cargado…
El
barman se plantaba frente a él para renovarle el whisky y la cerveza en proporción
geométrica y aritmética, y darle la impresión que le escuchaba, como los demás bebedores
que rodeaban al sargento Harkins.
–¡Condenada cosa estar en Brooklyn!
El barman sabía que el blitz-week-end del sargento Harkins
tuvo por escenario un país tropical donde hay montañas altas y siempre verdes, lagos
muy hermosos, frutas muy ricas, flores muy lindas, en cuyos bosques se ordeña de
los árboles la leche del chicle, y de donde llegaban las mejores bananas y el mejor
café del mundo. Todo esto lo sabía el barman. Un país de indios pacíficos que vestían
telas multicolores, criollas insinuantes y mestizos tristes que llenaban plazas
de toros, palenques de gallos, templos católicos y ventas de aguardiente de caña.
Todo esto lo sabía el barman que al terminar de servir al sargento Harkins, le preguntó
cómo había hecho para salir de aquel atolladero con el camión cargado de armas.
–¿Cómo?…
Antes de contestar, tras el manoteo del beodo que no encuentra
el trago, levantó el vaso de whisky y se lo hundió en la boca clavándoselo en las
comisuras de los labios, como bocado de freno, para beber de tesón su contenido
sin que se le derramara una gota, después se alivió el ardor del scotch en el garguero
con cerveza fría, escupió, limpiose la cara con el pañuelo y extrajo otro cigarrillo
de su pitillera.
–Allí lo que tocaba era poner cadenas… –dijo el barman,
con la botella de whisky lista para renovarle el trago, cerveza tenía más de medio
vaso.
–¡Condenado engaño las palabras –gritó Harkins–, a unos
se les ponen cadenas para privarlos de la libertad y a mi camión había que ponerle
cadenas para libertarlo! ¿Qué cómo salí del arenal?… Bueno, era tan grave que apareciera
un camión de la armada cargado de armas y cartuchos arrojados por un avión nuestro,
manejado por un sargento de nuestro ejército, veterano de Normandía, que me sentí
perdido, y tan impotente para sacar los cadenajes y ponerlos, como para detener
el día, y que tardara en amanecer… El motor en el máximum de potencia, las ruedas
traseras girando en punto muerto y el camión sacudido por un temblor horrible, miedo,
pavor, frío, de que nos hallaran allí las autoridades de un país amigo, contra el
que jugábamos a una guerra de fin de semana. Ni consciente ni inconsciente, dejé
caer los brazos en el timón y sobre ellos doblé la cabeza derrotado y apoyé la cara
sin rozarme las raspaduras de la frente y la nariz… Qué atropello el del sudor…
Me goteaba de las axilas, me corría por la espalda, por la entrepierna, en los tobillos
me pegaba las medias y las botas, como con pegamento… ¡Mi Dios!… Desvié los ojos
hacia la rueda delantera y a la media luz de mis faros se me presentó de nuevo el
momento en que esa maldita rueda, ahora inmóvil, había lanzado al aire, abierta
de brazos, como espantapájaros o crucificado, el cuerpo de una persona, mujer por
el abrigo, que después no encontré por ninguna parte. En eso estaba pensando y eso
creía ver, pero en conciencia, mientras más me destripaba el cachete, para llamarme
a la realidad, lo que mis pupilas acariciaban era el filo de una roca que asomaba
del inmenso banco de arena y que pronto, fue viendo mejor, tenía la forma de una
mujer bajo una sábana… una mujer de cantos redondos… ella también dormía… ella también
estaba como yo, presa de la arena. La misma rueda junto a la misma forma real, corpórea,
de la mujer… allá lanzándola al espacio, para que en el espacio se disolviera, para
que no quedara nada, sino rocío… y aquí mostrándola en su sepultura convertida en
una roca de sueño… Me pareció todo aquello tan misterioso, que no sé por qué sentí
que era mi salvación. Ya estaba erguido con el volante en las manos, haciéndolo
girar hasta poner la rueda derecha en posibilidad de saltar sobre el peñasco, y
tomada esa precaución arranqué con todo el motor en marcha decidido a forzarlo hasta
que se quemara, para entonces explicar la panne en alguna forma, y que no fueran
a echarle la culpa a mi presunta borrachera…
¡Condenada cosa estar en Brooklyn!…
No fue salto hacia adelante el que dio el enorme transporte
al arrancar sino algo así como si hubiera sido lanzado por una catapulta. Y no me
detuve ni en el arenal ni en la carretera que recorrí de regreso a tal velocidad
que las rectas costeras, próximas al Océano Pacífico, desaparecieron casi en el
acto, y atrás quedó, esfumado, con el ojo de un farol en la torrecilla de un cuartel,
el pueblo que llamé de las once mil piedras calientes, con sus cocoteros, sus plantaciones
de caña, sus bananales, sus papayales, todo sustituido por la vegetación de las
primeras mesetas, recortada en verdes metálicos sobre el aire del amanecer. Cambié
de ruta, antes de llegar a un lago, dejando la carretera de asfalto por un camino
de tierra y fui dando tumbos por entre minúsculas poblaciones, hasta la finca “Grano
de Oro”, donde debía entregar las armas, pues no era prudente llevarlas hasta la
capital. En estos poblados la vida ya empezaba, gallos, gallinas, cerdos, recuas,
vacadas, llamadas a misa y cornetas que tocaban diana.
Por una amplísima calzada de amatones que casi la cubrían
con sus ramas, rodé hacia el interior de una de las más famosas fincas cafetaleras
de la región, donde, frente a la casa, ya me esperaban sus propietarios, dos caballeros
de caras enjutas, el mayor de ellos entrecano, ambos con ojos pequeños y pómulos
asiáticos. Apenas detuve el camión se acercaron a saludarme en perfecto inglés,
consultando sus relojes de pulsera como diciéndome: ¡Se ha retrasado usted, apresúrese,
hay que ganar tiempo!… Salté de mi asiento, frente al timón, el casco echado hacia
atrás, pañuelo en mano para enjugarme el sudor, y fui con ellos hacia la parte posterior
del transporte a efecto de abrir las compuertas y proceder a descargar y esconder
las armas en la casa… ¿las armas?… pero… ¿qué armas?… el camión venía vacío…
Se me aflojaron las piernas, los pies más pesados del
orbe, sin dar crédito a mis ojos, mientras los hermanos del cafetal, alarmados,
cada vez más alarmados, mirándose entre ellos y mirándome, repetían: ¡No hay nada!…
¡No hay nada!… Salté, era imposible, era un engaño de los ojos… Allí estaban las
armas, sí, allí estaban… Mis pies, como los de un futbolista enloquecido, fueron
lanzando patadas a todos lados, en el espacio vacío del camión, sin chocar con fardo
alguno… No había nada… Se habían volatilizado los bultos que venían en el camión…
Me arrojé a buscarlos con las manos. Allí tenían que estar… ¿Cómo podía desaparecer
todo un cargamento?… Pero sólo encontré el paracaídas… el abrigo… el abrigo… esta
vez, no de la mujer, sino del armamento que no hallé…
¡Condenada cosa estar en Brooklyn!… ¿Caerse? ¿Cómo se
podían haber caído, si la compuerta la encontramos asegurada con sus pernos y cadenas?
¿Robo? ¿Quién, si no me detuve en todo el regreso, y vine
a gran velocidad, salvo en las cuestas, pues, por el peso que traía y la pendiente
del camino, aminoré la marcha?
¿Sueño?… ¿Sueño como el de las fieras comiéndose a los
cristianos ricos?… ¿Sueño como el de la atropellada, de la que sólo encontré el
abrigo?… ¿Pero cómo iba a ser sueño que las había cargado y echado al camión, bulto
por bulto, si tenía las espaldas molidas y las manos con ampollas grandes como huevos
de paloma?
Entonces sí me creí con la cabeza perdida. Todo aquello
era inexplicable. Pero no estaba borracho. Los propietarios del Grano de Oro, que
esperaban las armas en medio de cafetales floridos, blancos, nevados, me traspasaban
con sus enigmáticos ojos de caciques educados en Columbia University… El más joven
corrió a sacar su automóvil de un garaje disimulado por una enredadera y desapareció
a todo motor por donde yo acababa de llegar. Iría a ver si las había dejado regadas
por el camino. Era lo más probable. Después supe que ganaba la población para hablar
por teléfono con el Ambassador que esperaba noticias de la llegada del armamento
y el parque.
Tendría que presentarme a las autoridades del país, por
lo de la mujer atropellada, cuyo abrigo dejé botado en el lugar del accidente, me
quemaba la curiosidad, saber cómo habían encontrado a la víctima, muerta o herida,
y por lo de las armas, tendría que responder al terrible Ambassador. En balde trataría
de probarle con los lomos molidos y las manos a la miseria, mi esfuerzo, todo lo
que había hecho, para cumplir la misión a conciencia. Serían idioma más elocuente
para denunciar mi borrachera, los raspones de mi frente y mi nariz.
Me aparté del camión paso a paso. Llevaba a la espalda
el paracaídas como un capote blanco, un cigarrillo en los labios, y acepté del propietario
del Grano de Oro una taza de café y una silla.
¡Condenada cosa estar en Brooklyn!…
El
barman plantose de nuevo frente a él, la botella de scotch en la mano, los ojos
húmedos de una alegría de banderas, la sonrisa del que conduce pasajeros, y le llenó
la copa. Algo sabía el barman de la vida del sargento Harkins. Sabía que era de
California, graduado en alguna universidad, probablemente en la de Standford, periodista,
trotamundos… y, como él mismo decía, poeta que la segunda guerra dejó “durmiendo
un sueño sin sueños”.
–¿Borracho
yo?… En lugar de sacar el trasero para hacer la venia al Ambassador, se lo debí
poner en la cochina cara de pederasta, pero ya la venia estaba hecha, mi pie corrido
treinta y cinco centímetros a la izquierda, y mis manos cruzadas a la espalda.
–¿Dónde dejó usted las armas, sargento?
–No sé, Ambassador…
–¿Las cargó usted en el camión?
–Sí, Ambassador, yo mismo las cargué.
–¿Y cómo explica usted que no hayan llegado en el camión?
–No me lo explico, Ambassador…
–¿No se le cayeron en el camino?…
–No sé, Ambassador…
–¿Se las robaron?
–No sé, Ambassador, pero no me detuve en ninguna parte.
–¿Estaba borracho?
–¡No, Ambassador!
–Se presentará usted a responder ante las autoridades
militares de la Zona, en Panamá.
–No estoy movilizado, Ambassador…
–¿Y cómo está aquí?
–Como turista, Ambassador… Invitado a pasar el week-end.
–Pues sepa, estúpido, que estamos en guerra…
–¿En guerra?… –desorbité los ojos–… ¿En guerra con Rusia?…
–pregunté.
–¡No, sargento Harkins, no se haga el imbécil, estamos
en guerra con este país, y usted está borracho!
–Sí, Ambassador, estoy borracho…
–Hace un momento decía que no…
–Pero ahora digo que sí. Si usted afirma que nuestro país,
el más poderoso del mundo, está en guerra con está república en miniatura, estoy
borracho, totalmente borracho.
–Se le entregará el pasaje para Panamá y debe presentarse,
bajo su palabra, a las autoridades militares de la Zona.
–Antes tengo que presentarme aquí a la policía, porque
anoche atropellé a una mujer.
Pero el diplomático ya no oyó mis palabras. Había vuelto
las espaldas y salía militarmente, seguido de los dos propietarios del Grano de
Oro. Junto a estos aindiados, se veía corpulento como un verdugo disfrazado de deportista.
Me desplomé en la silla. Estaba borracho. Sólo borracho
podía creer que mi país, el país más poderoso del mundo, pudiera estar en guerra
con un país tan pequeño, tan inofensivo… ¡ja, ja, ja!… era una vergüenza y había
que estar total, absoluta, completamente borracho y seguir así, para creerlo… borracho…
borracho de caerse…
¡Condenada cosa estar en Brooklyn!…
–2–
El
encargado de dar las informaciones policiales a la prensa, gendarme al que le faltaba
un brazo y sobraban ojos, conocía muy bien a los reporteros de los diarios. Aquella
mañana no llegaban en ayunas del notición, sino a que él se los confirmara oficialmente.
Le bastó oírlos acercarse en pelotón de asalto a su despacho, verles entrar lápiz
y papel en mano quitándose la delantera, el sombrero bajo la bisagra del sobaco,
los que aún usaban esa prenda inútil, sin corbata algunos, otros sin saco, con guayabera,
todos nerviosos, gesticulantes, sin alcanzar aliento, tantos eran los signos de
interrogación que, como anzuelos, traían de la ciudad que hervía de rumores.
Pero se dieron con el pisapapeles en los dientes o él
mismo les hubiera dado, pues si siempre que ellos entraban lo escondía, no faltan
cleptómanos entre la gente de pluma, esta vez lo empuñó para hacerse respetar, apretando
con los dedos de la mano derecha el globo de cristal en que se veían las figuritas
de un hombre y una mujer faltando a uno de los mandamientos.
Los reporteros se replegaron ante la actitud del belicoso
manquizurdo que no sólo no les daba oídos, sino los amenazaba con expulsarlos, mientras
ellos le explicaban que la gravedad de la noticia que venían a confirmar, les había
hecho perder la cabeza y precipitarse a su despacho en forma irrespetuosa. No eran
píldoras ni palillos de dientes lo que se encontraron esa madrugada en la carretera
del Pacífico, sino armas de todo calibre y millares de balas.
Uno de todos salvó la situación:
–Yo tengo un pisapapeles igual al suyo, solo que el hombre
y la mujer están vestidos.
El manquizurdo se desarmó. Su lado flaco eran los pisapapeles
obscenos.
–Vestidos, pero… ooo…
–Sí, sí, vestidos, qué tiene de particular…
–Entonces es mejor el mío… en cueros, vea… en cueros…
–No sé si es mejor… el que yo tengo es muy gracioso… el
hombre está con sotana y la mujer con mantilla…
Al manquizurdo se le llenó la boca de sanguaza, los ojos
brillantes, y como no se podía frotar las manos, se estrujó de gusto una rodilla
con otra.
–¡Un cura con su hembra!… –gritó–. Y se ve bien que están…
–Sí, se ve bien…
–¿Y cómo están?
–¿Cómo, cómo están?… ¡En algo que sólo un hombre y una
mujer pueden hacer juntos!…
–¡Ella, ella! ¿cómo está?
–Arrodillada…
–Arrodillada… –repitió el manco con voz de babas, antes
de inquirir, curioso, lascivo–: ¿Y el cura?… ¿Y el cura?…
–Sentado…
–¿Sentado?…
–¡Y cómo quería que estuviera, si la está confesando!…
Todos soltaron la carcajada y el manco celebró la broma
con tales risotadas que ya se ahogaba, llorosos los ojos, los bigotones en desorden,
la manga sin brazo bailoteándole como moco de chompipe, y no deja de reírse si los
periodistas, creyéndolo anestesiado por las carcajadas, no tratan de extraerle la
confirmación oficial de la noticia.
Le cambió la cara.
–Váyanse al M… de la Defensa… queriéndome embrocar… –les
vomitó–; ésa es información militar y no de la policía, y si les falta papel, aquí
les preparé un boletín con la noticia de un abrigo de mujer que se encontró cerca
de la estación “Eureka”…
–¡Qué susto le daría la policía a esa pobre pareja, para
que ella haya dejado abandonado hasta el abrigo! –exclamó el que le había hecho
la broma.
–Y que no estarían como en su pisapapeles, vestidos y
confesándose –acotó el manco–, sino como en el mío…
–¿Y le parece justo, jefe, que mientras usted colecciona
pisapapeles con parejas desnudas, la policía no deje en paz a las parejas que proveen
a la ciudad de pisapapeles vivos? –le argumentó uno de los reporteros, el único
que le recibió el boletín. Los otros ni se dignaron leerlo. Andar a caza de la confirmación
oficial del notición de las armas encontradas en el camino y volver a sus diarios
con la nueva de un abrigo de mujer abandonado cerca de la estación Eureka, era para
que los echaran.
–¡Armas…
armas… la noticia del día… se descubren armas en la carretera del Pacífico… armas…!
Los voceadores de los diarios recorrieron la ciudad con
este grito, y la gente asomaba a las ventanas, salía a las puertas, corría tras
ellos, hasta tener el papel con letras en las manos. No les bastaba oír la noticia
a los voceadores. Oída la tenían desde que circuló el rumor por la ciudad. Querían
leerla, deletrearla…
–¡Armas!… ¡Armas!… ¡La noticia del día… se descubren armas
en la carretera del Pacífico… armas… armas!
–Sí,
señor, me llamo Marcos Paz…
–Tenemos ante el micrófono, amigos oyentes, al señor Marcos
Paz, uno de los chóferes que descubrió en la madrugada de hoy, los primeros fardos
del gran cargamento de armas y parque, regados a lo largo de la ruta Capital-Puerto
de San José. Es un hombre de mediana estatura, moreno, sin mucha nariz, por eso
le llaman “Chato”, y va a contarnos cómo descubrió esos bultos. La palabra del señor
Marcos Paz…
–¡Pu… ru… pupú!, no hay mucho que contar, que se diga…
Salí del puerto en la madrugada con pasajeros…
–Han oído ustedes –intervino el perifoneador–, salió del
puerto con un cargamento de pasajeros dormidos…
–No sé si venían dormidos, pero ¡pu… ru… pupú!, yo venía
bien despierto. Adelantito de Masagua apareció el primer bulto botado en medio de
la carretera… ¡pu… ru… pupú!, nunca pensé lo que era…
–¿Qué hizo usted?
–¿Cómo, qué hice?… parar…
–Sí, se entiende que paró…
–Sacudí a mi ayudante que venía cabeceando, para que bajara
a ver de qué se trataba, y volvió con la cara pálida a decirme que era un bulto
con armas. ¡Pu… ru… pupú!… dije yo… y me bajé.
Efectivamente eran armas… Allí nomás las alzamos, para
echarlas en la camioneta, y adelante encontramos un segundo y un tercer bulto… tres
encontré yo…
–¿Y cómo estaban?
–Botados… como cuando un camión en marcha va dejando caer
la carga que lleva…
–¿Esto lo podría usted afirmar?… ¿No cree usted que hayan
sido arrojadas de un avión?…
–¡Pu… ru… pupú! firmar no…
–Afirmar.
–Tampoco, tampoco… pura suposición…
–¿En qué se basa?
–Bueno, en que por donde estaban los bultos caídos, se
miraban las huellas de llantas de bocadillos grandes, que sólo podían ser las de
un camión de más de dos toneladas… ¡Pu… ru… pupú, los aviones no dejan huellas,
y allí sí que se miraban patentes las huellas de un camión!…
–Y qué más podría usted decirnos… qué hizo con las armas…
¿se las llevó a casita?
–¡Dios guarde!… la entregué en la Comandancia de Santa
María, y quién le dice a usted que hubo que hacer cola, con todos los que allí estaban
entregando los fardos encontrados… camioneros… automovilistas, hasta carreteros…
–Agradecemos al señor Marcos Paz ¡pu… ru… pupú!, haber
hablado para nuestros oyentes por estos micrófonos…
La noticia del día eran las armas. ¿Quién entonces estaba
para fijarse en aquel pequeño suelto publicado en una página anterior? Pocas líneas:
“Ayer a las 21 horas y 53 minutos, cerca de la estación Eureka se encontró abandonado
al borde de la vía pública que va del ‘Guarda Viejo’ a ‘La Reforma’, un abrigo de
mujer color vino tinto con la manga del lado derecho casi desprendida. En los bolsillos
se le hallaron dos fichas de ruleta, una de diez dólares color marfil, y otra de
cinco dólares, color rojo, así como una tarjeta de visita con el nombre de ‘Ada
Nuffio, Profesora de Educación Física’”.
–3–
–¡Condenada
cosa estar en Brooklyn!… No les negué más mi borrachera… para qué… mejor que me
creyeran borracho… sólo considerándome yo mismo en completo estado de ebriedad,
inconsciente, totalmente inconsciente, podía aceptar que obraran conmigo como si
en verdad lo hubiera estado… ¿Iba o no iba borracho cuando fui a traer las armas?…
Ya convenimos en que no iba borracho de caerme, pues… de caerme no iba borracho,
de tambalearme, sí… y desde entonces no he dejado de beber un solo día… ¿eso es
suicidarse?… si eso es suicidarse, yo no me dejo de suicidar un solo día… me suicido
todos los días… desde entonces me suicido todos los días… antes me rasuraba todos
los días como las personas educadas… ahora me suicido todos los días…
–El encargado de investigar lo que ya se llamaba “Affaire
Harkins”, miembro del Servicio de Inteligencia Federal, de la Agencia Central de
Inteligencia y hombre de confianza del Ambassador, trajo la Biblia… Creí que me
iba a hacer jurar borracho… No fue así… La trajo, la abrió y dijo:
–¿Sabe usted algo de la resurrección de Cristo?…
–Algo… –le contesté.
–Pues si sabe recordará, sargento, que en el Capítulo
28, versículo 2, según San Mateo, leemos: “Y he aquí, fue hecho un gran terremoto:
porque el Ángel del Señor… (debo estar borrachísimo, me dije, no entiendo nada de
lo que este pelo de mierda está leyendo)… porque el Ángel del Señor descendiendo
del cielo y llegando había revuelto la piedra y estaba sentado sobre ella”.
Y menos iba a entender en seguida, cuando me preguntó
a quemarropa, qué ángel había abierto por detrás la compuerta del camión.
–Sí, sí… –afirmó ante mi silencio clavándome en los ojos
sus pupilas claras de huevo ligeramente azul y sin esperar respuesta, extrajo del
bolsillo lateral de su americana un periódico que traía doblado, lo extendió abriendo
los brazos y con la cabeza sepultada en sus páginas, le oí leer, como a un apuntador
de teatro, la noticia del abrigo, y, terminando la lectura, sin dejar que yo hablara,
al sacar la cabeza del papel, exclamar:
–¿Insignificante, verdad?… Pues para mí, en esta noticia,
está toda la clave de la cuestión… Si la tumba del Señor la abrió un Ángel, la compuerta
del camión, la abrió otro Ángel…
Tuve que sacudir la cabeza, como cuando le queda a uno
agua en el oído, para darme cuenta que no era yo, que era él, el mejor de los policías
del Servicio de Inteligencia, el que deliraba, como borracho.
–¿Insinúa –le dije– que fue la dueña del abrigo, por la
tarjeta que llevaba en el bolsillo, probablemente Ada Nuffio, la que abrió la compuerta
del camión para que se cayeran las armas?…
–No insinúo nada, sargento…
–Le quería explicar: entre el sitio en que atropellé a
esa persona y el lugar en que recogí las armas lanzadas por uno de nuestros aviones,
hay una distancia de por lo menos ochenta kilómetros, y entre la hora del accidente,
antes de las diez de la noche y la madrugada en que estuve cargando las armas, habían
pasado muchas horas. ¿Cómo aceptar entonces que a esa distancia y con esa diferencia
de horas, la persona atropellada, probablemente Ada Nuffio, hubiera podido abrir
la compuerta del camión, para que se regaran las armas en el camino, cuidando de
cerrarla después?
–Esa es la incógnita, y vamos a tratar de resolverla,
sargento.
Dice usted, y su declaración fue grabada en cinta magnética,
lo que me ha permitido escucharla varias veces, que en el momento del accidente
alcanzó con el rabo del ojo, el cuerpo de una persona lanzada al aire con los brazos
abiertos y que al detener el camión, más adelante, y volver a prestarle auxilio,
esa persona había desaparecido.
–Sí, es muy misterioso… –le respondí.
–¿Podría usted, sargento Harkins, decir si vio la cabeza,
la cara, las manos, los pies de esa persona? Ya me dijo que no, que en aquella fracción
de segundo sólo le fue dable percibir el bulto, la forma humana que pudo ser sencillamente
el abrigo y lo que creyó los brazos, las mangas en movimiento, y en ese caso he
llegado a la conclusión que esclarece el enigma: la persona atropellada fue expedida
del abrigo, en el momento del choque, y así se explica que usted no la encontrara…
–La habría encontrado en el suelo… –le interrumpí.
–Déjeme concluir… no la encontró, porque cayó donde usted
menos se imagina, donde no buscó.
–Ya le he dicho que no estaba borracho de no saber lo
que hacía…
–Sí, pero también me ha dicho que en ningún momento subió
a revisar el camión, ni siquiera cuando cargó las armas, pues sólo fue empujando
los bultos que fácilmente se deslizaron hacia el interior por la cama de la carrocería…
–Sugiere usted… que cayó dentro del camión –le interrumpí–.
¡Imposible… el bulto apenas alcanzó la altura de la rueda y movió los brazos expedido
hacia afuera!
–Los brazos o… las mangas, y con lo que usted dice, sargento
Harkins, no hace sino confirmar mi hipótesis; mientras el abrigo era lanzado como
un cascabillo hacia afuera, una simple cuestión de balística, el cuerpo humano era
expedido hacia lo alto como una bala, y al perder el impulso se desplomaba dentro
del camión…
–Creo que al parar el camión la habría oído lamentarse,
llorar, quejarse… o al volver a buscarla bajo las ruedas…
–¿Y si estaba inconsciente?
–¿Quién?…
–Ella.
–Ah, sí, ella, ella… –me mordí los labios.
–Cayó dentro del camión exánime y no fue sino más tarde
cuando recobró el conocimiento, tal vez cuando el aerotransporte sobrevolaba el
terreno en que dejó caer las armas…
–¡No podía haber estado tan borracho! –grité desesperado–,
y, además, es imposible que una persona que ha sido atropellada, que va exánime,
que ha perdido el conocimiento, al recobrarse esté apta para darse cuenta que eran
armas lo que yo estaba cargando y hacernos esa jugada…
–No se presentó usted ante las autoridades policiales…
–No…
–En eso ha hecho bien. Sería ponerlos en guardia sobre
la identidad del camión que atropelló a esa persona que, sin quererlo y sin que
usted lo acepte, fue su pasajera en el camión.
Me exasperaba que me interrogara en aquella forma velada,
pero me abstuve de reaccionar, contentándome con rascarme la cabeza y decir a manera
de conclusión:
–Por otra parte era un secreto militar…
–Era, dijo usted bien, era, porque para mí que había dejado
de ser un secreto… El espionaje de estos salvajes está operando muy bien en Panamá.
Lo que no se puede negar es que ha sido un golpe de mano maestra, y ya verá cómo
se confirma lo que yo sostengo: la clave de este enigma está en el accidente… Ya
tendremos noticias de Panamá y también de esa Profesorcita de Educación Física,
Ada Nuffio…
–4–
Sobre
las pistas negras, charoladas, superficies de agua dura, hielo de alquitrán, la
modorra de las luces de los hangares, los trompos rutilantes de los faros aquí y
allá encendiéndose y apagándose y en un extremo, hacia el mar, en medio de la más
mojada oscuridad, un trozo del día conseguido a costa de millares de voltios, claridad
cegante que bañaba las masas de un enorme avión de transporte y un Thunderbolt P47.
De espaldas a la luz, pegados a las superficies metálicas
de los aviones, grupos humanos igual que títeres mostraban sus rostros ensangrentados,
y no era sangre, sino pintura, al ir borrando las marcas rojas de las alas y los
costados.
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
El
negro Turundré seguía haciendo tambor en la panzota del Thunderbolt, con la mano
que no borraba estrella, pabellón, letras, números… que no borraba… que no borraba…
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
Muchas otras manos borraban, pero la de él, la que tocaba
el tamborcito en la panzota del avión, no borraba estrella, pabellón…
No eran tantos los del turno extraordinario y se trabajaba
en un lugar apartado del tráfico, con paga igual a la del tiempo de guerra…
–¿Volverá la guerra, Turundré? –le preguntó un mulato
que también borraba a su lado, estrella, pabellón…
–¿Volverá?, qué pregunta. Si no se ha acabado. Sólo que
le llaman “guerra fría”…
–Guerra pobre debe ser… –apuntó el mulato dejando quietas
las pupilas de miel negra en las córneas de aluminio–. ¿Y para esa guerra fría,
chico, estaremos borrándole las identificaciones a estos aviones?
–¡Ah!… –abrió la bocaza el negro, mostrando la cavidad
roja con las filas de dientes blancos–. Para guerra ahora bombardero. Sólo mejor,
sólo bombardero, sin estrella, sin pabellón, sin letras… mejor…
–Mejor para qué…
–Mejor para todo…
–Y qué estabas hablando con el Administrador del Teatro…
–¿Hablando?… –se sorprendió Turundré.
–Te vi… –y con un dedo colorado de polvo de pintura, el
mulato se tiró el pellejo de la mejilla para dejar más desnuda su plateada córnea
de aluminio.
–Hablando… –se alzó de hombros el negro.
–Te vi… Le estabas preguntando, Turundré, ¿para qué nos
ponen a borrar el pabellón de estos aviones?
–Sí, eso le estaba preguntando…
–¿Y él qué te dijo?
–Que pa que hubiela tlabajo… hay mucho desocupao…
–Si están recién pintados… ¡Carajo, como que no supiera
yo para qué… quién no lo sabe!
Los mares se lanzaban uno contra otro a través de aquella
delgada cintura de tierra, sin alcanzar a morderse, encadenados por sus oleajes,
mostrándose los dientes de espuma a cada tarascada de cristal, y dejando oír hasta
muy lejos sus bramidos. Empezó a llover. Turundré no se mojaba. Veía mojarse a los
compañeros, a los que trabajaban en la cola del avión, raspando los números, hasta
hacerlos desaparecer. Él, bajo un ala, muy contento, borra y borra pabellón y estrella…
Pero ahora hasta de día estaban despintando aviones de transportes y bombarderos.
Turundré asomó por el Teatro Cometa a media siesta. Cerrado. Todo cerrado. Ni las
palmeras parpadeaban.
Dormitando bajo los chorros calientes del sol perpendicular,
Turundré tampoco parpadeó, sus grandes pestañas negras se quedaron en la orilla
de sus párpados, como barbas de hoja de palmera. Era horrible cantar cuando todos
hacen la siesta. Pero tenía que hacerlo. Ya por allí tenía que hacerlo. Y tarareó
primero, sin la letra, luego silbó la música, y por último, soltó la voz de negro,
que sólo abre la boca y emite el sonido, desde la garganta:
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
Apenas cantó, a un ventanuco se asomó una cabeza, saludándolo
desde arriba con su nombre:
–¿Qué tal, Turundré?
Y no tuvo tiempo de contestar ni de escupir dos veces,
ya estaba junto a él, el Administrador del Teatro Cometa:
–¿Cuántos limpiaron hoy? –se apresuró a preguntarle; hombre
enjuto, narigón, de amplia frente, con la boca olorosa a carbón vegetal, santo remedio
para los agrios, que son las vísperas de la úlcera, que es la víspera del cáncer.
–Un transporte que va a salir en seguida, y un bombardero
de los grandes aunque algo viejo.
En la mano de Turundré quedó un puñado de billetes crocantes.
–¿Y al piloto colombiano lo viste? –preguntó aquél, mientras
se abrochaba la bragueta, había bajado de su casa con la bragueta abierta.
–No, a Silvano no lo vi. Esos aviones grandes no se los
dan a ninguno, sólo ellos los manejan.
Al desaparecer el Administrador del Teatro Cometa, Turundré
se detuvo a contar el dinero que le había dado, junto a una palmera. Luego siguió
por la Avenida Central. Una leche de coco le estaba pidiendo el cuerpo.
El
transporte despegó fácilmente de la pista y encumbrose en vuelo rasante sobre hangares
y edificios de Panamá que pronto no fueron sino borrosos puntos blancos, manchas
de colores. Hubo que anunciar que un aerotransporte sin identificaciones partía
en ese momento hacia el norte, y no obstante el aviso, ciegos y casi instintivos,
moviéronse hacia la silueta cruciforme, miles de baterías antiaéreas.
Bajo un cielo cubierto de nubes, en los lugares en que
el toldo se rasgaba, veíanse confundirse en piélagos de esmeralda y turquesa tierras
y mares a lo largo de las costas de Centroamérica, y después de algunas horas de
vuelo, cuando el transporte empezó a descender, la inmensa masa de agua de dos lagos,
tan próximo uno del otro que antojaban dos copas en el momento de un brindis.
No aterrizaban del todo y ya una tropa de sombras blancas,
como enfermos de un asilo de locos, los pies desnudos, algunos con sombreros de
palma, asaltaban la nave cargados de fardos y cajas, en procesión silenciosa. Una
doble fila de guardias de uniformes blancos, botas relumbrantes y sombreros de cow-boys,
pistolón al cinto y fuste en mano, seguía con ojos atentos el ir venir de los cargadores.
Nadie se atrevía a pronunciar palabra, pero todos sabían que cargaban armas y parque,
y menos a pronunciar el nombre del país adonde, más tarde, se dirigiría el transporte
que mostraba contra el cielo, sobre el campo seco, las cuatro cruces de sus hélices
girantes.
–5–
–¡Anterior
volumen indíqueme, otro no!… ¡Anterior volumen indíqueme, otro no!… –se oyó la cháchara
monocorde de un radioaficionado de Panamá (que tenía su transmisor en el Teatro
Cometa)… Aquí Panamá, aquí Panamá, aquí Panamá llamando a Luis Morh a Guatemala…
llamando a Guatemala… Guatemala… ¡Anterior volumen indíqueme, otro no! ¡Anterior
volumen indíqueme, otro no!…
En Guatemala, calle del Cementerio, al fondo de un jardín
cerrado por una puertecita que de tanto llevar sol parecía de hueso muerto, despintando
el rótulo “Se venden flores”, en una casa de dos aleros, entre enredaderas y alambres,
un radioaficionado capta: “Anterior volumen indíqueme, otro no” y deduce, escribiéndolo
de corrido y extrayendo la primera letra de cada palabra:
¡AVIÓN!
Cambio… cambio… cambio… le estaba pidiendo Panamá… y se
oyó Guatemala…
… Le estoy dando el cambio… Panamá… Panamá… Panamá… le
estoy dando el cambio… aquí Guatemala… aquí Guatemala… Guatemala le está reportando…
ha tomado nota de su pedido… “anterior volumen indíqueme, otro no”… pero le voy
a dar de nuevo la palabra… cambio… cambio… Panamá… cambio… cambio… le voy a dar
de nuevo la palabra, porque es inútil que le dé el volumen que me pide, sin saber
en qué onda ha salido… si ha salido en la de costumbre, porque no es cuestión de
volumen.
…Ya sé, ya sé, pero recuerde que soy aficionado y no sé
muy bien eso de volúmenes y salidas de ondas… lo cierto es que la mía salió y llegó
allá con usted… y voy a fijarme bien en qué onda salió… pero habiéndome captado
usted, yo ya sé que salió… aunque creo que carga mal mi condensador… ¿carga mal?…
no está cargando… no carga nada… me oye, Guatemala, Guate… Guate… Guate… me oye…
En Guatemala, calle del Cementerio, acaba de pararse frente
a la puertecita de un jardín donde se venden flores, un viejo quebrado en tres pedazos:
hasta las rodillas que al arrastrar los pies inclina hacia adelante, uno; de las
rodillas a la cintura echada hacia atrás, otro; y de la cintura a la espalda cargada
de años, el tercero, faltando mencionar la cabeza tronchada sobre el pecho.
–¿Botella hay… botella?… –grita golpeando la puerta con
su bordón.
Nadie responde. Sólo se oye, tras la puerta de hueso muerto,
el vuelo de las mariposas que van recorriendo las flores en su ronda de mieles y
perfume.
La mano del radioaficionado anota sobre un papel, ajeno
a los golpes que están dando en la puerta, no los oye porque tiene los auriculares
puestos: “Avión salió de Panamá sin carga…”
Panamá le estaba pidiendo el cambio y se lo dio…
…Panamá… Panamá… Panamá… le estoy dando el cambio… le
escucho en perfectas condiciones, aunque al principio no me fue fácil identificar
su llamada…
…¿Era la incógnita en su cuadrante?… rio Panamá en una
especie de estornudo… pues seguiré llegando siempre de incógnito… sin identificarme…
alguien nos está interfiriendo… aló, Guatemala, Guatemala, Guatemala… nos están
interfiriendo…
El viejo quebrado en tres pedazos golpea desde la calle,
preguntando con su voz tostada por el catarro de las edades, si hay botellas vacías
en venta, y tras esperar un rato largo que alguien le abra, se voltea y va acercando
las posaderas a la grada de la puerta, para sentarse y descansar un poco.
Aló… aló… Guatemala… Guatemala… le decía que nos estaban
interfiriendo… es un buen amigo de Nicaragua que me reporta todas las veces que
puede, y me carga porque siempre sale a decirme que es de Managua, como enjuagándose
con vocales y a burlarse de mí… sin duda me oyó decir que mi batería no cargaba,
porque me resultó invitando a trasladarme a Managua, para cargar… véngase… véngase…
y ya verá que carga ahora mismo…
En Guatemala, calle del Cementerio, jardín donde se venden
flores y no botellas vacías, el viejecito se ha dormido en la puerta, las moscas
en la cara, resollando, roncando, separado por rosas, claveles, dalias, magnolias,
hortensias, azucenas, de la casa en que el radioaficionado copia: “Avión salió Panamá
sin carga, para cargar ahora mismo en Managua”…
Cargar qué…
…aquí Guatemala… aquí Guatemala… dígame, Panamá, Panamá,
Panamá… dígame, Panamá… cómo le quedó su armazón que estaba haciendo para su antena…
armazón le llamamos nosotros… ¿Cómo le llaman ustedes, armazón?… armazón… cambio…
cambio… cambio… Panamá… Panamá… le voy a dar el cambio… le preguntaba si instaló
su antena y si le puso lo que nosotros le llamamos armazón… y que no sé si ustedes
también le llaman así, armazón…
Sí, sí, armazón… armazón le llamamos nosotros… sí… sí…
Guatemala… armazón… armazón… así le llamamos en Panamá… me quedó buena, pero creo
que la voy a cambiar de lugar, que la voy a poner frente al parque… el parque que
hay aquí frente a mi casa… un parque tan lindo que todos dicen que es mucho parque
para Panamá… pero lo dejo, amigo de Guatemala y volveremos a conversar si está usted
por allí en la madrugada… no se me vaya a dormir… y no se olvide de saludar al señor
que me ofreció obsequiarme el anillo de esmeraldas… dígale que no lo vaya a jugar
a la ruleta…
El parte estaba completo:
“Avión salió de Panamá sin carga, para cargar ahora mismo
en Managua armas y llegar a Guatemala en la madrugada, avisarle en el casino al
amigo del anillo de esmeraldas”.
Al salir el radioaficionado se llevó por delante al viejecito
que dormía en la puerta.
–¡Eh, viejo, aquí no es lugar de dormir!
–¡Espérese… ya me va a tocar dormir enfrente! –y señaló
con un movimiento de cabeza el cementerio–. Me senté, mientras venían a abrir, pero
como que aquí no vive gente o son sordos… tal vez tienen botellas vacías para vender…
–Para romper, diría yo… –y le señaló una botella que se
le había hecho pedazos frente a la puerta.
–¡Ya hice una que no sirve!… –exclamó el viejo, y con
la voz mohosa de aflicción, moviendo la cabeza de un lado a otro ante lo irreparable–:
Una gran pérdida para mí…
–Un veinticincón para que se ayude… –largole aquél una
moneda de veinticinco centavos–, y para que recoja los chayes…
–Lo haré… lo haré… no se disguste… –pujó el viejo, dispuesto
a barrer los vidrios con la bolsa de brin que llevaba al hombro, pero antes se encaró
con el radioaficionado, y le dijo–: Diz que es mal agüero quebrar una botella vacía,
pero cuando la botella es verde, color de esperanza, trae buena suerte…
Aquél ya no oyó lo que sobre botellas y agüeros siguió
explicando el viejo. Había que ganar tiempo, movilizarse. Él era un S. P. S. en
guerra y llevaba hacia el cuartel general de los S. P. S. (Sociedad Patriótica Secreta),
el parte transmitido desde Panamá. No era supersticioso, pero mientras cruzaba un
baldío buscando hacia la puerta del cementerio, donde siempre había automóviles
de alquiler, pensó que alguna relación debía haber entre el anillo de esmeraldas
y la botella verde que se le rompió al viejo ante la puerta… y que por ser de buen
agüero, les traería la suerte de capturar las armas.
–6–
–¡Condenada
cosa estar en Brooklyn!… No sabíamos quién era Ada Nuffio ni el policía aquel dejaba
de suponer imposibles… sí, imposibles… como tuve que gritárselo a la cochina cara
inmóvil de cartón mascado… Eso de que la persona atropellada por mí, hombre o mujer,
hubiera caído dentro del camión era imposible… Se le paralizó más la cara cuando
le hice ver que el camión iba cubierto con una lona, y que de haber caído un cuerpo
cualquiera, habría rebotado en el toldo y en seguida, largo a largo, dado en el
piso, donde yo no era ciego para encontrarlo.
–En eso no había yo pensado… –murmuró, fijando sus pupilas
de clara de huevo azulenca, en mi nariz lastimada–, es decir no sabía que el camión
llevase un toldo. En el afán de explicarse uno las cosas, olvida los detalles. Sostengo,
sin embargo, que la clave del misterio sigue estando en la persona atropellada…
sí… sí… –cambió de idea–, lo del abrigo pudo haber sido una simple treta… ¿Afirmaría
usted, bajo juramento, sargento Harkins, que la persona que vio saltar hacia arriba
en el momento del choque, del accidente mejor dicho, era una mujer?…
Moví la cabeza negativamente.
–Cabría la hipótesis de que hubiera sido un hombre. Tira
el abrigo al aire, corre a un escondite, el encallejonamiento estaba lleno de sombras
y le bastó quedar agazapado, y al detenerse usted y volver atrás para prestarle
auxilio, dirigiéndose al bulto que creía la víctima y era el abrigo, le juega la
vuelta y trepa a ocultarse dentro del camión.
Se frotó las manos. Casi me abraza.
–¡Felicitémonos, sargento, porque hemos dado con la clave
del asunto! Ya tenemos la explicación…
–No estaba tan borracho –murmuré al rechazar su hipótesis–,
habría oído el menor ruido…
–Entonces explíquelo usted…
–Mi explicación no ayuda a resolver la incógnita de la
mano que abrió y cerró la portezuela del camión, para que se regaran las armas en
el camino –le contesté y sin darle tiempo a que hablara añadí–: La explicación del
accidente, a mi modo de ver es más sencilla. Al arrebatarle el abrigo el aire de
la rueda a la dama que marchaba en la misma dirección que el camión, hasta ahora
todo nos hace suponer que era una dama, su reacción natural, humana, instintiva,
fue escapar a todo correr de la inmensa mole rodante que acababa de poner en peligro
su vida, lo que la hizo volver hacia atrás, en el sentido contrario del que yo traía
cuando bajé a auxiliarla, y por eso no la encontré; bajo la acción del susto puso
distancia velozmente, sin pensar en el abrigo…
–Pero, entonces, quién… quién… Harkins… abrió la compuerta
del camión…
–El Angelito… –pensé contestarle, casi lo digo, para reírme
un poco, pero el hombre estaba seriamente preocupado.
–Operamos en un país enemigo –mascullaba…
–¿Enemigo? –tuve intención de decirle–, y los ferrocarriles
son nuestros, los muelles son nuestros, los transportes marítimos son nuestros,
los transportes aéreos son nuestros, las comunicaciones cablegráficas y radio telegráficas
son nuestras… sólo que nos estemos ya declarando la guerra a nosotros mismos…
–Es tremendo… –mascullaba–, nuestros servicios de espionaje
no se dan alcance, créame, no se dan alcance y algo más, son bastante nulos, de
una nulidad que no llora sangre, sino dólares, porque se les paga muy bien, muy
bien, tan bien que cualquiera sabría sobre usted algo más de lo que ellos han logrado
establecer…
–¿De quién, de mí?
–De sus contactos, Harkins… Hacen hincapié en su simpatía
por los republicanos españoles, lo que parece le llevó a quererse enrolar en la
defensa de Madrid…
–Es cierto… –le contesté.
–¡No, no puede ser, sargento Harkins –se le llenaron los
ojos de una hiel pelada–, es imposible sospechar de usted! Sus importantes servicios
durante la guerra, lo ponen a cubierto de cualquier sospecha…
–¿Qué quiere usted decir? –le grité.
–Yo nada, otros son los que insinúan que usted pudo abrir
la compuerta, para dejar caer las armas…
–¡Estúpidos!
–Sí, es una estupidez; de haber sido usted, la deja abierta
y explica tranquilamente la pérdida de las armas, como un accidente de ruta…
El
barman asomaba frente a Harkins, cuyos dientes amarillos, desiguales, destilaban
angustia salivosa, y le renovaba la dosis de whisky multiplicada, y la de cerveza,
sumada.
–¡Condenada cosa estar en Brooklyn!…
El barman sabía de memoria, tantas veces se lo había contado,
que Ada Nuffio, la profesora de Educación Física, no era la persona atropellada
por el camión. Acompañada de su padre se presentó ante la policía y a los periódicos
aclarando que se hallaba ese día en el casino y que alguien equivocadamente se había
llevado su abrigo, dejándole uno bastante parecido, en forma de kimono, color borravino.
Al tacto, igual que un ciego, buscaba el sargento Harkins
el vaso de whisky. Un ciego con los ojos abiertos en medio del misterio de una mujer
atropellada, de la que sólo encontró el abrigo, y de un cargamento de armas, del
que sólo le quedó el paracaídas…
Se resolvió, antes de tomar el vaso, para enfrentarse
al barman:
–Ni nuestros servicios de espionaje, tres grandes redes;
ni los servicios de espionaje del gobierno del país en que operábamos; ni el espionaje
del ejército del mismo país; ni el de la policía, resolvieron la incógnita, y de
no haber sido héroe de Normandía, me acusan de complicidad con el enemigo, ante
la Comisión Investigadora de Actividades Antinorteamericanas… ¡Condenada cosa estar
en Brooklyn!…
–7–
–Atala
Menocal me llamo, cumplí veintidós años, estudio filosofía y letras en la Universidad,
soy campeona de salto a la pértiga, de tenis, de bowling, de tiro al blanco, y no
sé si tengo novio, pues el que me pretende quiere ser mi amante y yo quiero ser
su esposa. Por de pronto soy su compañera en la S. P. S. (en guerra).
¡Atala Menocal en marcha!, me dije, dándome ordenes, y
salí de casa hacia el casino. Me repugnaba ir al casino, pero debía cumplir cierta
misión esa misma tarde. Revisé mi cartera, antes de salir: llaves, encendedor, cigarrillos,
rouge, pañuelo, un pequeño revólver escuadra, polvera, dinero… A última hora me
decidí por el abrigo borravino. Sus mangas en forma de kimono me sentaban bien.
El bus que me lleva al casino iba lleno de chiquillos de casas ricas con sus madres
jóvenes o niñeras, algunos pocos paseantes. Juguetes, dulces, mamaderas, globos
de colores, llantos y risas, me hicieron olvidar el destino que llevaba, y alterné
con más de un niño, contestando a sus interrogatorios interminables. A cada parada
del bus se fueron bajando, no sin decirme adiós con sus manecitas rosadas, y pocos
llegamos hasta la terminal del recorrido, frente al casino.
El ruido de las fichas. Oí que me saludaban. Era una amiga
de casa. Me presentó a su marido. Pero poca atención se pone en los amigos, cuando
la bolita va saltando en la ruleta y las manos de los jugadores se alargan y encogen
poniendo las últimas fichas, de ahí que apenas cambiamos las palabras de rigor:
“¿Vienes a jugar? ¿Cómo has estado? Nosotros nos vamos… No, no, ni perdimos ni ganamos”.
Se jugaba en dos mesas en ese momento y en ninguna vi
apostar al 19 colorado. Un nervioso escozor me recorrió la espalda. En una de las
mesas, sobre este cuadro rojo, con el número 19 pintado en negro, descubrí una ficha
de marfil, de forma octogonal, con bordes dorados. Pero la que jugaba era una señora.
Cada vez había más gente. Las mesas apiñadas. Estuve jugando a color para justificar
un poco mi presencia, y aunque ganaba casi siempre, no llegué a interesarme, pendiente
de la mano de un caballero que con una esmeralda en el anular, debía poner en el
19 colorado una ficha de marfil. Así pasó media hora, una hora, y hora y media.
Empecé a desesperar. A las dos horas podía dar por terminada mi misión y retirarme.
Así lo hice. Había depositado mi abrigo en el respaldo de una silla, lo dejé caer
sobre mis hombros y salí, dispuesta a volver a casa. El caballero de la esmeralda
en el dedo anular no había jugado el 19 colorado con una ficha color marfil. Mas
la noche era muy hermosa, fragante y estrellada, ligeramente tibia. Los pasos de
las pocas personas que a esa hora transitaban por allí sonaban cautelosos en la
arena húmeda de rocío. Y en medio de la placidez de la atmósfera, cuando más tranquila
marchaba, me sorprendió el cercano rugido de los leones en el jardín zoológico.
Apresuré el paso inconscientemente. El instinto de la bestezuela que se siente amenazada
por el rugido retumbante. Podía seguir a pie hasta Eureka para hacer un poco de
footing. Si me cansaba por allí tomaría un taxi. Marchaba a la izquierda por aceras
y macizos de grama, pero en llegando a la vía férrea, cerca de la estación Eureka,
antes de cruzarla ya iba a la derecha. Qué desierto estaba todo. Si por allí es
verdad que nunca hay gente, ahora no pasaba nadie. Circulaban noticias muy alarmantes.
Pensé esperar un vehículo, pero sobre la marcha decidí seguir adelante, hasta el
Guarda Viejo, no estaba cansada y aunque el jalón era largo, podía completar mi
caminata, segura de que en la avenida Bolívar me sería más fácil encontrar un taxímetro.
Marchaba a la derecha y a medio cruzar un encallejonamiento
en forma de S un poco oscuro donde insensiblemente alargué el paso, oí, no oí, sí
oí el claxon de un camión que entró en la curva con sus potentísimos faros, y vi,
no vi, sí vi mi abrigo volar de mis espaldas lo llevaba solo sobrepuesto en los
hombros, y sentí, no sentí, sí sentí que salía de entre la rueda que me sopló su
respiración al arrebatarme el abrigo, casi me levantó del suelo y me dejó en la
oscuridad. No sé si grité. El vehículo se detuvo y vi desprenderse un hombre, con
una linterna en la mano y avanzar hacia donde yo estaba. Era un soldado. El casco.
El casco y el uniforme. Aún sin pulsos, aún sin aliento, sacudida por un temblor
nervioso de la cabeza a los pies, mi primer intento fue huir de aquel sitio para
evitarme complicaciones con la policía, pero al darme cuenta que se trataba de un
soldado extranjero y que yo era una S. P. S. (en guerra), atravesé el pavimento
para que no me encontrara y cuando lo vi volverse de espalda sobre lo que sin duda
creyó el cuerpo de su víctima, el abrigo tirado en la grama, me escabullí hacia
el camión, trepé rápidamente y me dejé ir bajo el toldo de lona que lo cubría, curiosa
por saber lo que llevaba, pero no había nada. Agazapada, inmóvil, por una de las
aberturas del toldo me llegó un pedazo de cielo estrellado rumiando con sus millones
de muelas de oro el inmenso instante de mi vida en que en aquel escondite decidí
seguir con el camión adonde fuera. ¿Qué me proponía? Nada concreto. Saber adónde
iba aquel transporte verde oliva manejado por un soldado con casco. Los minutos
se me hicieron siglos. El hombre aquel no regresaba. Lo oí ambular de un lado a
otro, buscando, buscándome. Oí ruido de agua removida, luego las pisadas de sus
botas en el asfalto y casi en seguida avanzar hacia el camión a pasos largos, instantes
en que ni los párpados moví, temerosa que me fuera a descubrir por el ruido de un
parpadeo. Y, ¿si me descubría? Lo pensé antes, cuando su tardanza me hizo suponer
que andaba en busca de un policía. Si me descubría, me fingiría inconsciente, como
si el impulso de la rueda, al sacarme el abrigo, me hubiera lanzado hacia arriba
y de lo alto por la juntura de la lona y la cabina hubiera caído allí donde me encontraba
desmayada. Llegó junto al camión, pero lejos de seguir viaje, metiose bajo las ruedas,
anduvo como golpeándolas y volvió con paso inseguro, hasta entonces no me di cuenta
que andaba tambaleante, a seguir buscando, sin duda, por el lugar en que había caído
el abrigo. No lo oí más. Se debe haber quedado un largo rato silencioso, parado,
inmóvil. Yo estaba como había caído, sin siquiera, como ya dije, atreverme a parpadear
muy fuerte. Cuando volvieron sus pasos a mis oídos, blasfemaba, maldecía. Oí la
portezuela, la golpeó brutalmente al cerrarla, y más tarde, algo así como si hubiera
encendido un cigarrillo.
Puso en marcha el motor y al empezar a moverse el camión
me sentí como perdida en el vientre de una ballena rodante, transportada a gran
velocidad entre las luces del alumbrado público que de esquina en esquina pasaban
vertiginosamente, pero de pronto faltaron los focos, indicio seguro de que habíamos
dejado la ciudad por el Guarda Viejo y a juzgar por la ruta de concreto en que rodábamos,
que al llegar a la bifurcación de los caminos habíamos tomado rumbo al sur. Estiré
las piernas, alargué los brazos, me acomodé mejor en una y otra postura, ya que
podía moverme sin que él se diera cuenta. El pensamiento de que estos camiones fueran
a tener entrada, por el lado de Mariscal, a las bases que se les cedieron durante
la guerra, me alarmó, ya que en ese caso mi aventura terminaría en un garage, encerrada
bajo llave, o en el patio de un cuartel abandonado. Pero apenas tuve tiempo de pensarlo.
El lejano resplandor de la ciudad regado en el cielo, a la distancia, y la velocidad
a que corríamos, me indicaban que el peligro de Mariscal se había quedado atrás.
Rápido zangoloteo en las calles pedregosas de una población que debió ser Amatitlán
o Palín. Algún puente. Vehículos cruzados con la sensación de que no chocaban, al
encontrarme, sino se pasaban cortando. Otros puentes. Ruidos de ríos hacia la costa.
La noche fresca en las mesetas empezó a ser un horno. Acabábamos de cruzar la población
de Ecuintla. Hubiera querido fumar. Varias veces apreté la mano sudorosa en mi cigarrera
y el encendedor. Imposible. Habría sido imprudente. El zangoloteo me aturdía, el
zangoloteo y el calor, encerrada bajo el toldo que al recalentarse con el fuego
de la noche costeña soltaba tufo a pintura y alquitrán. Ya debíamos estar cerca
del mar. El viento salino, pegajoso y las planicies interminables por donde seguía
el camión a más de cien kilómetros por hora, en carrera alucinante. Poco a poco
empezó a frenar y casi se detuvo, como para cruzar un mal paso, pero no siguió adelante,
y tras un viraje a la derecha, sentí que rodábamos por un pedregal y ya muellemente
por un arenal interminable. Se detuvo y al quedar inmóviles, como si la velocidad
me hubiera venido ocultando me sentí descubierta. Rápidamente extraje mi pistola
y adelantando el pensamiento a los acontecimientos: Va a descorrer el toldo, me
dije, pero como no sabe ni puede suponer que estoy armada, le ganaré la delantera
tomándole por sorpresa y exigiéndole que me explique la presencia de aquel transporte
militar perteneciente a una potencia extranjera, en aquel lugar apartado de la ruta.
En el cielo estaba la respuesta. Sobre el eco flagrante del oleaje que a favor del
viento y en la quietud de la noche llegaba con el ímpetu de las masas de agua rompiéndose
en los peñascos, se dejó oír el zumbido de un avión que fue creciendo a medida que
se acercaba al terreno donde el camión apagaba y encendía las luces como haciéndole
señales. Por una especie de tragaluz abierto en lo alto del toldo tuve ante mis
ojos su silueta cruciforme perfectamente delineada, volaba con las luces apagadas
y sin ningún color de bandera o número, que lo identificara. Dos veces pasó volando
muy bajo sobre el camión, luego oyósele evolucionar en un radio más amplio, para
después cobrar altura y desaparecer sobre el ruido del mar. Pero ya mis orejas,
mientras mis oídos seguían el avión que se perdía, andaban en otro menester más
cercano, pegadas al chófer, que bajó de la cabina corriendo hacia… Apenas lo oí
correr, sin saber hacia dónde. Escuché bien y estaba sola. Me puse de pie y asomé
los ojos. Una mancha blanca se arrastraba entre los matorrales. Pensé saltar del
camión, ganar la carretera y comunicarme con las autoridades para que procedieran
a su captura bajo acusación de haber ido a esperar la llegada de un aerotransporte
que valiéndose de paracaídas lanzó… no sabía qué había lanzado, si hombres o armamentos,
y eso me cortó el impulso de alejarme de aquel sitio sin saberlo… Pero tenía que
ser algún cargamento importante, pues de ser paracaidistas, espías o saboteadores,
no hubieran desplazado un vehículo tan grande, bastando un jeep o uno de los tantos
autos de que disponían con la ventaja de estar todos amparados por la placa diplomática.
Escucho las pisadas de sus botas en la arena y le vi avanzar hacia el camión. Se
tambaleaba. Viéndolo hacer equis, no por lo inseguro de la arena, me sentí cegada
por la rabia, al constatar la impunidad con que, hasta borrachos, operaban y apunté
la escuadra para acabar con él allí mismo, pero ¿estaba segura de que no habían
sido paracaidistas los que cayeron?, y ante esta duda me contuve ya para descerrajarle
los tiros a boca de jarro, cuando llegaba a la portezuela, el casco echado hacia
atrás y el pecho descubierto. Lo vi colgar la mano del picaporte y pasear la cabeza
con aire de beodo, entre improperios y pataleos de bestia furiosa. Saltó al timón
y puso en marcha el motor que fue arrastrando la inmensa mole cavernaria del camión
a lo largo del arenal. ¡Gringo infeliz, de aquí no vas a salir ni hoy ni mañana!,
le grité con el pensamiento, saboreando el gusto de lo que iba a pasar, quedaría
pegado en la arena como un moscardón verdoso en un papel de cazar moscas.
Frenó, apagó el motor y saltó a tierra bamboleándose.
Me di cuenta que se dirigía hacia lo de atrás del camión y me oculté en la pestaña
del toldo que me cubría por entero, y de la que yo era como un alfiler en una solapa.
Abrió la compuerta de muy mal humor, entre escupidas y manotazos. No sé si intentó
subir. Yo seguía, escuadra en mano cada uno de sus movimientos, dispuesta a darle
muerte sin haberlo visto nunca, sin conocerlo, sin hablarle, como se mata en la
guerra, porque sólo los de nuestra sociedad patriótica aceptábamos el hecho de que
estábamos en guerra, contra la opinión del gobierno, militares y dirigentes políticos
que creían que se trataba de un chantaje, y por eso nos llamábamos S. P. S. (en
guerra), para recordarnos en todo momento que estábamos en guerra.
Se alejó hacia los matorrales, donde vi caer el paracaídas,
quién sabe si lanzaron varios, yo sólo uno vi, y adonde había aproximado el camión
para quedar más cerca, y no tardó mucho en volver, en incorporarse ante mis ojos
en medio de la noche quemante, llena de astros, blanco papel del día que el sol
de la costa, al incendiarlo, convierte en una hoja de carbón en la que las estrellas
se van encendiendo y apagando, como brillantitos y rubíes. Regresaba con un fardo
a la espalda, no tan grande cuanto pesado a juzgar por el esfuerzo que hacía para
sacar las botas de la arena, donde, a cada paso, se clavaba. Por fin llegó hasta
la pestaña de la carrocería y con gran trabajo y palabrotas lo empujó hacia el fondo.
Lejos estaba de pensar que había una pistola apuntándole al entrecejo. Se detuvo
a enjugarse el sudor con el pañuelo y se alejó en seguida buscando hacia el matorral.
Volvió con otro fardo sobre la espalda, tratando de no hundir mucho los pies en
el arenal, pero se hundía, alcanzó a llegar al camión, tornó a depositar el bulto
en el borde de la carrocería y a empujarlo hacia adentro. Me di cuenta, mientras
trasladaba el cargamento del matorral al camión, que al final tendría que subirse
adonde yo estaba para apercharlos, y era entonces cuando debía actuar, decididamente,
o lo capturaba o lo mataba antes de que pudiera hacer uso de sus armas, evidencia
que era mayor a medida que aumentaba el número de bultos que obstruían en la compuerta,
el paso de los que iba trayendo. Y si él ya se miraba extenuado, yo estaba cubierta
por un sudor de espera agoniosa, desesperada, frío tastasear de mis dientes, igual
que si la conciencia lúcida con que iba a dispararle, en la guerra como en la guerra,
me precipitara a enfrentar el momento, cada vez que se acercaba. Gotas de ese sudor
helado me corrían por las mejillas. Las enjugaba con el revés de mi mano izquierda,
donde hasta hace un momento tenía la pistola. Sé tirar con las dos manos, pero esta
vez debía usar la derecha, al menos no era la del corazón, ya que me daba cuenta
que al final lo iba a liquidar sorprendiéndole y un poco traidoramente, pero ¿qué
es lo que ellos estaban haciendo sino traicionar, en un país indefenso, el espíritu
de América?
Y en aquella apartada planicie marina, junto al Océano
Pacífico, me di cuenta del doloroso destino que nos esperaba: el poderoso y los
pequeños luchando frente a frente, por generaciones de generaciones.
Bajé la guardia cansada de esperarlo. No volvía. Su tardanza
me hizo concebir la idea de robarle el camión cargado, por el ruido de los fardos
al chocar en la cama de la carrocería metálica, y la forma de los bultos, me di
cuenta que eran armas. Mejor robarle el cargamento que matarlo. Y me aligeró la
alegría de encontrar aquella salida a la situación, pero me di cuenta que mi propósito
fracasaría en la arena y además, ya el gringo venía de vuelta con luz de estrellas,
con canto de grillos, con aserrar de chicharras, croar de ranas y el vuelo de uno
que otro murciélago cegatón. Venía arrastrando un bulto y si antes, cada vez que
se acercaba cargado, tuve la impresión de que era el último, lo que significaba
el comienzo de mi batalla, esta vez me fue impuesto por el corazón el creerlo así,
porque de ser, como lo presentía, el último este bulto que traía arrastrando, lógico
era que se subiese a ponerlos uno sobre otro y al sólo intentarlo yo abriría fuego
desde el fondo. Nunca sentí el estómago más pegado a la columna vertebral, hundido
el vientre, lleno y vacío el pecho de contracciones de garra que al apretar, para
la carnicería, siente en las uñas humedad de lloro, seca la boca hasta el galillo,
presta a responder al instante en que me iba a encontrar con él, sin conocerlo,
para hacerlo rodar fulminado por un rayo que no se guardaba en la nube iracunda,
sino en un estuche pavonado del tamaño de una polvera.
Pasó arrastrando el bulto al lado del camión y se detuvo
como a oír algo a la par de la cabina, a unos centímetros de donde yo estaba, detrás
de la lona, izada en alto, como un burladero. Lo sentí respirar, agitado, sudoroso,
hipando. ¿Por qué no intimarlo para que se diera preso? Allí mismo, por sorpresa,
o cuando subiera ahora que ya daba los pocos pasos que le faltaban para llegar a
la parte posterior. Mis ojos apuntaron hacia él en espera de que trepara de un salto.
Pero estaba en la lucha de subir el bulto. Varias veces lo intentó sin lograrlo.
Haciendo un gran esfuerzo a la tercera o cuarta, lo prendió del filo de la carrocería,
antes de empujarlo al interior. ¡Al fin!, se debió decir, con tal abandono desplomó
los brazos cerca del fardo y de los otros fardos amontonados en la entrada, y sobre
los brazos, la cara. Más tarde, al rato, alzó la cabeza y lo vi alargar las manos
hacia adentro… ¡Eh!, me dije, se apoya para saltar… y nunca sentí más firme la escuadra
en mi mano, pero noté que sólo manoteaba las compuertas para cerrarlas, lo que no
pudo hacer antes de remover las armas que estaban muy a la orilla. Duró siglos en
aquella operación que para mí terminaría subiéndose él a apilar los fardos y yo
capturándolo o matándolo. Por último cerró. Oí caer los pernos y trabar las cadenas
en los ganchos, tironear la lona para cubrir mejor lo de atrás, y cuando ya estábamos
separados por la compuerta, mientras él se sacudía las manos, yo bajaba la guardia
en mi escondite, más oscuro ahora que cerró mejor el toldo, decidida a seguir en
el camión a fin de saber el destino de esas armas. Lo importante ahora era saber
a dónde las llevaba. Y listos para marchar… ¿a dónde?… si el motor rugía llevado
al máximo de su potencia, sin hacer andar el camión. Las ruedas giraban en la arena
como en el vacío, muertas, pues por más que se enterraban no encontraban terreno
firme, y en balde los cambios de velocidades, avance, retroceso, avance, otra vez
retroceso queriendo sacarlo para atrás, y los ligerísimos movimientos que alcanzaba
a dar al timón… Ni muerto ni capturado, atrapado por la arena, como si la tierra
también participara en la defensa de sus hijos en aquella forma oscura. Se oía que
entraba y sacaba el cuerpo, que manoteaba las palancas, que se le soltaban ya de
los pies los pedales, sin conseguir otra cosa que el trémulo sacudirse del gigantesco
transporte, interminablemente, en el mismo lugar. Una simple capa de arena reducía
a la impotencia a quién sabe cuántos miles de caballos de fuerza. Recurrirá a las
cadenas, pensé en seguida que paró el motor y eso era tenerlo otra vez moviéndose
a los lados. Mis sentimientos eran confusos. Ahora me pesaba el haberme alegrado
de que la arena lo atrapara, como a una mosca verde. Lo importante era salir de
allí y conocer el sitio a donde conducía el armamento. No le oí más, igual que si
se hubiera quedado dormido… Y en el estar atisbando que hacía, empecé a sentir que
se nublaban los ojos, que me faltaba aire, que el toldo daba vuelta con todo y mi
cabeza, ínterin en el que echó a funcionar el motor sin que yo me diera cuenta,
asfixiada, mareada, a punto de caerme, como que me desplomé lanzada contra lo de
atrás de la cabina al arrancar el transporte hacia adelante, que no arrancó, saltó
igual que un edificio lanzado fuera de sus cimientos. Di con el hombro en la cabina
y caí de rodillas apoyando una mano en el piso de metal caliente de la carrocería
y con la otra sosteniendo el arma, la boca llena de agua, duros los ojos en suspenso,
esperando que se detuviera al salir a la carretera, pues sin duda me había oído.
Pero no paró, volábamos por las primeras rectas, pronto sabría a dónde llevaba las
armas… A todas partes, me dije, menos a poder de las gentes contra quienes van a
ser usadas en acciones de represión mortífera, peones, obreros, campesinos… ¡Ah!…
pero eso estaba en mi mano, que fueran a manos de ellos estaba en mi mano… y vi
mi mano y vi las manos de todo un pueblo tomando las armas para defenderse… No lo
dudé ni un minuto, había que proceder sobre la marcha, como quien se quita una brasa
de encima. Guardé la escuadra en mi cintura y fui hacia las compuertas tropezando
con el armamento que bajo el toldo y en la oscuridad de la noche no veía bien, y
estuve a punto de perder pie, me quedé prendida del camión vaya a saber cómo, pero
el susto se me tornó contento al oír caer el primer fardo en la carretera… el segundo…
el tercero… después ya no conté…
La proximidad de Escuintla me inquietaba: la guarnición
militar con sus centinelas, la policía, los trasnochadores o los que se levantan
a trabajar de buena madrugada, alguien que viera que aquel camión iba perdiendo
la carga trataría de avisarle al chófer, pero afortunadamente, el gringo corría
como bala y dejamos Escuintla, sus casas, sus calles, sus cocoteros… Me parecía
un sueño… Sólo en los sueños suceden las cosas como uno quiere…
Los bultos que faltaban cayeron sin mayor dificultad como
si de ellos mismos salieran a buscar las manos en que debían estar, el camión al
ir subiendo la cuesta cada vez más acentuada llevaba la parte de atrás de la carrocería
inclinada hacia abajo, y tan pronto como vi saltar el último, cerré las compuertas,
asegurándolas con sus pernos y cadenas en los ganchos, y en la última vuelta, ya
para asomar a Palín, donde la carretera pasa bajo un puente de ferrocarril, me tiré…
La altura desde la punta de una pértiga al suelo entre
una nube de polvo. Olor a grama mojada, y después los globos rojos del enorme transporte
perdiéndose a mis ojos, como dos inmensas gotas de sangre. Me levanté y corrí en
busca de mi cartera que tuve cuidado de arrojar antes de saltar del camión. Interminablemente
caía el agua en las cascadas de la Planta Eléctrica de Palín, entre montañas y bosques
alumbrados con focos incandescentes. Lo importante ahora era no quedarse en la carretera.
Recogí la bolsa y eché a andar hacia un cercado de piedras que separaba el camino
de una casa iluminada al final de un campo arado, donde los surcos al ir saliendo
el sol parecían parpadear. Sus moradores, que ya andaban en los quehaceres del día,
me recibieron sorprendidos, haciendo callar los perros que despedazaban con sus
ladridos el mentido accidente que yo trataba de explicar. No es a la primera persona
que le ocurre, eso de dormirse y caerse en la camioneta, comentaban crédulos y hube
de excusar sus atenciones agobiantes, feliz de tener en las manos una taza de café
caliente y bajo el cuerpo una hamaca mecida al compás de mares de bambú que balanceaba
sus redondas ramas como los tumbos de un oleaje vegetal, y en la que poco a poco
me quedé dormida.
Desperté
casi a la hora de almorzar, entre chiquillos pobremente vestidos, medio desnudos,
que me miraban, como si fuera una aparición, y hube de aceptar, para no ofenderlos,
compartir con ellos un “sanchocho” que fue todo un banquete campestre, pues además
hubo carne de armado, palomitas, aguacate, fruta y para engañar el bocado, tortillas
de maíz recién sacadas del comal.
Me despedí a media tarde, no sin repartir algunas monedas
entre la gente menuda, con la suerte de que al sólo asomar a la carretera, pasaba
una camioneta sport de las que hacen el servicio de pasajeros de Escuintla a la
capital, adonde llegué una hora más tarde, cuando por todos los rumbos, en calles
y plazas, se regaban los gritos de los voceadores de periódicos que anunciaban el
hallazgo de un gran cargamento de armas en la carretera del Pacífico.
Los S. P. S. (en guerra), estaban sumamente alarmados,
temiendo por mí, pues daban por seguro que había encontrado al caballero del anillo
de esmeraldas en el anular jugando al 19 colorado en el casino y que con él habíamos
marchado a la captura de las armas a la finca El Grano de Oro.
–¡Atala!… ¡Atala!… –gritaron todos al verme entrar, palpándome
como a un ser que regresa de un enorme peligro, efusión bulliciosa que se convirtió
en silencio cuando empecé a contar lo que me había sucedido:
–Amigos, el Caballero de la Esmeralda no se presentó en
el casino a jugar el 19 colorado, pero fue mejor… Al salir me encontré con el azar
iluminado por una sortija color de esperanza…
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