Queta Navagómez
Cuando
Sergio llegó a casa, lo esperaba una mesa colmada de viandas: el mole verde que
tanto le gustaba, arroz a la mexicana, chilaquiles, frijoles chinitos, tamales
de rajas y de piña, vasos con agua, cerveza y tequila: naranjas, manzanas y
guayabas en montoncitos… Sobre una servilleta blanquísima, panes, grandes,
muchos, con azúcar o con ajonjolí. En la mesa estaba expuesto el cariño de
mamá. Al sentarse para comer miró hacia la puerta: afuera había hombres,
mujeres, ancianos y niños con la angustia en el rostro. Les notó el hambre y
dijo:
–Pasen, vengan a comer de lo que me
preparó mamá.
Los invitados entraron en tropel. El
hambre era mucha, en minutos dieron cuenta del banquete y se fueron
agradecidos, satisfechos. Sergio aspiró el olor de lo que habían dejado y se
sentó a esperar a que mamá entrara a la sala, deseoso de verla después de
tantos meses…
Volvió a mirar hacia la puerta y encontró
otra multitud hambrienta. Claro, con los panteones cerrados, con tantos que se
murieron de coronavirus como yo, andan las ánimas buscando dónde les den de
comer este primero de noviembre, reflexionó. En la mesa aún quedaban aromas,
ardían las veladoras, deslumbraba el cempasúchil.
–Vengan a comer de lo que me preparó mamá –dijo.
Los invitados entraron en tropel.
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