Cordwainer Smith
Estábamos
ebrios de felicidad en aquellos primeros años. Todos, y especialmente los jóvenes.
Eran los años iniciales del Redescubrimiento del Hombre, cuando los Instrumentos
cavaban profundamente en el tesoro, reconstruyendo las culturas antiguas, las lenguas
antiguas y aun los males antiguos. La pesadilla de la perfección había llevado a
nuestros antepasados al borde del suicidio. Ahora, bajo el liderazgo del Señor Jestocost
y de la Dama Alice More, las antiguas civilizaciones se alzaban como grandes masas
continentales del océano del pasado.
Yo
mismo fui el primero que le puso un timbre postal a una carta, luego de dieciséis
mil años. Yo llevé a Virginia a escuchar el primer recital de un pianista. Los dos
vimos en la máquina óptica cómo el cólera asolaba Tasmania y cómo los tasmanos bailaban
en las calles, pues ya no necesitaban que los protegieran. En todas partes las cosas
eran más excitantes ahora. En todas partes hombres y mujeres trabajaban afanosamente,
decididos a construir un mundo más imperfecto.
Yo
mismo fui a un hospital y salí transformado en francés. Por supuesto, yo recordaba
los primeros años de mi vida, pero esos recuerdos no importaban mucho. Virginia
era francesa también, y los años del futuro se extendían ante nosotros como frutas
maduras en una huerta de perpetuos veranos. No sabíamos cuándo íbamos a morir. Antes
yo podía meterme en cama pensando: “El gobierno me ha dado cuatrocientos años de
vida. Dentro de trescientos setenta y cuatro años interrumpirán las inyecciones
y entonces moriré”. Ahora en cambio podía pasar cualquier cosa. Los dispositivos
de seguridad habían sido cerrados. Las enfermedades habían sido liberadas. Con suerte,
y esperanza, y amor, yo podía vivir mil años. O podía morir mañana mismo. Yo era
libre.
Disfrutábamos
de todos los momentos del día.
Virginia
y yo compramos el primer periódico francés aparecido luego de la caída del Más Antiguo
de los Mundos. Todo nos encantaba: las noticias, y aun los anuncios. Algunas partes
de aquella cultura eran difíciles de reconstruir. Costaba hablar de comidas de las
que sólo habían sobrevivido los nombres, pero los homúnculos y las máquinas, trabajando
incansablemente en los abismos, alimentaban la superficie de la tierra con rarezas
suficientes como para animarnos con nuevas esperanzas. Sabíamos que todo esto era
fingido, y sin embargo, en algún sentido no lo era. Sabíamos que cuando las enfermedades
hubiesen matado a un número estadísticamente correcto de personas no habría más
enfermedades; y que cuando el porcentaje de accidentes fuera demasiado alto, no
habría más accidentes sin que nosotros supiéramos por qué. Sabíamos que los Instrumentos
velaban por nuestra suerte. Confiábamos en que el Señor Jestocost y la Dama Alice
More jugarían con nosotros como amigos y no como víctimas.
Virginia,
por ejemplo. Se había llamado antes Menerima, nombre que reproducía el número codificado
de su nacimiento. Era una muchacha menuda, casi regordeta; tenía un cuerpo compacto
y una cabeza cubierta de rizos castaños y apretados y unos ojos de un color castaño
tan profundo que sólo se revelaba a plena luz del sol. Yo la había conocido bien,
pero nunca la había conocido. Yo la había visto a menudo, pero nunca con mi corazón
hasta el día en que nos encontramos a las puertas del hospital, luego de habernos
transformado en franceses.
Me
agradó encontrarme con una vieja amiga y empecé a hablarle en el Viejo Idioma
Común, pero las palabras se me enredaban, y mientras yo trataba de hablarle ella
no era Menerima, sino una mujer de antigua belleza, rara y extraña… un ser perdido
en este tiempo y que venía del tesoro de mundos del pasado. Sólo alcancé a tartamudear:
–¿Cómo
te llamas ahora?
Y
lo dije en francés antiguo.
Ella
me respondió en el mismo idioma.
–Je
m’apelle Virginie.
Me
bastó mirarla para enamorarme de ella. Había algo de fuerte, algo de salvaje en
Virginia, envuelto y oculto en la ternura y la juventud de su cuerpo de muchacha.
Era como si el destino me hablara con aquellos ojos castaños y firmes, ojos que
me preguntaban con confianza y curiosidad, así como los dos interrogábamos al nuevo
mundo de alrededor.
–¿Me
permites? –le dije ofreciéndole el brazo, como yo había aprendido en las horas de
hipnopedia.
Virginia
me tomó el brazo y nos alejamos del hospital.
Yo
entoné a media voz una canción que habían puesto en mí junto con la antigua lengua
francesa.
Virginia
me apretó dulcemente el brazo y me sonrió mirándome.
–¿Qué
es eso? –preguntó–. ¿O no lo sabes?
Las
palabras me vinieron dulcemente a los labios y yo canté en voz baja, ahogando mi
voz en el pelo rizado de ella, mitad cantando, mitad murmurando la canción popular
que había entrado en mí junto con todas las cosas que me había dado el Redescubrimiento
del hombre:
No
era la mujer que yo buscaba.
La encontré tan casualmente.
No hablaba el francés de Francia
sino el dulce canto de la Martinica.
No era rica. No era elegante.
Tenía una mirada fascinante,
y nada más…
De
pronto me faltaron las palabras.
–Parece
que me olvidé del resto. Se llama macuba y habla de una isla maravillosa
de los antiguos franceses: la Martinica.
–Sé
dónde está –exclamó Virginia. Le habían dado los mismos recuerdos que a mí–. ¡Se
ve desde Terrapuerto!
Esto
era volver de pronto al mundo que habíamos conocido. Terrapuerto se alzaba
sobre un pedestal a veinte kilómetros de altura en el borde oriental del pequeño
continente. En la cima, los Señores trabajaban entre máquinas que ya no tenían
sentido. Allí murmuraban las naves que venían de los astros. Yo había visto imágenes
de ese sitio, pero nunca había estado allí. En verdad no conocía a nadie que hubiera
estado en Terrapuerto. ¿Para qué íbamos a subir? Quizá no fuéramos bien recibidos
y podíamos verlo lo mismo en las pantallas de la máquina óptica. Que Menerima –la
familiar, la pesadamente agradable, la menuda y querida Menerima– hubiera
estado allí era inconcebible. Se me ocurría ahora que en el Viejo Mundo Perfecto
no todo había sido tan directo y simple como parecía.
Virginia,
la Menerima nueva, trató de hablar el Viejo Idioma Común, pero renunció en seguida
y me dijo en francés:
–Mi
tía –y se refería a una señora amiga pues nadie había tenido tías desde hacía miles
de años– era una Creyente. Me llevó al Abba-dingo. Para que me concediera santidad
y suerte.
Mi
viejo yo se sintió un poco ofuscado; y el hecho de que esta muchacha hubiera hecho
algo insólito antes que la humanidad misma se hubiera vuelto hacia lo insólito
perturbó a mi yo francés. El Abba-dingo era una computadora envejecida desde
hacía mucho tiempo y que estaba a medio camino en la columna de Terrapuerto.
Los homúnculos la reverenciaban como si fuera un dios, y las gentes la
visitaban a veces. Pero esta costumbre era aburrida y vulgar.
O
lo había sido. Hasta el día en que todas las cosas se hicieron nuevas otra vez.
Tratando
de ocultar mi contrariedad, pregunté:
–¿Cómo
era?
Virginia
se rio ligeramente, pero advertí un temblor en su risa y sentí un escalofrío.
Si la vieja Menerima había tenido secretos ¿qué no podía esperarse de la nueva Virginia?
Casi odié el destino que me había llevado a quererla, a sentir que la mano de ella
en mi brazo era un eslabón que me unía para siempre al tiempo infinito.
Virginia
me sonrió en vez de responder a mi pregunta. Estaban reparando el camino de superficie.
Seguimos una rampa que conducía al primer nivel subterráneo, por donde las personas
verdaderas, los homínidos y los homúnculos podían caminar legalmente.
Yo
no me sentía tranquilo. Nunca me había alejado a más de veinte minutos de marcha
de mi lugar de nacimiento. Sin embargo, esta rampa parecía segura. En aquellos días
uno tropezaba con pocos homínidos, esos hombres de las estrellas que aunque de verdadera
ascendencia humana habían sido transformados y adaptados a las condiciones de
mil mundos. Los homúnculos eran moralmente repulsivos, aunque muchos de ellos tenían
un aspecto muy agradable; animales cambiados en hombres tenían a su cargo la
odiosa obligación de trabajar con máquinas en lugares a donde ningún hombre
verdadero querría ir. Se decía que algunos de ellos habían sido cruzados con
gente verdadera, y yo no deseaba que mi Virginia se expusiera al peligro de
encontrarse con semejantes criaturas.
Virginia
no me había soltado el brazo. Cuando bajamos por la rampa hacia el transitado
pasaje, le saqué la mano y le pasé el brazo por los hombros acercándola a mí. Había
bastante luz, más intensa que la luz natural que habíamos dejado atrás, pero el
sitio era extraño y estaba poblado de peligros. En los viejos días yo hubiera
dado media vuelta y me hubiera ido a mi casa antes que exponerme a la presencia
de esas temibles criaturas. Esta vez, en este momento, yo no podía soportar la
idea de mi amor recién descubierto, y temía que si regresaba a mis habitaciones
en la torre ella regresara también a las suyas. De cualquier modo, el hecho de
ser francés daba cierto sabor al peligro.
En
realidad, los individuos que andaban por allí parecían bastante comunes. Había
muchas máquinas ocupadas, algunas de forma humana y otras no. No vi a ningún
homínido. Otros individuos, que eran sin duda homúnculos pues nos cedían el
paso, no se diferenciaban mucho de los seres humanos de la superficie. Una
muchacha muy hermosa me echó una mirada que no me gustó: impúdica, inteligente,
provocativa más allá de todos los límites del coqueteo. Sospeché que debía ser
de origen canino. Entre los homínidos los individuos caninos son los que se
permiten más libertades. Hasta hay entre ellos un perro filósofo que una vez
registró una cinta donde argumentaba que como los perros son los más antiguos
aliados del hombre, tenían derecho a estar más cerca de él que ninguna otra
forma de vida. Cuando vi el registro me pareció divertido que un perro
pareciese un Sócrates; aquí, en el primer nivel subterráneo, ya no me sentía
tan seguro. ¿Qué haría yo si uno de ellos se mostraba insolente? ¿Matarlo? Eso
sería infringir la ley, y los subcomisionados de los Instrumentos me pedirían
explicaciones.
Virginia
no advirtió nada.
No
me había respondido, y en cambio me hacía ahora preguntas acerca del primer
subsuelo. Yo había estado allí sólo una vez, en mi infancia, pero era halagador
oír aquella voz ronca, que me murmuraba en el oído.
Entonces
ocurrió.
Al
principio pensé que era un hombre, empequeñecido por algún efecto de la luz del
subsuelo. Cuando se acercó vi que no medía más de un metro y medio. Llevaba aún
en la frente las huellas de los cuernos, como dos feas y rojas cicatrices. Era
un homúnculo sin ninguna duda, el derivado de un bóvido. Yo no entendía cómo
dejaban en libertad a seres tan deformes.
Y
la criatura estaba borracha.
Cuando
se acercó un poco más alcancé a oír el zumbido de sus pensamientos.
–…
no son hombres, no son homínidos, y no son Nosotros… ¿Qué hacen aquí? Las
palabras que ellos piensan me confunden.
La
criatura nunca había leído pensamientos en francés.
Esto
me alarmó. El lenguaje hablado era bastante común entre los homúnculos, pero
sólo unos pocos tenían poderes telepáticos, aquellos que hacían trabajos
especiales en las profundidades últimas, donde las instrucciones sólo podían
transmitirse telepáticamente.
Virginia
se apretó contra mí.
–Somos
hombres verdaderos –pensé claramente, en el Idioma Común–. Tienes que dejarnos
pasar.
La
respuesta fue un rugido. No sé dónde había podido emborracharse, ni con qué,
pero la criatura no recibió mi mensaje.
Pude
ver que sus pensamientos se transformaban en pánico, en desesperanza, en odio.
En seguida embistió. Se precipitó hacia nosotros con pasos de baile, como si fuera
a aplastarnos.
Me
concentré y le ordené que se detuviera.
No
hubo ningún cambio.
Horrorizado,
advertí que yo había pensado en francés.
Virginia
gritó.
El
hombre-toro estaba ya sobre nosotros.
En
el último instante desvió la marcha, pasó ciegamente junto a nosotros, y emitió
un rugido que resonó en el inmenso pasaje. Me volví sin soltar a Virginia, y vi
algo muy raro.
Nuestras
siluetas corrían por el corredor alejándose de nosotros… mi capa negra y
purpúrea flotaba en el aire en calma mientras yo corría, y el vestido de
Virginia ondulaba a mi lado. Las imágenes eran perfectas, y el hombre-toro corría
detrás.
Estupefacto,
miré a mi alrededor. Nos habían dicho que las guardias de seguridad ya no nos protegían.
Había
una muchacha de pie, inmóvil, junto al muro. Yo casi la había confundido con una
estatua. Ahora ella habló:
–No
se acerquen. Soy una gata. Fue fácil engañarlo. Será mejor que vuelvan a la superficie.
–Gracias
–dije–, gracias. ¿Cómo te llamas?
–¿Qué
importa? –dijo la muchacha–. No soy una persona.
Insistí,
un poco ofendido.
–Sólo
quería darte las gracias.
Mientras
le hablaba vi que era brillante y hermosa como un fuego. Tenía una piel clara,
y el cabello –más fino que cualquier cabello humano– era de color anaranjado y
oro, como la piel de un gato persa.
–Me
llamo C’mell –dijo la muchacha–, y trabajo en Terrapuerto.
Esta
declaración nos dejó perplejos, a Virginia y a mí. La gente-gato estaba debajo de
nosotros, y había que evitarla, pero la gente de Terrapuerto estaba encima de nosotros,
y había que respetarla. ¿De dónde era C’mell?
C’mell
sonrió, me sonrió a mí más que a Virginia. Era una sonrisa que hablaba de todo un
mundo de voluptuoso conocimiento. Yo sabía sin embargo que no era una sonrisa intencionada;
toda su actitud lo mostraba claramente. Quizá no conocía otra sonrisa.
–Dejemos
las formalidades –dijo C’mell–. Será mejor que suban por estos escalones. Oigo
que vuelve.
Miré
rápidamente hacia atrás, buscando al hombre-toro borracho. No vi nada.
–Suban
–insistió C’mell–. Es una escalera de emergencia que los devolverá a la
superficie. Yo impediré que los siga. ¿Es francés lo que hablan?
–Sí
–dije–, ¿Cómo lo sabes?
–Vayan
–dijo la muchacha–. Perdón por la pregunta. ¡Rápido!
Crucé
la puertita. Una escalera de caracol subía a la superficie. No era digno de
nosotros, verdaderas personas, servirnos de escalones, pero no había
alternativa. Me despedí de C’mell con un movimiento de cabeza y arrastré a Virginia
escaleras arriba.
Cuando
llegamos a la superficie, hicimos una pausa.
–¿No
era horrible? –jadeó Virginia.
–Estamos
a salvo ahora –dije.
–No
es eso –dijo Virginia–. La promiscuidad. ¡Haber tenido que hablar con ella!
Virginia
quería decirme que C’mell era aún peor que el hombre-toro borracho. Advirtió sin
duda mi reticencia, pues añadió:
–Lo
más triste es que la verás otra vez…
–¡Qué!
¿Cómo lo sabes?
–No
lo sé –dijo Virginia–. Lo adivino. Pero adivino bien, muy bien. Al fin y al cabo
fui al Abba-dingo.
–Te
pregunté, querida, qué ocurrió allí.
Virginia
meneó la cabeza en silencio, y echó a caminar por la acera. Yo no podía hacer otra
cosa que seguirla. Me sentí irritado.
–¿Cómo
era? –pregunté otra vez, de mal humor.
–Nada.
Nada –respondió Virginia, como una niña ofendida–. Había que subir mucho tiempo.
La vieja me obligó a ir con ella. Pero descubrimos que la máquina no hablaba
ese día así que pedimos permiso y bajamos por el camino rodante. Todo un día
perdido.
Virginia
había hablado mirando fijamente ante ella, como si aquel recuerdo fuese un poco
desagradable.
Luego
se volvió hacia mí, y me miró a los ojos como si me buscara el alma. (Alma es
una palabra francesa, y no hay nada parecido en el Viejo Idioma Común). El
rostro se le aclaró, y me dijo, rogándome casi:
–No
seamos tontos en este nuevo día. Seamos buenos con lo que somos ahora. Hagamos
algo realmente francés.
–Un
café –exclamé–. Necesitamos un café. Y sé dónde hay uno.
–¿Dónde?
–Dos
subsuelos más arriba. Donde asoman las máquinas, y donde los homúnculos espían
por encima del borde.
La
imagen de unos homúnculos que espiaban le pareció divertida a mi nuevo yo,
aunque para mi viejo yo no habían sido más que parte del decorado: como nubes o
ventanas o mesas. Por supuesto los homúnculos tenían sentimientos. No eran
gente exactamente, sino animales transformados, pero parecían gente y sabían
hablar. Había que ser francés, como mi nuevo yo, para advertir que aquellas
criaturas eran pintorescas. Más que pintorescas: románticas.
Virginia
pensó lo mismo, evidentemente, pues dijo:
–Pero
son encantadores, absolutamente adorables. ¿Y cómo se llama el café?
–El
Gato Grasiento –dije.
El
Gato Grasiento. ¿Cómo podía saber yo que íbamos a entrar en una pesadilla entre
mareas altas, y donde el viento gemía tristemente? ¿Por qué iba a pensar yo entonces
en el Bulevar Alpha Ralpha?
Si
yo lo hubiera sabido, ninguna fuerza en el mundo hubiera podido llevarme allí.
Otros
nuevos franceses habían llegado al café antes que nosotros.
Un
mozo de poblado bigote castaño tomó nuestro pedido. Lo miré atentamente
pensando que podía ser un homúnculo y que le permitían trabajar entre gente
porque sus servicios eran indispensables. Pero no era más que una máquina,
aunque hablaba con un énfasis muy parisiense y los diseñadores había
introducido en él la nerviosa costumbre de pasarse el dorso de la mano por el
bigote, y lo habían arreglado de modo tal que unas gotas de sudor le perlaban
la frente, en la línea del nacimiento del cabello.
–¿Mamselle?
¿M’sieu? ¿Cerveza? ¿Café? Vino tinto el mes próximo. El sol brillará al cuarto
y a la media después de la hora. A las menos veinte lloverá durante cinco
minutos de modo que podrán disfrutar ustedes de estos paraguas. Soy de Alsacia.
Pueden hablarme en francés o en alemán.
–Cualquier
cosa –dijo Virginia–. Decide tú, Paul.
–Cerveza,
por favor –dije–. Cerveza blanca para los dos.
–Bien,
m’sieu –dijo el mozo.
Se
alejó moviendo la servilleta que llevaba en el brazo.
Virginia
miró el sol entornando los ojos y dijo:
–Me
gustaría que lloviera ahora. Nunca vi una lluvia verdadera.
–Ten
paciencia, querida.
Virginia
se volvió vivamente hacia mí.
–¿Qué
quiere decir “alemán”, Paul?
–Otro
lenguaje, otra cultura. Leí que lo resucitarían el año próximo. ¿Pero no te
gusta ser francesa?
–Me
gusta mucho. Más que ser un número. Pero Paul…
Virginia
calló, con los ojos velados por la perplejidad.
–¿Sí,
querida?
–Paul
–dijo Virginia, y este solo enunciado de mi nombre fue un grito de esperanza
que venía de lo más profundo de su ser, más allá de mi nuevo yo, más allá de mi
viejo yo, más allá de las maquinaciones de los Señores que nos habían modelado.
Le tomé la mano a Virginia.
–Puedes
decírmelo todo, querida –dije.
–Paul
–dijo Virginia, y el nombre fue ahora casi un sollozo–. Paul, ¿por qué todo
ocurre tan rápidamente? Este es nuestro primer día y ya sentimos que podemos
pasar el resto de la vida juntos. Hay algo que se llama matrimonio, sea lo que
sea, y se supone que tenemos que encontrar un sacerdote, y esto tampoco lo
entiendo. Paul, Paul, Paul, ¿por qué todo es tan rápido? Quiero amarte. Te amo.
Pero no quiero estar hecha para amarte. Quiero que decida mi verdadero
yo.
Virginia
había hablado con una voz muy firme, pero ahora tenía lágrimas en los ojos.
Fue
entonces cuando dije lo que no debía decir,
–No
tienes por qué preocuparte, querida. Estoy seguro de que los Señores de los
Instrumentos lo han programado todo muy bien.
Al
oírme, Virginia se echó a llorar, ruidosamente, de modo incontenible. Yo nunca
había visto llorar a un adulto. Era raro y terrible a la vez.
Un
hombre de una mesa próxima se acercó y se quedó de pie a mi lado. Apenas lo
miré.
–Querida
–dije, razonablemente–. Querida, todo se arreglará…
–Paul,
deja que me vaya, y así podré ser tuya. Deja que me vaya unos pocos días o unas
pocas semanas o unos pocos años. Luego, si… si… si vuelvo sabrás que yo lo he
querido así y que no me lo ha ordenado ninguna máquina. Por Dios, Paul, ¡por
Dios! –Y en seguida Virginia dijo con otra voz: –¿Qué es Dios, Paul? Nos dieron
palabras para hablar, pero no sé qué significan.
–Yo
puedo llevarla a Dios –dijo el hombre que estaba a mi lado.
–¿Quién
es usted? –le dije–. ¿Quién le pidió que interviniera?
Cuando
hablábamos el Viejo Idioma Común no hablábamos así. Nos habían dado un nuevo
lenguaje y al mismo tiempo un nuevo temperamento.
El
extraño no perdió la calma, Era francés como nosotros, pero no perdió la calma.
–Me
llamo Maximilien Macht –dijo– y en otro tiempo fui un Creyente.
Los
ojos se le iluminaron a Virginia. Se pasó distraídamente la mano por la cara y
miró al extraño. Era un hombre alto, delgado, bronceado por el sol. ¿Cómo había
podido broncearse tan pronto? Tenía pelo rojizo y un bigote muy parecido al del
camarero robot.
–Usted
preguntó qué era Dios, mademoiselle –dijo–. Dios está donde estuvo siempre.
Alrededor de nosotros, cerca de nosotros, en nosotros.
Palabras
extrañas en alguien que parecía un hombre de mundo. Me puse de pie para
despedirme. Virginia se dio cuenta y dijo:
–Eres
muy amable, Paul. Ofrécele una silla.
Había
entusiasmo en su voz.
El
mozo mecánico trajo un líquido dorado, con sombreros de espuma, en dos
recipientes cónicos de vidrio. Yo nunca había visto cerveza, ni había oído
hablar de ella, pero sabía perfectamente qué sabor tendría. Puse dinero
imaginario en la bandeja, recibí un cambio imaginario, le di al mozo una
propina imaginaria, Los Señores de los Instrumentos no habían encontrado aún el
modo de proporcionar monedas diferentes para todas las nuevas culturas, y por
supuesto, no era posible usar dinero verdadero para pagar la comida y la
bebida. La comida y la bebida no cuestan nada.
La
máquina se enjugó el mostacho, se secó la frente con la servilleta (de cuadros
rojos y blancos) y luego miró inquisitivamente a Monsieur Macht.
–¿Usted
se sienta aquí, M’sieu?
–Así
es –dijo Macht.
–¿Le
sirvo a usted en esta mesa?
–¿Por
qué no? –dijo Macht–. Si esta buena gente no se opone.
–Muy
bien –dijo la máquina pasándose el dorso de la mano por el mostacho. Y
desapareció en los fondos sombríos del bar.
Durante
todo este tiempo Virginia no había quitado los ojos de Macht.
–¿Usted
es Creyente? –preguntó–. ¿Es todavía Creyente luego de haber sido transformado
en francés como nosotros? ¿Cómo sabe usted que es usted mismo? ¿Por qué estoy
enamorada de Paul? ¿Los Señores y sus máquinas gobiernan todo lo que hay en
nosotros? Quiero ser yo. ¿Sabe usted cómo puedo ser yo?
–No
lo sé, mademoiselle –dijo Macht–. Eso sería demasiado honor para mí. Pero estoy
aprendiendo a ser yo mismo. Verá usted –añadió, volteando hacia mí–, soy
francés desde hace dos semanas, y sé qué parte de mí es yo mismo y qué parte me
ha sido añadida por medio de este nuevo proceso que nos dio un lenguaje y la
posibilidad del peligro.
El
camarero volvió con una copa, de pie largo, que parecía una fea miniatura de
Terrapuerto. El fluido que había en la copa era de un blanco lechoso.
Macht
alzó la copa.
–¡A
la salud de ustedes!
Virginia
lo miró como si fuera a llorar de nuevo, y cuando Macht y yo bebimos, se sonó
la nariz y guardó el pañuelo. Yo nunca había visto a nadie sonarse la nariz,
pero parecía estar de acuerdo con nuestra nueva cultura.
Macht
nos sonrió a los dos, como si fuera a pronunciar un discurso. Salió el sol,
justo a tiempo. Alrededor de la cabeza de Macht apareció un halo que le dio un
aspecto de santo o demonio.
Pero
fue Virginia quien habló primero.
–¿Ha
estado usted allí?
Macht
alzó un poco las cejas, frunció el ceño y dijo:
–Sí
–muy serenamente.
–¿Recibió
una respuesta? –insistió Virginia.
Macht
parecía malhumorado, y un poco perturbado también.
–¿Qué
decía?
Macht
meneó la cabeza, como diciendo que de ciertas cosas no se podía hablar en
público.
Quise
intervenir, descubrir de qué se trataba.
Virginia
continuó, sin prestarme la menor intención:
–¡Pero
le dijo algo!
–Sí
–admitió Macht.
–¿Era
importante?
–Mademoiselle,
no hablemos de eso.
–Tenemos
que hablar –exclamó Virginia–, es una cuestión de vida o muerte.
Apretaba
las manos con tanta fuerza que se le habían puesto blancos los nudillos. El
vaso de cerveza seguía intacto ante ella, calentándose al sol.
–Bueno
–dijo Macht–, pregúntele usted si quiere… pero no le garantizo que le responda.
No
pude aguantarme más.
–¿Pero
qué es esto?
Virginia
me miró desdeñosamente, pero aun este desdén era el de una enamorada, y no la
frialdad remota del pasado.
–Por
favor, Paul, no entiendes, Espera un momento. ¿Qué le dijo, m’sieu Macht?
–Que
yo, Maximilien Macht, viviré o moriré con una muchacha de pelo castaño que ya
estaba comprometida. –El hombre sonrió cansadamente–. Y ni siquiera sé qué
quiere decir “comprometida”.
–Lo
averiguaremos –dijo Virginia–. ¿Cuándo lo dijo?
–¿De
quién hablan? –grité–. En nombre de Dios, ¿qué significa todo esto?
Macht
me miró y bajó la voz:
–El
Abba-dingo. –Luego volteando hacia Virginia añadió: –La semana pasada.
Virginia
empalideció.
–De
modo que funciona, funciona. Paul querido, no me dijo nada a mí, pero a mi tía
le dijo algo que no olvidaré nunca.
Tomé
por el brazo a Virginia, con ternura, pero firmemente, y traté de mirarla a los
ojos. Virginia apartó la cabeza.
–¿Qué
le dijo? –pregunté.
–Paul
y Virginia.
–¿Y
eso?
Yo
apenas reconocía a Virginia ahora. Tenía la boca apretada y tensa. No estaba
enojada. Era algo diferente, peor. Había una tensión interior en ella. Creo que
no habíamos visto nada parecido durante miles de años.
–Paul,
trata de entender, si puedes. La máquina le dio nuestros nombres a la mujer.
Pero se los dio hace doce años.
Macht
se incorporó tan bruscamente que su silla cayó hacia atrás. El mozo se acercó a
la mesa, corriendo.
–Esto
resuelve todas las dudas –dijo Macht–. Iremos ahora, juntos.
–¿Iremos
a dónde? –pregunté.
–Al
Abba-dingo.
–¿Pero
por qué ahora? –dije, y Virginia preguntó al mismo tiempo:
–¿Funcionará?
–Siempre
funciona –respondió Macht– si uno va por el lado norte.
–¿Cómo
se llega? –dijo Virginia.
Macht
frunció tristemente el ceño.
–Sólo
hay un camino. El Bulevar Alpha Ralpha.
Virginia
se puso de pie. Y yo también.
De
pronto recordé. Bulevar Alpha Ralpha. Era una calle arruinada que subía hacia
el cielo, tenue como una estela de vapor. Había sido una carretera triunfal en
un tiempo, por donde descendían los conquistadores, y por donde subían las
ofrendas. Pero ahora estaba en ruinas, y se perdía en las nubes, y estaba
cerrada a los hombres desde hacía cien siglos.
–Conozco
esa calle –dije–. Está en ruinas.
Macht
no dijo nada, pero me miró fijamente como si fuera un intruso…
Virginia,
muy pálida y muy tranquila, dijo entonces:
–Vamos.
–¿Pero
por qué? –pregunté– ¿Por qué?
–Tonto
–dijo Virginia–, no tenemos un Dios, pero sí por lo menos una máquina. Sólo hay
una cosa en el mundo que los Instrumentos no entienden. Quizá predice el
futuro. Quizá es una antimáquina. De cualquier modo es indudable que viene otro
tiempo. ¿No entiendes, querido? Si nos dice que somos nosotros, somos
nosotros.
–¿Y
si no?
–Entonces
no somos nosotros.
El
rostro de Virginia parecía como consumido de pena.
–¿Qué
quieres decir?
–Si
no somos nosotros mismos –dijo Virginia–, somos sólo juguetes, muñecos,
marionetas, manejados por los Señores. Tú no eres tú y yo no soy yo. Pero si el
Abba-dingo que conocía los nombres Paul y Virginia doce años antes de que nos
encontráramos… si el Abba-dingo dice que somos nosotros, no me importa que sea
una máquina que predice el futuro o un dios o un demonio o cualquier otra cosa.
No me importa, porque sabré la verdad.
¿Qué
podía haberle contestado? Macht inició la marcha, Virginia lo siguió y yo fui
detrás. Dejamos la luz del sol de El Gato Grasiento y en ese mismo instante
empezó a llover. El mozo, pareciéndose momentáneamente a la máquina que en
verdad era, miró fijamente ante él. Cruzamos el límite del subsuelo y
descendimos al camino rodante expreso.
Salimos
a la superficie en una zona de hermosas casas. Todas estaban en ruinas. Los
árboles crecían dentro de los mismos edificios. Las flores se marchitaban en
los jardines de la calle, entraban por las puertas abiertas, y resplandecían en
los cuartos sin techos. ¿Quién necesitaba casas en el campo? La población del
mundo había decrecido de tal modo que la vida era cómoda ahora en las ciudades
casi desiertas.
Íbamos
por el camino de grava y en un momento me pareció que una familia de homúnculos
nos espiaba desde detrás de un muro. Quizá las caras que yo había visto no eran
más que imaginaciones mías.
Macht
no dijo nada.
Virginia
y yo caminábamos tomados de la mano. Yo hubiera podido disfrutar acaso de esta
rara excursión, pero Virginia me apretaba con demasiada fuerza la mano, y de
cuando en cuando se mordía el labio inferior. La expedición, indudablemente,
era muy importante para ella, era en verdad una peregrinación. (Una
peregrinación en otro tiempo era una suerte de paseo a lugares dotados de
poderes, y saludable para el cuerpo y el alma). No me molestaba ir con ellos.
En verdad, no podían haber impedido que yo los acompañara, una vez que
decidieron dejar el café. Pero yo no tenía por qué tomarme el paseo en serio.
¿O sí?
¿Y
qué pretendía Macht?
¿Quién
era Macht? ¿Qué pensamientos habían aparecido en esa mente en dos breves
semanas? ¿Cómo nos había precedido en un nuevo mundo de peligros y aventuras?
Yo no le tenía confianza. Por primera vez en mi vida me sentía solo. Siempre,
siempre, hasta ahora, me había bastado pensar en los Instrumentos para que un
protector entrara en seguida en mi mente, armado de pies a cabeza. La telepatía
protegía contra todos los peligros, curaba todas las heridas, nos llevaba
pacíficamente hacia el fin de aquellos ciento cuarenta y seis mil noventa y
siete días que nos habían otorgado. Ahora todo era distinto. Yo no conocía a
este hombre, y me había puesto en sus manos, fuera de la influencia de los
poderes que nos habían cuidado y protegido.
Dejamos
la calle en ruinas y entramos en un inmenso bulevar. En el pavimento intacto no
crecía nada, excepto en los sitios donde el viento había depositado pequeños
montículos de tierra.
Macht
se detuvo.
–Este
es –dijo–. El Bulevar Alpha Ralpha.
Contemplamos
en silencio la calzada de olvidados imperios.
El
bulevar desaparecía a la izquierda en una suave curva, hacia el norte de la
ciudad, muy lejos del sitio donde yo había nacido. Sabía que había otra ciudad
en el norte, pero no recordaba cómo se llamaba. ¿Por qué iba a recordarlo?
Tenía que ser una ciudad igual a la mía.
Pero
a la derecha…
A
la derecha el bulevar ascendía abruptamente, como una rampa. Desaparecía en las
nubes. Justamente en el borde de nubes había algo… como si hubiera habido un
desastre. Yo no veía bien, pero parecía como si una fuerza inimaginable hubiera
cortado todo el bulevar. En alguna parte más allá de esas nubes estaba el
Abba-dingo, el lugar donde todas las preguntas recibían respuesta.
Esto
era al menos lo que Virginia y Macht pensaban.
Virginia
se apretó contra mí.
–Regresemos
–dije–. Somos gente de ciudad. No sabemos nada de ruinas.
–Pueden
regresar si quieren –dijo Macht–. Yo sólo quería hacerles un favor…
Los
dos nos volvimos hacia Virginia.
Virginia
me miró con aquellos ojos castaños. Y en aquellos ojos había una súplica más
vieja que la mujer o el hombre, más vieja que la raza humana. Antes de que
Virginia lo dijera yo sabía lo que iba a decir, iba a decir que ella tenía
que saber.
Macht
aplastaba maquinalmente unos terrones con el pie.
–Paul
–dijo Virginia al fin–, no quiero ir arriba por amor al peligro. Pero repito lo
que dije antes. ¿No es posible acaso que nos hayan dado la orden de querernos?
¿Qué vida tendríamos si nuestra felicidad, nuestro mismo ser dependieran de una
cinta que da vueltas en una máquina o de una voz mecánica que nos habló
mientras dormíamos y aprendíamos francés? Puede ser divertido volver al mundo
pasado. Imagino que sí. Sé que me das una felicidad que yo había desconocido
hasta hoy. Si somos realmente nosotros, hay algo de maravilloso en todo esto, y
tenemos que conocerlo. Pero si no somos…
Virginia
se echó a llorar otra vez.
Yo
quería decirle: “Si no somos realmente nosotros, todo parecerá exactamente
igual”, pero la cara ominosa y malhumorada de Macht me miró por encima del
hombro de Virginia mientras yo la acercaba hacia mí. No había nada que decir.
Abracé
a Virginia.
Bajo
el pie de Macht corría un hilo de sangre, que el polvo absorbió.
–Macht
–dije–, ¿Está usted herido?
Virginia
lo miró también.
Macht
alzó las cejas y dijo con indiferencia:
–No,
¿por qué?
–Esa
sangre. Bajo su pie.
Macht
volteó hacia abajo.
–Oh,
¿eso? –dijo–. No es nada. Sólo unos huevos de algún anti-pájaro que ni siquiera
vuela.
–¡Basta!
–grité telepáticamente, usando el Viejo Idioma Común. Ni siquiera traté de
pensar en nuestro nuevo francés.
Macht
dio un paso atrás, sorprendido.
De
la nada me llegó un mensaje: gracias gracias regreseporfavor gracias
apártese hombremalo hombremalo hombremalo…
En
alguna parte un animal o pájaro me advertía que desconfiara de Macht. Pensé un gracias
casual y volví mi atención a Macht.
Nos
miramos en silencio un rato. ¿Era esto la cultura? ¿La libertad incluía
siempre la libertad de desconfiar, de temer, de odiar?
Macht
no me gustaba. Me vinieron a la mente los nombres de crímenes olvidados:
asesinatos, homicidio, secuestro, locura, violación, robo…
No
habíamos conocido ninguna de esas cosas y sin embargo yo las sentía todas.
Macht
me habló sin alzar la voz. Habíamos tenido cuidado y habíamos cerrado nuestras
mentes a una posible lectura telepática, de modo que no podíamos comunicarnos
sino en francés.
–Fue
idea suya –dijo impúdicamente– o por lo menos de su compañera…
–La
mentira ya ha aparecido en el mundo –dije–. ¿De modo que subiremos a las nubes
sin ningún motivo?
–Hay
un motivo –dijo Macht.
Aparté
dulcemente a Virginia, y cerré tanto mi mente que sentí la anti-telepatía como
un dolor de cabeza.
–Macht
–dije, y yo mismo pude oír el gruñido de un animal en mi voz–, díganos por qué
nos trajo aquí o si no, lo mataré.
El
hombre no retrocedió. Me miró de frente, dispuesto a luchar.
–¿Me
matará? –preguntó–. ¿Quiere decir que me quitará la vida?
Pero
en las palabras de Macht no había ninguna convicción. Ninguno de los dos sabía
pelear tampoco, pero él se preparaba para la defensa y yo para el ataque.
Bajo
el escudo de mi propio pensamiento se deslizó un pensamiento animal: hombrebueno
hombrebueno tómalo por el cuello sinaire sinaire ahaaa como huevo roto…
Seguí
el consejo sin preguntarme de dónde venía. Era simple. Me acerqué a Macht, le
puse las manos alrededor del cuello y apreté. Macht trató de apartarme las
manos. Luego quiso darme una patada. Yo me contenté con no soltarle el cuello.
Si yo hubiera sido un señor o un aventurero habría sabido pelear. Pero no sabía
y él tampoco. La lucha terminó cuando sentí un peso en las manos.
Lo
solté, sorprendido.
Macht
estaba inconsciente. ¿Era esto la muerte?
Parecía
que no, pues se sentó en seguida. Virginia corrió hacia él. Macht se frotó el
cuello y dijo con voz ronca:
–No
debió hacer eso.
Las
palabras de Macht me animaron.
–Dígame
–le dije bruscamente–, dígame por qué quiso que viniéramos o lo haré otra vez.
Macht
sonrió débilmente, torciendo la boca. Apoyó la cabeza en el brazo de Virginia.
–El
miedo –dijo–, el miedo.
–¿El
miedo?
Yo
conocía la palabra pero no su significado. ¿Una suerte de inquietud, acaso, una
alarma animal?
Yo
había estado pensando con la mente abierta. La respuesta mental fue sí.
–¿Pero
por qué le gusta el miedo? –pregunté.
Es
delicioso, pensó Macht, me pone enfermo, y nervioso, y me
hace vivir. Es como una medicina fuerte, casi tan buena como el stroon. Fui
allá antes. Arriba. Y tuve mucho miedo. Era maravilloso y malo y bueno, todo a
la vez. Viví mil años en sólo una hora. Quería más, pero se me ocurrió que
sería aún mejor con otra gente.
–Ahora
lo mataré –dije en francés–. Usted es… es… –yo buscaba la palabra–, usted es un
malvado.
–No
–dijo Virginia–, deja que hable.
Macht
pensó hacia mí, sin preocuparse por las palabras. Eso es lo que los Señores
de los Instrumentos nunca nos dejaron tener. Miedo. Nacemos en una suerte de
estupor y morimos en un sueño. Hasta la gente de abajo, los animales, tienen
más vida que nosotros. Las máquinas no tienen miedo. Eso es lo que somos. Máquinas
que piensan que son hombres. Y ahora somos realmente libres.
Macht
advirtió que asomaba en mi mente un borde rojo de cólera y cambió de tema. No
les mentí. Este es el camino que lleva al Abba-dingo. He estado allá. Funciona.
De este lado siempre funciona.
–Funciona
–exclamó Virginia–. Dijo eso. ¡Funciona! Dice la verdad. Oh, Paul, ¡vamos!
–Está
bien –dije–. Iremos.
Ayudé
a Macht a levantarse. Parecía apenado, como un hombre que ha mostrado algo que
lo avergüenza.
Fuimos
por la superficie del bulevar indestructible. Era cómodo para los pies.
En
el fondo de mi mente el pajarito o el animal invisible balbuceaba sus
pensamientos: hombrebueno hombrebueno mátalo toma agua toma agua…
No
le presté atención y seguí adelante. Virginia caminaba entre nosotros. No
presté atención.
Lo
lamento ahora.
Caminamos
mucho tiempo.
Todo
era nuevo para nosotros. Había algo de vivificante en el pensamiento de que
nadie nos protegía, de que el aire era un aire libre que no se movía impulsado
por máquinas atmosféricas. Vimos muchos pájaros y cuando pensaba hacia ellos
tropezaba con unas mentes sobresaltadas y opacas; eran pájaros naturales, de
una especie que nunca había visto antes. Virginia me preguntó sus nombres y yo
les di desvergonzadamente todos los nombres de pájaros que conocía en francés,
sin saber si eran los nombres que correspondían o no.
Maximilien
Macht había recuperado el buen humor también y hasta nos cantó una canción, con
voz desafinada, y la canción decía que nosotros tomaríamos el camino alto y él
el camino bajo, pero que él llegaría a Escocia antes que nosotros. No tenía
sentido, pero la melodía era agradable. Cada vez que Macht se adelantaba un
poco, yo entonaba unas variaciones de macuba y susurraba las frases en
la hermosa oreja de Virginia:
No
era la mujer que yo buscaba.
La encontré tan casualmente.
No hablaba el francés de Francia
sino el dulce canto de la Martinica.
Fuimos
felices, en plena libertad, en plena aventura, hasta que sentimos hambre.
Entonces comenzaron nuestros problemas.
Virginia
se acercó a un lampadario, y lo golpeó ligeramente con el puño.
–Aliméntame
–dijo.
El
lampadario hubiera tenido que abrirse, sirviéndonos una cena, o decirnos dónde
había comida en un radio de cien metros. No hizo ni una cosa ni otra. No hizo
nada. Debía estar descompuesto.
De
ahí en adelante nos divertimos golpeando todos los postes.
El
Bulevar Alpha Ralpha se alzaba ahora a unos quinientos metros sobre el paisaje
campestre. Los pájaros salvajes giraban bajo nosotros. Había menos polvo en el
pavimento, y menos malezas. El camino inmenso –sin pilones– se curvaba como una
cinta colgante y se metía en las nubes.
Nos
cansamos de golpear los postes. No había allí ni comida ni agua.
Virginia
se puso nerviosa.
–No
serviría de nada volver –dijo–. Hay comida arriba seguramente. Cómo no se te
ocurrió traer algo.
¿Por
qué tenía que haber pensado yo en llevar comida? ¿Quién llevaba comida consigo?
¿Para qué, si se le encontraba en cualquier sitio? Mi querida no era razonable,
pero era mi querida, y yo la quería todavía más por las dulces imperfecciones
de su carácter.
Macht
siguió golpeando postes, en parte para mantenerse alejado de nuestra disputa, y
de pronto obtuvo un resultado inesperado.
Vi
que se inclinaba para golpear otra vez el pilar de una lámpara, y casi en
seguida chilló como un perro y se precipitó camino arriba. Oí que gritaba algo,
pero no pude distinguir las palabras. Macht desapareció pronto entre las nubes.
Virginia
me miró.
–¿Quieres
que volvamos? Podemos decir que estamos cansados.
–¿Hablas
en serio?
–Por
supuesto, querido.
Me
reí, un poco irritado. Virginia había insistido tanto para que viniéramos, y
ahora estaba dispuesta a dar media vuelta y renunciar al paseo, sólo para
complacerme.
–Sigamos
–dije–. No podemos estar muy lejos del fin. Adelante.
–Paul…
Virginia
no se separaba de mí. Me miraba con ojos turbados, como si quisiera entrar en
mi mente. Yo pensé: ¿quieres hablarme de este modo?
–No
–dijo en francés–. Quiero decir las cosas una a una. Paul, quiero ir al
Abba-dingo. Necesito ir. No he tenido una necesidad mayor en mi vida. Pero al
mismo tiempo no quiero ir. Hay algo oscuro allá arriba. Pero además, prefiero
tenerte mal que no tenerte de ningún modo. Algo puede ocurrir.
–¿Sientes
ya ese miedo de que hablaba Macht? –dije prudentemente.
–Oh,
no, Paul, nada de eso. Esto que siento no es excitante. Es como si se hubiera
descompuesto algo en una máquina…
–¡Escucha!
–interrumpí.
De
lejos, del interior de las nubes, llegaba un sonido, como el quejido de un
animal. Pero se oían vagamente unas palabras. Tenía que ser Macht. Me pareció
oír “tengan cuidado”. Busqué con la mente a Macht, y la distancia se abrió en
círculos que me marearon.
–Vamos,
querida –dije.
–Sí,
Paul –dijo Virginia, y en su voz había a la vez, insondablemente, felicidad,
resignación y desesperanza…
Antes
de que nos pusiéramos en camino la miré atentamente. Virginia era mi
muchacha. El cielo tenía ahora un color amarillento y las luces no se habían
encendido todavía. Bajo el amarillo resplandeciente del cielo los rizos
castaños de Virginia parecían teñidos de oro, las pupilas castañas se le
confundían con el negro de los iris, y el rostro joven de mujer predestinada
parecía más cargado de significado que cualquier otro rostro humano que yo
hubiera podido contemplar.
–Tú
eres mía –dije.
–Sí,
Paul –Virginia me miró con una sonrisa brillante–. Tú lo dijiste. Es
doblemente hermoso.
Un
pájaro posado en la barandilla nos miró severamente y desapareció. Quizá no
aprobaba las disparatadas costumbres humanas, y por eso se precipitó en el aire
oscuro. Vi que se enderezaba allá abajo, muy lejos, y que flotaba
perezosamente.
–No
somos libres como los pájaros, querida –le dije a Virginia–, pero somos más
libres que ningún hombre desde hace cien siglos.
Virginia
me respondió apretándome el brazo y sonriéndome.
–Y
ahora –añadí– sigamos a Macht. Abrázame y no te sueltes. Golpearé ese poste. No
nos darán una cena, pero sí por lo menos un paseo.
Sentí
que Virginia se abrazaba a mi cintura y entonces golpeé el poste.
¿Qué
poste? Un instante después los lampadarios pasaban a nuestro lado como manchas.
El suelo a nuestros pies parecía firme, pero nos desplazábamos velozmente. Ni
siquiera en los subsuelos había visto un camino tan rápido. El vestido de
Virginia restallaba en el viento como el chasquido de unos dedos. En un
instante entramos en la nube y salimos de ella.
A
nuestro alrededor se extendía otro mundo. Había nubes abajo y arriba. Aquí y
allá brillaba el cielo azul. Los antiguos ingenieros habían diseñado
inteligentemente la carretera. Subíamos y subíamos, sin tambalearnos y sin
sentirnos aturdidos.
Otra
nube.
Esta
vez todo ocurrió tan rápido que apenas pude darme cuenta.
Algo
oscuro se precipitó sobre mí y me golpeó violentamente el pecho. Sólo mucho más
tarde comprendí que era el brazo de Macht que había tratado de retenerme en el
momento en el que traspasábamos el borde. Luego entramos en otra nube. Antes de
que yo pudiera hablarle a Virginia sentí otro golpe. El dolor fue terrible.
Nunca había sentido nada parecido en mi vida. Por alguna razón Virginia se
había caído y había pasado encima de mí y ahora me jalaba de las manos.
Yo
quería decirle que no jalara así, que me lastimaba, pero me había quedado sin
aliento. No me resistí y traté de acercarme a ella. Sólo entonces comprendí que
no había nada bajo mis pies… ni puente, ni camino ni nada.
Yo
estaba en el borde del bulevar, la arista quebrada del lado superior. Debajo de
mí no había más que unos cables torcidos, y, muy lejos, una cinta que podía ser
un río o una carretera.
Habíamos
franqueado la vasta brecha, sin darnos cuenta, y yo había caído boca abajo en
el borde superior de la calzada, golpeándome el pecho.
El
dolor no tenía ninguna importancia.
El
médico-robot llegaría en seguida y me curaría.
Una
mirada al rostro de Virginia me bastó para recordar que no había allí
médicos-robot, ni mundo, ni Instrumentos, nada excepto viento y dolor. Virginia
lloraba. Tardé un momento en entender lo que decía.
–Es
culpa mía, culpa mía, querido, ¿estás muerto?
Ninguno
de los dos conocía el sentido de la palabra “muerto”, pues la gente desaparecía
siempre en el momento previsto, pero sabíamos que en ese estado no había vida.
Traté de decirle que yo estaba vivo, pero a Virginia no le interesaba otra cosa
que alejarme de la brecha.
Me
apoyé en las manos y conseguí sentarme.
Virginia
se hincó a mi lado y me cubrió la cara de besos.
–¿Dónde
esta Macht? –pude balbucear al fin.
Virginia
miró hacia atrás.
–No
lo veo.
Yo
quise mirar también.
–Quédate
quieto –me dijo–. Miraré otra vez.
Se
acercó animosamente a la brecha del bulevar y miró tratando de ver a través de
las nubes que pasaban rápidamente a nuestro lado como aspiradas por un
ventilador.
–Ya
lo veo –exclamó–. Qué aspecto raro tiene. Parece un insecto del museo. Está
cruzando por los cables.
Me
arrastré sobre manos y rodillas y miré también. Allá estaba Macht: un punto que
se movía a lo largo de un hilo, y los pájaros revoloteaban a su alrededor. No
parecía nada seguro. Quizá estaba sintiendo todo el “miedo” que necesitaba para
ser feliz. Yo no quería ese “miedo”, fuera lo que fuese. Yo quería comida, agua
y un médico-robot.
No
había nada de eso en aquel sitio.
Me
enderecé trabajosamente.
Virginia
quiso ayudarme, pero yo estuve de pie antes que ella me tocara la manga.
–Vamos
–dije.
–¿A
dónde? –preguntó Virginia.
–Al
Abba-dingo. Quizá haya máquinas amigas allá arriba. Aquí no hay más que frío y
viento, y las luces todavía no se encendieron.
Virginia
frunció el ceño.
–¿Pero
y Macht?
–Tardará
horas en cruzar. Podemos volver.
Virginia
obedeció.
Una
vez más fuimos a la izquierda del bulevar. Le dije a Virginia que me tomara de
la cintura mientras yo golpeaba los pilares, uno a uno. En alguno de ellos
tenía que haber un dispositivo de reactivación para los pasajeros del camino.
Tuve
éxito en mi cuarta tentativa.
Una
vez más nuestras ropas restallaron al viento como látigos mientras subíamos
velozmente por el Bulevar Alpha Ralpha.
Casi
nos caímos cuando el camino giró a la izquierda. Recuperé el equilibrio y el
camino giró a la derecha. Y luego nos detuvimos.
Allá
estaba el Abba-dingo.
Una
plataforma cubierta de objetos blancos: barras con protuberancias y bolas
imperfectas del tamaño de mi cabeza.
Virginia
miraba, de pie a mi lado, en silencio.
¿Del
tamaño de mi cabeza? Moví uno de los objetos con el pie y supe entonces, ya sin
ninguna duda, qué era aquello. Era gente. Las partes interiores. Yo no había
visto nunca nada parecido. Eso que estaba ahí en el suelo había sido sin duda
una mano. Había cientos de esas cosas a lo largo del muro.
–Vamos,
Virginia –dije dominándome y ocultando mis pensamientos.
Virginia
me siguió sin decir una palabra. Miraba con curiosidad las cosas del suelo, pero
no parecía reconocerlas.
Yo
observaba el muro.
Al
fin las descubrí… las puertitas del Abba-dingo.
Una
decía METEOROLÓGICA. No era una palabra del Viejo Idioma Común, no era tampoco
francés pero se le parecía y entendí que era algo que tenía relación con la
atmósfera. Apoyé la mano en el panel de la puerta. El panel se hizo
transparente y apareció una vieja escritura. Había números ahí que no
significaban nada, palabras que no significaban nada, y luego: Tifón
inminente.
Yo
no sabía lo que quería decir “inminente”, pero “tifón” era lo mismo
evidentemente que la palabra francesa typhon, una perturbación
atmosférica considerable. Que las máquinas se ocupen de sus propios asuntos,
pensé. Esto no nos concierne.
–No
nos sirve de mucho –dije.
–¿Qué
significan esas palabras? –preguntó Virginia.
–Una
perturbación del aire.
–Oh
–dijo Virginia–. Eso no puede inquietarnos, ¿verdad?
–Claro
que no.
Toqué
el panel siguiente, que decía COMIDA. En el interior del muro hubo un crujido
doloroso, como si toda la torre hubiera eructado. La puerta se abrió un poco y
se sintió un olor pestilente. En seguida la puerta se cerró otra vez.
La
tercera puerta decía SOCORRO y cuando la toqué no ocurrió nada. Quizá era algo
así como un dispositivo para recolectar impuestos en los viejos días. La cuarta
puerta era más grande y estaba ya un poco abierta en la parte inferior. Arriba decía:
PREDICCIONES, lo que era bastante claro para quienes conocíamos el francés
antiguo. La frase de abajo era más misteriosa: INTRODÚZCASE AQUÍ LA TARJETA, y
no pude adivinar qué quería decir.
Probé
la telepatía. No ocurrió nada. El viento silbó a nuestro alrededor. Algunas de
las bolas y barras calcáreas rodaron por el pavimento. Probé otra vez, tratando
de alcanzar la huella de pensamientos desaparecidos hacía mucho tiempo. Un
grito entró en mi mente, un grito largo y agudo que no parecía muy humano. Eso
fue todo.
Me
sentí un poco intranquilo. No tenía “miedo”, pero Virginia me preocupaba.
Virginia
miraba el suelo.
–Paul
–dijo–, eso que hay en el suelo, entre esas cosas raras, ¿no es la manga de una
chaqueta de hombre?
Yo
había visto una vez una radiografía antigua, en el museo, y sabía que la manga
recubría aún un material que había sido la estructura interna de un hombre. No
había ninguna bola aquí, así que yo no estaba seguro de que el hombre estuviera
muerto. ¿Cómo podía haber ocurrido esto en los viejos días? ¿Por qué los
Instrumentos había permitido que ocurriera? Pero los Instrumentos había
prohibido siempre que nos acercáramos a este lado de la torre. Los que habían
violado la orden habían sido castigados de un modo que yo no podía imaginar.
–Mira,
Paul –dijo Virginia–. Puedo meter la mano.
Antes
de poder detenerla, Virginia había metido la mano en la abertura que decía:
INTRODÚZCASE AQUÍ LA TARJETA.
Virginia
gritó.
No
podía sacar la mano.
La
tomé del brazo, pero no se movía. Virginia jadeaba de dolor. De pronto la mano
se le soltó.
Había
unas palabras grabadas en la carne. Desgarré mi capa y vendé la herida.
Virginia sollozaba junto a mí y le quité la venda y ella vio entonces las
palabras en la piel.
Las
palabras decían, en francés antiguo: Amarás a Paul toda tu vida.
Virginia
dejó que le vendara la mano y luego adelantó la cara para que la besara.
–Valía
la pena –dijo–. Valía la pena todo este trabajo, Paul. Veamos si podemos bajar.
Ahora ya sé.
La
besé una vez más y le dije con tono tranquilizador:
–¿Sabes,
no es cierto?
–Sí,
sé –Virginia me sonrió a través de las lágrimas–. Los Instrumentos no hubieran
podido programar esto. ¡Qué vieja máquina inteligente! ¿Es un dios o un
demonio, Paul?
Yo
todavía no conocía bien el significado de estas palabras, de modo que me
contenté con palmearle el brazo.
Nos
volvíamos ya para regresar cuando descubrí que yo no había probado las
PREDICCIONES.
–Un
momento, querida. Deja que saque un pedazo de venda.
Virginia
esperó pacientemente. Arranqué un trozo del tamaño de mi mano y luego recogí
del suelo una barra de una ex persona. Parecía haber sido un antebrazo. Regresé
para meter la tela en la hendidura, pero cuando llegué a la puerta me encontré
con un enorme pájaro que se había posado allí.
Quise
apartarlo con un ademán, y el pájaro me contestó con una especie de graznido. Hasta
parecía que quisiera amenazarme con sus gritos y con su pico afilado. No se
iba.
Entonces
probé la telepatía. Soy un hombre verdadero. ¡Vete!
El
cerebro oscuro del pájaro sólo me contestó con un no-no-no-no-no.
Le
lancé entonces un puñetazo que lo arrojó al suelo. El animal se incorporó entre
los restos blanquecinos, y luego, abriendo las alas, se dejó llevar por el
viento.
Metí
en el panel el trozo de tela, mentalmente conté hasta veinte y lo retiré.
Las
palabras eran claras, pero no tenían ningún significado:
Amarás
a Virginia veintiún minutos más.
La
voz feliz de Virginia, una voz que la predicción había tranquilizado, pero que todavía
temblaba un poco por el dolor de la herida, me llegó desde lejos.
–¿Qué
dice, querido?
Fingí
un movimiento torpe y dejé que el viento se llevara la tela. Revoloteó como un
pájaro. Virginia miró cómo se iba.
–Oh
–exclamó tristemente–. ¡Lo perdimos! ¿Qué decía?
–Lo
mismo que para ti.
–Pero
las palabras, Paul, ¿qué palabras eran?
Con
amor y el corazón apretado, y quizá un poco de “miedo”, le mentí a Virginia y murmuré
dulcemente:
–Decía:
“Paul amará siempre a Virginia”.
Virginia
me sonrió radiantemente. Su figura firme y plena se alzaba feliz contra el
viento. Una vez más era la hermosa, la regordeta Menerima que había vivido en
un edificio vecino al mío y que yo había conocido en mi infancia. El mensaje
era un disparate. Habíamos visto muy bien, al abrirse el panel que decía
COMIDA, que la máquina estaba descompuesta.
–Aquí
no hay comida ni agua –dije.
En
realidad había un charco cerca de la baranda, pero el agua había tocado los
elementos estructurales humanos y yo no me atrevía a beberla.
Virginia
era tan feliz que a pesar de la mano herida, la falta de alimento y de agua
caminaba vigorosa y animadamente.
Me
dije: “Veintiún minutos. Han pasado cerca de seis horas. Si nos quedamos aquí
enfrentaremos nuevos peligros”.
Descendimos
por el Bulevar Alpha Ralpha con paso firme. Habíamos encontrado el Abba-dingo y
estábamos todavía “vivos”. Yo no creía estar “muerto”, pero las palabras habían
carecido de significado durante tanto tiempo que era difícil emplearlas
correctamente.
La
rampa era muy empinada y Virginia y yo bajábamos haciendo cabriolas, como
caballos. El viento nos soplaba en la cara con una fuerza increíble. Eso era, viento,
pero yo no encontré la palabra francesa, vent, sino cuando todo hubo
terminado.
Nunca
vimos la torre entera. Sólo la pared a donde nos había llevado la vieja
carretera rodante. El resto de la torre se perdía en las nubes, como entre
harapos.
El
cielo era rojo en un lado y de un sucio color amarillento del otro.
Unas
grandes gotas de lluvia nos golpearon la cara.
–Las
máquinas atmosféricas están descompuestas –le grité a Virginia.
Virginia
quiso responderme, pero el viento se llevó las palabras. Le repetí lo que sabía
de las máquinas atmosféricas y Virginia asintió, feliz, animadamente, aunque el
viento le desordenaba el pelo ahora y las gotas de agua que venían de arriba le
dejaban muchas manchas redondas en el vestido dorado. No importaba. Virginia se
apoyó en mi brazo. Sonreía mientras descendíamos la pendiente inclinada,
sosteniéndonos mutuamente. Había confianza y vida en sus ojos castaños. Notó
que yo la miraba y me besó el antebrazo sin perder el paso. Era mi enamorada
para siempre y ella lo sabía.
El
agua que venía del cielo, y que según supe más tarde era verdadera “lluvia”,
caía con más fuerza. De pronto aparecieron pájaros. Un pájaro grande aleteó
vigorosamente contra el viento sibilante y al fin flotó inmóvil ante mis ojos.
Graznó un instante y luego se fue con el viento. En seguida otro pájaro me
golpeó el cuerpo. Bajé los ojos, pero la corriente de aire se lo llevó también.
Yo no sentí más que un grito telepático: ¡no-no-no-no!
¿No
qué? Un consejo de pájaro no sirve de mucho.
Virginia
me apretó el brazo y se detuvo. Yo también me detuve.
El
borde roto del Bulevar Alpha Ralpha estaba ante nosotros. Unas feas nubes
amarillas se movían en el abismo como peces venenosos, en giros inexplicables.
Virginia
gritaba.
Yo
no podía oírla, y me incliné de modo que su boca casi me tocaba la oreja.
–¿Dónde
está Macht? –decía Virginia.
La
llevé cuidadosamente al lado izquierdo del camino, donde la baranda nos
protegía un poco del viento y la lluvia. Ahora ninguno de nosotros podía ver muy
lejos. Hice que Virginia se arrodillara y me agaché junto a ella. El agua nos
azotó las espaldas. La luz de alrededor era de un amarillo sucio y oscuro.
Todavía
veíamos, pero no mucho.
Yo
hubiera deseado que nos quedáramos al abrigo de la baranda, pero Virginia me
pidió que hiciéramos algo por Macht. Yo no sabía realmente qué se podía hacer.
Si Macht había encontrado un refugio, estaba a salvo. Pero si seguía en uno de
aquellos cables, el viento desencadenado acabaría por llevárselo, y entonces ya
no habría más Maximilien Macht. Estaría “muerto” y sus partes interiores se
blanquearían en alguna parte.
Virginia
insistió.
Nos
deslizamos hasta el borde. Un pájaro cayó a plomo, como una piedra, apuntándome
a la cara. Aparté la cabeza. Un ala me tocó. Yo no sabía que las plumas
pudieran ser tan duras. Estos pájaros deben tener los mecanismos mentales
desarreglados, pensé, si atacan así a la gente en Alpha Ralpha. No es manera de
comportarse con la gente verdadera.
Al
fin llegamos al borde, arrastrándonos sobre el vientre. Traté de clavar las
uñas de la mano izquierda en la materia pétrea de la baranda, pero era lisa y
no había mucho de qué agarrarse, salvo la moldura ornamental. Mi brazo derecho
sostenía a Virginia. Me costaba mucho avanzar así, pues yo sentía aún en el
cuerpo el dolor del golpe contra el borde del camino. Pero Virginia no se
detenía.
No
veíamos nada.
La
oscuridad nos envolvía.
El
viento y el agua nos golpeaban como si nos dieran puñetazos.
El
vestido dorado de Virginia tiraba de ella como un perro que juguetea con su
amo. Yo quería que volviéramos al refugio de la baranda, donde podíamos esperar
que terminara la perturbación del aire.
De
pronto hubo una luz alrededor de nosotros. Era la electricidad libre que los
antiguos llamaban relámpago. Supe más tarde que era bastante frecuente
en las áreas donde no actuaban las máquinas de los climas.
La
luz brillante y breve nos reveló un rostro que nos miraba. Macht estaba
suspendido de los cables, debajo de nosotros. Tenía la boca abierta y gritaba,
sin duda. Nunca sabré si su expresión era de “miedo” o de felicidad. Macht
parecía por lo menos muy excitado. La luz brillante se apagó y creí oír el eco
de un llamado. Lo busqué telepáticamente y no encontré nada. Sólo un pájaro
oscuro y obstinado que pensaba ¡no-no-no-no-no!
Virginia
se endureció en mis brazos y se estremeció. Le grité en francés. No podía
oírme.
Entonces
la llamé con la mente.
Había
algún otro allí.
La
mente de Virginia me alcanzó con un grito de repulsión:
–La
mujer gata. ¡Va a tocarme!
Virginia
se retorció y de pronto mi brazo derecho no sostuvo nada. Vi la llama de un
vestido de oro que caía del otro lado del borde, en la penumbra. Busqué con la
mente y me llegó su grito:
–Paul,
Paul, te quiero. Paul… ¡ayúdame!
Los
pensamientos se desvanecieron a medida que el cuerpo de Virginia se hundía en
el vacío.
El
algún otro era C’mell, la muchacha gata que habíamos encontrado por vez primera
en el corredor.
–He
venido a buscarlos a los dos –me dijo C’mell con el pensamiento–. Los pájaros
no se preocupaban mucho por ella.
–¿Qué
tienen que hacer aquí los pájaros?
–Los
salvaste. Salvaste a sus crías cuando el hombre de pelo rojo iba a matarlas a
todas. Todos nosotros estábamos muy preocupados pensando qué haría la gente
verdadera cuando fuera libre. Ya lo sabemos. Algunos son malos y matan a las
otras formas de vida. Otros, como tú, son buenos y protegen la vida.
¿No
significan otra cosa malo y bueno?, pensé.
Quizá
yo debí estar prevenido. La gente no entendía nada de luchas, pero sí los
homúnculos. Nacieron en medio de batallas y trabajaban en medio de conflictos.
C’mell, muchacha gata, me dio en la barbilla con un puño preciso como un
pistón. No disponía de anestésicos y para llevarme por los cables y en el
viento necesitaba que yo estuviera inconsciente.
Desperté
en mi propio cuarto. Me sentía de veras muy bien. El médico-robot estaba allí.
–Tuvo
usted un shock. Me puse en contacto con un subcomisionado de los Instrumentos y
puedo borrarle los recuerdos del último día, si usted así lo desea.
El
médico-robot tenía una expresión agradable.
¿Dónde
estaba el viento tumultuoso? ¿El aire que caía como una piedra alrededor de
nosotros? ¿El agua que caía donde las máquinas de los climas no podían
gobernarla? ¿Dónde estaban el vestido dorado y el rostro ansioso y ávido de
miedo de Maximilien Macht?
Pensé
todo esto, pero el médico no era telépata y no supo nada. Lo miré.
–¿Dónde
–pregunté– está mi verdadero amor?
Los
robots nunca muestran desprecio, pero éste intentó hacerlo.
–¿La
muchacha gata desnuda de cabellera llameante? Fue a buscar unas ropas.
Lo
miré fijamente, un rato.
La
mente presuntuosa y mezquina del robot pensó sus torpes y mezquinos
pensamientos.
–Yo
diría, señor, que ustedes, la “gente libre”, cambian muy rápidamente, por
cierto.
¿Quién
discute con una máquina? No valía la pena contestarle.
¿Pero
y aquella otra máquina? Veintiún minutos. ¿Cómo explicárselo? Yo no quería
discutir con aquella otra máquina tampoco. Tenía que haber sido una máquina muy
poderosa antes de que la abandonaran. Quizá había ayudado a librar las antiguas
guerras. No me interesaba resolver el enigma. Para alguna gente podía ser un
dios. Yo no le daba ningún nombre. Yo no tenía necesidad de “miedo”, y no me
proponía volver al Bulevar Alpha Ralpha. Pero escucha, ¡oh, corazón! ¿Serías
capaz de ir otra vez al café?
C’mell
entró y el médico-robot salió del cuarto.
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