Edmundo Valadés
Sobre el estrado, los ingenieros conversan, se ríen.
Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax
es siempre áspero. Poco a poco su atención se concreta en el auditorio. Dejan de
recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa
de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios
congregados en una asamblea y que están ahí abajo frente a ellos.
–Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos
a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro.
–Es usted un escéptico, ingeniero. Además pone
usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la revolución.
–¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles.
Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha de servirles repartirles tierras.
–Usted es superficial, un derrotista, compañero.
Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos.
Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar
ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos
bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus
gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante
de quien se acomoda en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se
suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre de campo. Pero hace mucho
tiempo. Ahora de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo
y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el
recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea
o el templo. Hablan parcamente y las palabras que hablan dicen de cosechas, de lluvia,
de animales de crédito. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir
el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si
les hubiesen crecido de la propia mano.
Otros de pie, recargados en los muros laterales,
con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín
diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios,
de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen
ayudar a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
–Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora es el turno de los de abajo. El presidente
los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza tímida. Otras la siguen. Van
hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos,
precisos, otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven
el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido
en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba donde cuelga un candil.
Allí en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del
mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros; consideran quién
es el que debe tomar la palabra.
–Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
–Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados.
Un viejo, quizá el patriarca, decide:
–Pos que le toque a Sacramento.
Sacramento espera.
–Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras
son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven,
levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los
cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra
está concedida.
–Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone de pie.
Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo,
crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa
hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
–A ver ese que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que
se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás
han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
–Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas.
Traimos una queja contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya
no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández,
porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos
los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución.
Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron
al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones.
Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio
y el fin.
–Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó
quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus
tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor,
que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos
que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está
el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era
verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo a unos señores
de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos, nos quitaban las tierras.
Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas.
Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
–Pos luego lo de m’hijo, señor. Se encorajinó el
muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado
y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente
Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando
una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado.
Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más.
Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla en el extremo de
la mesa.
–Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo
malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las
milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita
agua, siñor, para nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada
se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos.
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus
compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
–Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias
a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado.
Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos
muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio.
Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo.
Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las
muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera
tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que ya nos cansamos
de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En
ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
–Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades
hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí
providencias. A ustedes –y Sacramento recorrió a cada ingeniero con la mirada y
la detuvo ante quien presidía–, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia
para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su
venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el
estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
–Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible
petición.
–No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar
este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces.
Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán
nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia
primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque.
Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
–Pero somos civilizados, tenemos instituciones;
no podemos hacerlas a un lado.
–Sería justificar la barbarie, los actos fuera
de ley.
–¿Y qué peores actos fuera de ley que los que ellos
denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si
a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya
hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo
que se someta a votación la propuesta.
–Yo pienso como usted, compañero.
–Pero estos tipos son unos ladinos, habría que
averiguar la verdad. Además no tenemos autoridad para conceder una petición como
ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el
hombre de campo. Su voz es inapelable.
–Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina,
la misma voz que debe de haber hablado allá en el monte, confundida en la tierra,
con los suyos.
–Se pone a votación la proposición de los compañeros
de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para
matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También
los de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente
aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.
–La asamblea da permiso a los de San Juan de las
Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma,
termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice, su expresión es sencilla,
simple.
–Pos muchas gracias por el permiso, porque como
nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas
está difunto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario