lunes, 15 de enero de 2024

TLB

Juan Benet

 

Hasta que una noche se oyeron unos golpes en la puerta, llamadas que se prolongaron durante un breve rato. Pero primero fue un golpe discreto –“a la vez discreto y perentorio”– seguido del silencio de quien había llamado, para esperar la respuesta que había de quedar en suspenso.

El molino no se hallaba lejos dela torre cuya sombra, espuria y ubicua, coagulación azoica de una historia episódica en el flujo mortuorio de la hojarasca y el ramaje, no se destacaba de la masa de árboles (corpulentos y descuidados nogales, esféricos fresnos, higueras que habían nacido dentro y fuera de la nave sin bóvedas, que introducían sus raíces entre las juntas de los sillares marcados por el símbolo del anónimo artífice) sino que sin contornos parecía despojar a la noche de su carácter celeste para imponer el de su propia fábrica, cuyo susurro sin voz ni timbre ni eco ni tono recogía, devolvía y saldaba el murmullo imaginario del mar en el holocausto de la calma continental. Un par de búhos levantaron el vuelo sin ruido, con un vuelo bajo pero largo, como para dirigirse a Cawdor a informar a su señor de la llegada a deshoras del inoportuno intruso.

La torre solamente era frecuentada en un par de ocasiones al año, a lo sumo tres; apenas se distinguía desde la carretera de la sierra, envuelta por los árboles de la vega, aun cuando constituía el mejor punto de observación para escudriñar los sucesos de Mantua pues aunque en ruinas su cuerpo de campanas todavía era practicable. Y mientras todo el caserío del pueblo abandonado carecía ya de cubiertas y puertas –los muros de piedra en seco ya desmoronados, las tejas en las eras, las vigas, las gateras, los cabrios, los cumbrales calcinados– el molino (que aprovecha un caz del río, con dos palmos de agua e invadido por la vegetación) situado al pie de la torre y alejado del pueblo, permanecía cerrado y trancado sin que nadie hubiera osado entrar en él a partir del suceso que lo clausurara. A partir de aquel suceso, más de medio siglo atrás, bastante más de medio siglo atrás, casi un siglo.

Entre las gentes que acudían a la torre se decía que algunas noches llegaba a columbrarse una luz a través de las rendijas de las trancas, pero nadie –ni siquiera los escuchas o visitantes de la torre, los guardas del monte en los albores de la primavera o en las postrimerías del verano– volvían la vista hacia allá para cerciorarse de ello.

Hasta que un día el joven a eso de la medianoche golpeó en su puerta y esperó en silencio la respuesta. No se sabe por qué, lo más probable es que fuera para ganar una apuesta. Uno de esos retos juveniles e invernales, de un sábado decembrino cuando sólo en virtud de una apuesta se puede romper el bloqueo de hielo y desolación del páramo regionato. Y sin duda le oyeron porque jamás dormían; porque acaso (en una espera que no prescribía) se aferraban a su estancia no aguardando otra cosa que la apuesta insensata del joven bravucón, cruzada con otro en la única taberna abierta un sábado a punto ya de la medianoche.

Esperó un buen rato y, al comprender que no obtenía respuesta, volvió a golpear la puerta con el puño y con el codo. Después, haciendo bocina con ambas manos, gritó con todas sus fuerzas:

–¿Hay alguien en la casa? –gritó un par de veces, a fin de ganar la apuesta.

Sin duda le oyeron –porque no esperaban otra cosa, porque presentían que un día u otro se cruzaría aquella apuesta u otra parecida– y levantaron unas motas de polvo y cruzaron unas miradas confundidas con los saturninos brillos de las rendijas.

–¿Hay alguien en la casa? –repitió, a todo lo que daba su voz y no para que le oyeran los que podían estar dentro del molino, sino para que lo hicieran los que habían quedado junto a la torre, y sólo con objeto de ganar la apuesta.

Y por último, apagado ya el rescoldo de todo temor, se encaró con la puerta con desprecio, ignorante de que toda la prueba de su coraje podía volverse contra él –y arrastrarle al miedo– a poco que pudiera hacerse perceptible la presencia que necesitaba ofender. Dio dos pasos, tomó un canto y lo arrojó contra una de las trancadas ventanas y la madera devolvió el sonido, incapaz de propagarse en las tinieblas que lo convirtieron en el eco de la abyecta circunspección de la muerte ante la energía que sólo goza de un instante para maldecirla. Porque la apuesta no era una venganza, sino, justamente, la incapacidad para llevarla a cabo. Y por último de espaldas y antes de alejarse, dio una patada en la puerta que apenas resonó en el ámbito vacío del molino, porque no eran perceptibles los tímidos suspiros, las miradas no estupefactas que cruzaron sus habitantes, ante el sombrío convencimiento de que si existen y conviven dos clases de rencor no existe en cambio el terreno donde poder medir su recíproca impotencia.

Antes de alejarse por la calzada se volvió de nuevo para gritar por vez postrera:

–¿Hay alguien en la casa?

Hasta que se perdió en la noche, entre la arboleda que rodeaba a la destruida ermita del fondo de la cual surgieron las voces –las voces asordinadas por la vegetación– de los que habían esperado junto a la torre.

Se apagó el eco de sus pasos, las botas de clavos sobre losas y adoquines, se disiparon sus voces cuando alcanzaron la carretera y el lugar se reintegró a su vitanda soledad, y solamente entonces se abrió la puerta trancada del molino y la voz una y múltiple y contradictoria, chillona y grave a la vez, composición concertada en el sonido de mil discrepancias en el tiempo y el rencor, dijo a una desde la oscuridad:

–Aquí estamos, pasen.

 

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