Juan Benet
Hasta
que una noche se oyeron unos golpes en la puerta, llamadas que se prolongaron
durante un breve rato. Pero primero fue un golpe discreto –“a la vez discreto y
perentorio”– seguido del silencio de quien había llamado, para esperar la
respuesta que había de quedar en suspenso.
El molino no se hallaba lejos dela torre
cuya sombra, espuria y ubicua, coagulación azoica de una historia episódica en
el flujo mortuorio de la hojarasca y el ramaje, no se destacaba de la masa de
árboles (corpulentos y descuidados nogales, esféricos fresnos, higueras que
habían nacido dentro y fuera de la nave sin bóvedas, que introducían sus raíces
entre las juntas de los sillares marcados por el símbolo del anónimo artífice)
sino que sin contornos parecía despojar a la noche de su carácter celeste para
imponer el de su propia fábrica, cuyo susurro sin voz ni timbre ni eco ni tono
recogía, devolvía y saldaba el murmullo imaginario del mar en el holocausto de
la calma continental. Un par de búhos levantaron el vuelo sin ruido, con un vuelo
bajo pero largo, como para dirigirse a Cawdor a informar a su señor de la
llegada a deshoras del inoportuno intruso.
La torre solamente era frecuentada en un
par de ocasiones al año, a lo sumo tres; apenas se distinguía desde la
carretera de la sierra, envuelta por los árboles de la vega, aun cuando
constituía el mejor punto de observación para escudriñar los sucesos de Mantua
pues aunque en ruinas su cuerpo de campanas todavía era practicable. Y mientras
todo el caserío del pueblo abandonado carecía ya de cubiertas y puertas –los muros
de piedra en seco ya desmoronados, las tejas en las eras, las vigas, las
gateras, los cabrios, los cumbrales calcinados– el molino (que aprovecha un caz
del río, con dos palmos de agua e invadido por la vegetación) situado al pie de
la torre y alejado del pueblo, permanecía cerrado y trancado sin que nadie
hubiera osado entrar en él a partir del suceso que lo clausurara. A partir de
aquel suceso, más de medio siglo atrás, bastante más de medio siglo atrás, casi
un siglo.
Entre las gentes que acudían a la torre se
decía que algunas noches llegaba a columbrarse una luz a través de las rendijas
de las trancas, pero nadie –ni siquiera los escuchas o visitantes de la torre,
los guardas del monte en los albores de la primavera o en las postrimerías del
verano– volvían la vista hacia allá para cerciorarse de ello.
Hasta que un día el joven a eso de la
medianoche golpeó en su puerta y esperó en silencio la respuesta. No se sabe
por qué, lo más probable es que fuera para ganar una apuesta. Uno de esos retos
juveniles e invernales, de un sábado decembrino cuando sólo en virtud de una
apuesta se puede romper el bloqueo de hielo y desolación del páramo regionato.
Y sin duda le oyeron porque jamás dormían; porque acaso (en una espera que no
prescribía) se aferraban a su estancia no aguardando otra cosa que la apuesta
insensata del joven bravucón, cruzada con otro en la única taberna abierta un
sábado a punto ya de la medianoche.
Esperó un buen rato y, al comprender que
no obtenía respuesta, volvió a golpear la puerta con el puño y con el codo.
Después, haciendo bocina con ambas manos, gritó con todas sus fuerzas:
–¿Hay alguien en la casa? –gritó un par de
veces, a fin de ganar la apuesta.
Sin duda le oyeron –porque no esperaban
otra cosa, porque presentían que un día u otro se cruzaría aquella apuesta u
otra parecida– y levantaron unas motas de polvo y cruzaron unas miradas
confundidas con los saturninos brillos de las rendijas.
–¿Hay alguien en la casa? –repitió, a todo
lo que daba su voz y no para que le oyeran los que podían estar dentro del
molino, sino para que lo hicieran los que habían quedado junto a la torre, y
sólo con objeto de ganar la apuesta.
Y por último, apagado ya el rescoldo de
todo temor, se encaró con la puerta con desprecio, ignorante de que toda la prueba
de su coraje podía volverse contra él –y arrastrarle al miedo– a poco que
pudiera hacerse perceptible la presencia que necesitaba ofender. Dio dos pasos,
tomó un canto y lo arrojó contra una de las trancadas ventanas y la madera devolvió
el sonido, incapaz de propagarse en las tinieblas que lo convirtieron en el eco
de la abyecta circunspección de la muerte ante la energía que sólo goza de un
instante para maldecirla. Porque la apuesta no era una venganza, sino,
justamente, la incapacidad para llevarla a cabo. Y por último de espaldas y
antes de alejarse, dio una patada en la puerta que apenas resonó en el ámbito
vacío del molino, porque no eran perceptibles los tímidos suspiros, las miradas
no estupefactas que cruzaron sus habitantes, ante el sombrío convencimiento de
que si existen y conviven dos clases de rencor no existe en cambio el terreno
donde poder medir su recíproca impotencia.
Antes de alejarse por la calzada se volvió
de nuevo para gritar por vez postrera:
–¿Hay alguien en la casa?
Hasta que se perdió en la noche, entre la
arboleda que rodeaba a la destruida ermita del fondo de la cual surgieron las
voces –las voces asordinadas por la vegetación– de los que habían esperado
junto a la torre.
Se apagó el eco de sus pasos, las botas de
clavos sobre losas y adoquines, se disiparon sus voces cuando alcanzaron la
carretera y el lugar se reintegró a su vitanda soledad, y solamente entonces se
abrió la puerta trancada del molino y la voz una y múltiple y contradictoria,
chillona y grave a la vez, composición concertada en el sonido de mil
discrepancias en el tiempo y el rencor, dijo a una desde la oscuridad:
–Aquí estamos, pasen.
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