Ángel Olgoso
Nada hay tan grato para un espíritu melancólico
como realizar a solas, avanzada la primavera, una discreta excursión botánica,
entregarse a un paseo despreocupado pero vigoroso, llevado por la deliciosa
brisa que lame las laderas de las colinas; vagabundear a placer lejos de los
senderos, estudiar con júbilo la raíz aérea que crece en un bosque o la hoja
atrapadora de insectos que acecha entre el oleaje de oro de un prado. Y si la
fatiga extravía nuestros pasos nada importa sino gozar –como ahora gozo– del aroma
del majuelo y del canto exultante del aligrís.
–¿Se ha perdido usted?
Al volverme me encontré ante
alguien con aspecto de anticuado pescador. La sotabarba y el viejo sombrero de
palma trenzada a mano enmarcaban unos rasgos que desprendían cierta viva
simpatía.
–Me atrevería a decir que sí –contesté–,
si no supiera que la vecina ciudad de R., donde vivo, apenas dista una decena
de kilómetros.
–Nunca oí hablar de ella, señor.
Me asombraron esas palabras,
pero no podía pasar por alto que su mirada era franca y que parecía, también,
acostumbrado a la sorpresa de los forasteros.
–Con todo –prosiguió–, le ruego
que pase la noche protegido entre nosotros. Usted sabe que no puedo abandonarlo
a su suerte.
–Pero si
apenas es mediodía –protesté, fingiendo una sonrisa de desamparo.
–Puede creerme, aquí la noche se
nos viene encima de golpe, como solimán en los ojos.
–Agradezco su celo y aprecio en
lo que vale su hospitalidad…
–No es hospitalidad –me
interrumpió–, sino caridad. En el lago, con nosotros, estará usted a salvo esta
noche. ¿Vamos?
Me acomodé el zurrón en la
espalda, afiancé el bastoncillo y lo seguí. Todo era una perentoria invitación
a hacerlo: el saludo directo, sin apostillas, del pescador; la plena
naturalidad con que se expresaba y la rapidez con que captaba mis pensamientos;
el misterioso sesgo que tomó la conversación; el despropósito de esas alusiones
a un velado peligro y a un lago en mitad de una región seca como la nuestra,
carente por completo de corrientes subterráneas y zonas dulceacuícolas. Estimé,
además, que contaba con suficientes especímenes nuevos para mi herbario y que a
la sensación de optimismo casi físico propiciada desde el amanecer por la larga
caminata y las excelencias del buen tiempo le correspondía, en justicia, la
posibilidad de un descanso igual de contundente.
Mientras caminaba tras el
pescador me pareció entrever que, en ocasiones, manoteaba frente a sí con
excitados ademanes, como si se santiguara o tratara de deshacerse de la
muselina de invisibles telarañas. De cualquier modo, no se podía concebir
desasosiego alguno en tan espléndido día, al menos mientras el sol poseyera ese
fulgor tolerable que nos permite saborear profusamente cada instante de vida.
Avanzamos sin rodear la frondosa
vertiente de un monte donde se sucedían, en moderado ascenso de este a oeste,
segmentos copados de encinas, lentiscos y carpes. Al fin, el pescador separó
las grandes ramas goteantes de un sauce como si se asomara a través del telón
de un teatro. No pude evitar estremecerme de dulcedumbre ante lo que se me
ofreció a la vista. La luz se reflejaba morosa en la superficie de una gran
laguna, como cobalto fundido y rodeado por una larga cinta de verdor.
Equidistantes de la orilla, ordenadas en disposición concéntrica, primitivas
construcciones de tablados salvaban el agua mediante plataformas sostenidas por
numerosos postes de madera, hincados en el fondo del lago. Esa especie de
cobertizos ancestrales sin pintar, de toscas cabañas de una sola ventana y
oblicuos tejados de chamizo y turba, estaban unidos entre sí por una pasarela
flotante, por un precario pontón de dos tablas que servía, a su vez, de
amarradero para extrañas barquitas con balancín y velas cruzadas. Un silencio
abigarrado de vida se cernía sobre la aldea lacustre, aparentemente desierta
ahora. Me oí pensar que semejante visión, en nuestro país y en nuestro siglo,
era ya lo bastante inverosímil sin necesidad de imaginar excéntricas e
insondables amenazas. Atónito aún por esta travesía fuera del mundo, permanecí
inmóvil conteniendo la inequívoca excitación que confiere el hecho de descubrir
de forma incidental el mirlo blanco, la súbita frescura de un oasis o el
tránsito hacia ese secreto Valle de las Rosas donde se destilan los fragantes
pétalos de rosa damascena. El brazo del pescador me llamaba desde la zona más
elevada de la pasarela, a la que había accedido sin esfuerzo. Con pasos
mecánicos y temerarios –dada la índole arenosa del cañaveral– avancé absorto
hasta ganar el pontón, cuyas tablas no eran para mí sino una intemporal estela
de imágenes, luminosas y límpidas, que me guiaba hipnóticamente a un reino
encantado donde los días prometían ser receptáculos de una perfecta dicha, de
una jubilosa y penetrante sensación de bienestar, de liviandad, de sustancia
desmaterializada. Todo, la luz más cálida, el aire más puro, los colores más
intensos, las florescencias más hermosas, los sedales tendidos en la superficie
quieta, esas viviendas como gigantescos nenúfares de madera, los geométricos
trenzados de los reflejos de sus pilotes, la arremolinada eclosión aquí y allá
de tallos de carrizo y lentejas de agua, todo cobraba relieve, todo concedía al
observador una mirada sensorial, a un tiempo serena y apasionada.
Al penetrar en el interior de la
cabaña, se me subió a la cabeza un tufo almizclado a cueros, salazones y cocos
recién partidos. Me escocía la nariz con mareante ensañamiento. Al punto, el
pescador empujó hacia mí, en un gesto enérgico pero cordial, una especie de
banqueta desbastada con tosquedad que encontré inesperadamente cómoda. Sacó
después unos vasos de arcilla y, solícito, me ofreció el destilado casi oleoso
de una redoma envuelta en hojas. El primer sorbo fue una abrasadora descarga de
fusilería en la garganta que no logró, sin embargo, disuadir la agitación que
aún hacía latir deprisa mi corazón.
–Beba a voluntad, señor, y la
noche pasará que ni tirada a cordel.
Se había quitado el sombrero de
palma, y tras hacerlo volar con gracia, quedó ensartado en unos rudimentarios
aparejos de pesca, junto a las cestas de cáñamo y los barriles apilados en un
rincón.
–¿Álamo o pino negral? –preguntó
el pescador, bebiendo a su vez.
–No lo comprendo.
–Los palafitos de su aldea, ¿son
de madera de álamo o de pino negral? –repitió endulzando el énfasis de su voz
ronca–. ¿De dos o de tres cuerpos de alto?
Sentado frente a él, contemplé
con detenimiento su cara curtida, sus ojos claros y sabios, su mentón patatudo,
la jovial calma de sus facciones. Desconocía con qué criterio y por qué motivo
pronunció aquellas palabras. Por pudor hacia mí mismo y en un tono que excluía
cualquier insultante falta de cortesía, aclaré:
–Ciertamente debo haberlo
interpretado mal o usted a mí. No hay palafitos en la ciudad, ni siquiera en el
país, de hecho dudo que aún existan palafitos en algún lugar que no sea una
reproducción turística de la Edad del Bronce, o quizá un poblado asiático o una
isla perdida en Oceanía. Para mi sorpresa, ustedes son la excepción… Una
excepción del todo pintoresca e imposible en estas latitudes.
–Le ruego que no bromee, señor.
No parece usted un joven ingrato. De sobra sabe que nunca ha habido en el mundo
más vivienda que ésta, ya sea en el agua, en las orillas, o en tierra firme.
¿Acaso no ha sido y será siempre así? –remató con una buena fe algo
exasperante.
Sonreí festejando sus
observaciones, pero amortiguada la sonrisa por una extraña vergüenza pues temía
haberlo molestado involuntariamente. Imaginé que de no contestar pronto
admitiría mi perplejo silencio como un asentimiento. Yo especulaba mientras
tanto acerca de la portentosa frase, acerca de esa emboscada mental que no
alcanzaba a comprender, desvinculada de la realidad y pueril hasta el punto de
causar enojo. Un oído experto quizá no prestase atención a palabras tan
insensatas o las atribuyera sin reservas a la ignorancia, a la mera
superstición, a una humorada o a la forma de hacer los honores de la región,
pero la generosidad natural del pescador y mi propia evaluación de su carácter
me predisponían a su favor, a soslayar sus posibles extravíos y aún apiadarme
de ellos. El pescador me miraba con fijeza, casi con preocupación.
–¡Vaya pregunta, francamente! –exclamé
al fin–. Acláreme algo por favor… No está usted hablando en serio, supongo.
–Nosotros siempre hablamos a la
descubierta. Tan cierto como que nuestro único caudal es la faena diaria.
–Comprendo. Sin embargo estoy
intrigado, le aseguro que jamás había oído cosa semejante…
Debí abrir mucho los ojos porque
el pescador se apresuró a replicar, más contrariado que enardecido:
–A fe, señor, que no somos gente
de distinción, ni personas campantes, pero nos sobra sentido común.
–Discúlpeme.
Sentí de pronto el impulso de
disipar el efecto desazonante de aquella conversación. Me acerqué al ventanillo
sin postigos y bebí con la nariz un olor a campo maduro, a bosque y selva
frescos, corpóreos, verdaderos, que expandía el pecho con su alborozo animal y
embelesado. Mi mirada, como esas urracas que caen a pico sobre objetos
brillantes, se posó en el pequeño mar de vidrio soplado cuya superficie se
desmenuzaba en lumbres fugaces, se alojó en las velas cruzadas de las chalanas,
se depositó en las estacas del secadero de peces, en los pilotes cubiertos de
madréporas, en el retozo de las carpas y los sapillos moteados. De no mediar la
vaga amenaza nocturna y la disparatada idea del pescador –que por alguna razón
él concebía como una inequívoca certeza, como un hecho consumado–, sería sin
duda en esta región incierta donde oficiaría el paraíso, donde podría
frecuentar una placidez incomparable y me sentiría besado por una dulzura
profunda y desconocida. Me llevé los prismáticos a los ojos para inspeccionar
pormenorizadamente las márgenes del lago ribeteadas, colmadas de verde, un
tapiz guarnecido con diminutas llamas vegetales de múltiples colores. Exaltado,
estuve largo rato mirando la infinita variedad de plantas –muchas de ellas
endémicas y algunas desconocidas– que formaban panículas y se alineaban en
breves cimas y se entremezclaban hasta el paroxismo: campanillas azules,
toronjil y zumaque, pan del diablo, mostaza florecida, matas de cardosa,
adelfas y botones de oro, menta silvestre, espadaña colorada, la flor amarilla
de la “ylang-ylang” africana, con sus largos pétalos en forma de estrella… Por
un instante cobró interés la idea de regresar mejor pertrechado a este
hervidero asombroso, de botanizar sin límite de tiempo alrededor de las
primitivas construcciones asentadas sobre el agua, de alimentar aquí mi “Addenda”
a la Teoría de Daumal sobre los peciolos flotantes del “Eichhornia crassipes”.
El pescador había descolgado una
marmita tiznada. Removió en su interior, llenó un plato de madera y me lo
tendió.
–Coma usted, que parece que lo
chuparon los espíritus.
–Se lo agradezco.
–La leche de cebú no prospera
por aquí. Esto es sólo pescado seco y tapioca, pero no hay mejor cocinero que
el hambre.
–¡Tapioca! –exclamé para mí,
incrédulo.
Juzgué preferible no aludir de
forma abierta a lo descabellado del asunto, cuya interpretación más obvia iba
dejando de ser, por momentos, fruto de la imaginación o la candidez. Lo cierto
es que allí, en el austero interior de una choza neolítica encallada a poca
distancia de la ciudad, en compañía de un sencillo pescador que me ofrecía
cobijo nocturno e ideas inverosímiles –y notablemente hambriento tras el paseo
de la mañana–, atribuí a aquel vino de dátiles fermentados y a aquellos
escamosos grumos la sabrosa magnitud del festín de Baltasar en Babilonia.
–Verá usted –dijo el pescador,
que había comido algo y ahora tenía las manos en el regazo–, en esta comarca
tenemos casi todo lo necesario, pero a veces las cosas vienen mal dadas y hay
que hacer batidas de trueque que pueden durar semanas o meses, en poblados muy
apartados, aguas arriba, más allá de los campos de mijo y de las más lejanas montañas,
ya sabe usted, durmiendo en los árboles cuando de noche le come a uno el miedo.
Aunque yo siempre fui de la cáscara amarga, a esas ocasiones de viaje le hago
fiestas, que pocos cazadores, pastores y carboneros pasan por aquí tan
necesitados de salazón. Este viejo pescador, créalo usted, ha llegado hasta
donde nace la vid, la nieve y el mar, ha visto girar las norias y las roldanas
de los pozos y bailar en el aire la lanzadera del tejedor y el torno del
alfarero.
–Perdone si le parezco
impertinente –intervine, al advertir que se mostraba más locuaz–, ¿pero está
usted totalmente seguro de que nunca ha visto una ciudad, asfalto, edificios
sólidos a ras del suelo?
–Palabras así no las hay, señor –replicó
con convicción, sin un asomo de ironía.
–Usted lo juzgará muy raro por
mi parte –insistí, en espera de una retractación que solventara definitivamente
esta actitud irracional y casi dolorosa–, pero lo cierto es que yo mismo vivo
en un edificio de hormigón, ladrillo y cristal de doce plantas.
–No sé qué son esas cosas que
usted me dice, ni caben en cabeza humana. –La voz del pescador no era una voz
tonante, sino persuasivamente efectiva. Al oírla, uno no vislumbraba relámpagos
de insania sino que, sustraído por ella, podía concebir con facilidad un
maravilloso subsistir de la raza humana parapetada durante milenios sobre
gráciles palafitos–. Señor, no habla por su boca la razón natural. Hay muchas
cosas que uno no sabe, pero un viejo de cuarenta años sí sabe qué pasos ha dado
a los cuatro vientos. ¿Doce cuerpos dice? Usted mismo, que tira algo a soberbio
y no tiene aire de carpintear mucho, no desconocerá que la vertical da poder a
las sombras. Estos donde ha errado usted el camino son tan sólidos como no se
han visto palafitos en el país, y apreciados, que pocos hay que defiendan tan
bien por la anochecida, cuando prende el miedo en uno como arpón en el pez.
–No pretendía ser insolente –me
disculpé, atormentado por las dudas.
Quedamos en silencio. De repente
no se oía el murmullo de las hojas, ni la ahogada tremolina de los pájaros que
antes caía en cascada sobre la aldea lacustre. La sensibilidad se exalta a
veces en un silencio extraordinario. Creí percibir entonces el inaudible
chapoteo del agua contra la orilla. Dejé el plato en un vasar de cañas, caminé
unos pasos sobre la madera embreada del piso y volví a asomarme al exterior. El
lago aún ofrecía a la luz toda su extensión. Se encrespaba apenas el agua, se
apizarraba en huidizas reverberaciones. Un pez volador destelló unos segundos
en el aire antes de sumergirse entre salpicaduras lechosas. Con la mano en
visera y la mirada errante corriendo a través del aroma a resina que rezumaban
los árboles, llegué a sentir que confundía mi perspectiva y que los palafitos –el
nuestro y los otros que lo circundaban– habían cambiado de ubicación en la
laguna, como si bogaran de forma impalpable de una orilla a otra pese a estar
firmemente apuntalados, anclados en su fondo. Un frío impropio de la cálida
tarde me destemplaba por dentro: eran las palabras del pescador, su insólito
proceder, mordiendo y desgarrando mis certidumbres como un perro que juguetea
tercamente con un paño. Deseaba pensar en lo que había oído pero al hacerlo me
trasladaba de modo invariable a un estado de pérdida, de desacostumbramiento,
donde la precisa noción de lo obvio, de lo sensato, de lo familiar, de lo
ocurrido, de lo que tiene su peso en la experiencia, de todo aquello que
formaba parte de lo que existía desde siempre –la sustancia misma de la
historia–, se veía irradiada y pulverizada por el inaudito artificio, por la
espontánea y absurdamente simple subversión de un desconocido, por su mundo de
singulares dimensiones, por su locura, inadvertida para él y a decir verdad
irrefutable.
–Quizá debería marcharme ahora –anuncié
volviéndome hacia el pescador, mientras un malestar difuso me oprimía las
sienes.
–Si es lo que desea… Pero no
servirá de nada, señor. –Una vez establecido lo falaz de mi idea, los ojos
color agua del pescador se enturbiaron, y luego añadió–: Me sorprende que lo
olvide. Todos los que desafían a la oscuridad pierden pie en la vida… Mi hija,
¿sabe usted?…
–Adelante, por favor –me
sorprendí diciendo, sin estar seguro de desearlo.
–Era muy reidora –susurró,
paseándose los dedos entre las canosas vedijas de su cabeza–, blanca y grande
como las mujeres de las tierras llanas, y tan rubia como la mies. Me ayudaba en
las faenas, sin hacerse notar. Y después recogía moras y miel de los troncos
huecos. Le gustaba cortar flautas en los cañaverales cuando la brisa venía
fresca y la ola corta… Hace tantos veranos…
Me pareció sincero. No era la
voz impostada de un fingidor extravagante o de un iluso acarreando asustado los
escombros de su mente. Reconocí el dolor, reconocí el sufriente gemido del
miedo –ese miedo innominado que siempre fue el obstáculo capital del progreso
del género humano–, aleteando en torno al cuerpo magro del pescador,
contagiándome un orden ignominioso, los fermentos del horrible dictado que
pretendidamente regía esa nueva y vulnerable zona de intersección entre la
naturaleza y el hombre.
–¿Se encuentra mal, señor? –preguntó,
recuperado el aplomo– No debe espantarse. Todos acabamos algún día enterrados
en grandes cestas, bajo el dolmen mirando al sol… Tengo algo que le pondrá a
flote los toneles del corazón.
Tras encender un candil, sacó
del bolsillo una bolsa de gamuza y de ella dos grandes cigarros que él mismo
prendió sobre la llama. Después acercó hasta mí su mano asarmentada.
–No le consideraré a usted un
amigo si no me acompaña. Fume, duerma a modo esta noche –mi anfitrión aspiró
calmosamente– y mañana, pie ante pie, podrá regresar con despreocupación a su
palafito.
Era un tabaco de sabor
fortísimo, en sazón, liado en hojas de banano secas. El pescador me contemplaba
con afabilidad, con la grata condescendencia de quien trata de apaciguar a un
caballo nervioso arrimándole terroncillos de azúcar. Durante cierto intervalo
de tiempo, sin prestarle apenas atención, había estado escuchando sonidos no
muy llamativos que ahora creí descifrar en parte: un temblor de frondas,
apresurados pasos de pies descalzos sobre los pontones de tablas, graznidos de
aves en vuelo rasante, crepitaciones, repiqueteos, zumbidos turbadores, de
alarma un tanto mitigada. De improviso, una lentísima tralla de luz proveniente
del rincón opuesto fue abriéndose paso en el interior de la choza. El pescador
recogió el candil y lo colgó con celeridad del techo. Ese rociado de luz de un
amarillo arcaico, como de fuego de fanal atizado en una caverna milenaria,
esparció sus regueros en todas direcciones y arrancó ascuas a sombras en las
que no había reparado hasta aquel momento. Me descubrí paseando la mirada
alrededor, de las leznas al aparvador de heno, del mortero a los pellejos y
calabazas huecas, de las redes al catre de tijera cubierto de piel de borrego.
No hubo crepúsculo. Sin transición, una oscuridad densa, poceada, enfática en
todos los sentidos, usurpó vertiginosamente el lugar del sol. En tales
circunstancias –pensé–, y como única contrapartida, quizá deba ocultar en el
sueño esta angustia que poliniza mi imaginación, embozarla hasta la mañana
siguiente, en la que hipotéticamente todo volvería sobre sus huellas y yo,
aliviado, podría asir de nuevo mi bastoncillo y mi zurrón y salvar o derribar
por fin el muro que nos separaba.
El pescador cebaba
parsimoniosamente su cigarro cuando se incorporó con brusca resolución, como si
hubiese leído mi pensamiento y, caminando de espaldas hacia una de las paredes
de tablazones, me envió por el aire efusivos gestos que significaban en realidad
“permítame explicarle”. Apartó una arpillera y extrajo algo de detrás de lo que
parecía un bastidor de junco. Se volvió luego para alcanzarme varias hojas
apergaminadas y cosidas por un lado. Al contacto con aquellas viejas láminas
geográficas, tuve el convencimiento de sentir ese miedo totalizador que se
experimenta cuando desaparece bruscamente, bajo nuestros pies, la tierra de las
certezas y se adivinan consecuencias incalculables, derroteros fatídicos que ya
nunca se disiparán.
–¡No es posible!
En mi grito, que no tenía un
claro destinatario, se acumulaban desconcertados elementos de furia y
cansancio, de terror y consuelo, de exaltación y derrota definitiva. El
pescador, según observé –o más bien imaginé–, acariciaba su sotabarba y asentía
con una sonrisa tolerante. Los grabados representaban escenas de agrupaciones
de palafitos en diferentes parajes que pertenecían, visiblemente, a continentes
distintos, en algunos de los cuales jamás hubo constancia de ellos. Noté la
boca seca. Acompasaba mi respiración con el estupefacto examen de cada grabado.
Se prodigaban por todo el planeta: vi palafitos asentados en valles fértiles,
entre los penachos de nieve de las montañas, entre los bosques a la luz de la
luna, como nidales al borde de acantilados, como telitas de araña en desiertos,
como caparazones de moluscos sobre laderas volcánicas, sobre los reticulados
cultivos de las vegas y los aguazales de las tundras. A duras penas me sostenía
en la tosca banqueta. Tambaleándome y remolineando junto a mis pensamientos y
convicciones como hojas secas al viento, comprobé que la mayor parte de los
lugares, de los predios reproducidos en los grabados, eran perfectamente
reconocibles, y que cualquiera podía afiliarlos con exactitud a su memoria a
partir de la inequívoca disposición de formaciones y detalles orográficos. Así
pues, el vasto y persistente desatino de esta tarde no era una apreciación
errónea, ni un juicio subjetivo atribuible a la sugestión ambiental. Por
añadidura, el pescador no necesitaba apelar a leyendas, tradiciones, registros
antiguos o creencias inmemoriales, ni justificar acaso la perduración de ese
peligro que me refirió repetidamente –quizá un temor infundado o trivial en su
origen que se desnaturalizó y fue aceptado, por asimilación, como una fatalidad–,
un peligro que de alguna manera, sujeto a leyes desconocidas y arbitrarias,
amenaza desde el fondo de la tierra y de las aguas, condicionando
indefectiblemente el rumbo de las vidas. La verosimilitud que antes me llegaba
en leves y dispersas oleadas, me alcanzó ahora de lleno, de forma instantánea:
vastos tapices de civilización se desintegraban ante mis ojos como por ensalmo;
las infinitas y vivas ciudades, los encajes de colosales arquitecturas, se
hundían de nuevo en repentinos mares de polvo y de hierba; la catedral de los
logros humanos, trabajosamente erigida, se desleía en gravilla y aire; una
multitudinaria y frenética hueste de titanes, un laborioso ejército de
canteros, una batalladora tropa de constructores de imperios, una tumultuosa
sucesión de generaciones se disipaban como espectros colectivos en el vacío, en
la esterilidad, en la nada; los clamores de la piedra y el mármol, de las
campanas y los martillos, eran reducidos al silencio; la crónica de las
hazañas, de las efemérides, de los pueblos, de los nombres en los siglos del
mundo se secaban en mi mente como efímera baba de caracol; las edades, las
mareas, las órbitas planetarias, los cielos septentrionales y meridionales,
devorándose a sí mismos, retornaban al fresco comienzo, a su semilla, a su
matriz intacta. Apenas resultaba tolerable tal cúmulo de visiones. Me di cuenta
de que hallaba cada vez más difícil invocar a mi memoria, imaginar lo que no
veía, establecer analogías entre lo evidente y lo que se iba haciendo remoto, recobrar
lo que ni siquiera había sucedido. Como si hubiera envejecido miles de años
mediante un conjuro, o hubiera rejuvenecido y viviera en cualquier caso a
destiempo. El sol nunca doró soberbias cúpulas, ni fastuosos palacios, ni
castillos, ni pirámides, ni menos aún rascacielos, nunca caldeó anfiteatros,
templos o mausoleos; el viento nunca hizo girar molinos, nunca lamió obeliscos
o estatuas, torres o minaretes, no se coló bajo arcos de triunfo, nunca
pirueteó en gloriosas y elegantes avenidas ni atacó callejuelas miserables y
ennegrecidas. La fantasmagoría desplegada impávidamente tras el fortuito
encuentro con el pescador disolvía los recuerdos, apagaba luces y faros,
atomizaba volúmenes de toda clase y tamaño, desvanecía hitos históricos cuyo
eco dejaba de oírse en la inmensidad del pasado, desprendía hojas de calendario
que caían como pétalos y sépalos marchitos, como ceniza de un tiempo
inexistente, preludiando una especie de súbita y atroz extinción, de zozobra
abismal, de olvido.
La brasa del cigarro me quemó
los dedos. Había estado pensando sólo unos momentos, un lapso fugaz, con la
conciencia zarandeada y castigada impunemente como una chalupa en la borrasca.
Aturdido, en mi desvalimiento no me atreví, no puede dejar de escrutar esas
hojas apergaminadas, de indagar sus ocultos aludes. La quemazón y el titubeo
del pescador en la banqueta me devolvieron al interior del palafito.
Descruzando sus grandes manos, mi anfitrión había erguido el cuello y
adelantado el rostro, no tanto para aguzar los sentidos cuanto para vaticinar
el alcance de un posible ataque nocturno, para calcular incluso la resistencia
de las pilastras de madera de las cuales, al parecer, dependía en buena medida
nuestra defensa. La luz del candil se concentró, se dilató y danzó como
demonios en llamas en las pupilas del pescador. Miré en dirección al
ventanillo. La oscuridad de su rectángulo comunicaba esa marcada opresión que
se experimenta bajo un eclipse, el aviso de un vagido inminente e irremediable.
El anuncio se transformó en el siseo pulsátil de un corazón que empieza a
latir, el siseo en un rumor propagándose en ondas cada vez más amplias, y al
fin no hubo más que un bramido tenue pero omnipresente e impío. Desde el mismo
momento en que esa perturbación se materializaba sobre el lago, recibí bajo mis
pies una suerte de electricidad contenida, como el presagio del zarpazo, del
mordisco de un inmenso animal acuático, agazapado y voraz, o de una fuerza
primigenia en movimiento que estremeciera a distancia, con su negra lengua, los
jacintos acuáticos y las flores amarillas de los ranúnculos. Imaginé al agua
burbujeando en la noche, atorbellinándose malsana, acunada por el fango y el
hedor a panteón. Inmerso en ese curso de sensaciones perniciosas, me sobresalté
al sentir la mano del pescador sobre mi hombro, cuando debía haber ejercido un
efecto sedante.
–Échese usted, señor, y duerma
tranquilo –me ordenó, señalando con la cabeza a la piel de borrego–. Y
descuide: quien muere en sueños, se dice, no da el alma despierto.
Aún quedaban restos de
indulgencia en aquella voz ronca. Pero la cordialidad de sus facciones iba
adquiriendo matices más severos, de ira pacientemente suspendida.
Ignoraba si lograría cerrar los
ojos, si llegaría a despertar, si el viejo pescador insomne velaría por mi
sueño, si veló por el de tantos viajeros extraviados mientras cesaba el gemido,
la afrenta, el designio que enigmáticamente había impuesto la naturaleza. Y
entonces, acuciado por una rara nostalgia y un punto de excitación que tiraban
de mí hacia atrás con fuerza, hacia el cauce leal y gregario del hogar, deseé
estar junto a mi esposa, junto a sus ojos vivaces y sus pies descalzos, junto a
sus besos y sus feroces mordiscos de protesta, junto a sus manos encallecidas y
su carne más firme, vestida de yute y adornada con brazaletes y conchas, a
salvo del espasmódico gemido que acude desde las profundidades de la tierra, a
salvo de esa degenerada oriflama de nubes que corre hacia poniente, guarecidos
de la intemperie y la oscuridad, mutuamente reconfortados, acodados ambos en la
baranda de bambú de nuestro palafito.
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