Jorge Edwards
En
el fondo del jardín había una casa donde vivía el jardinero, un viejo medio
loco (se había contagiado); la casa tenía una pieza desocupada, una especie de
bodega o de garaje sin uso, donde nos juntábamos todos los domingos en la
tarde. Ahora no sé cómo empezamos con esas cosas; no me acuerdo. La más
desvergonzada de todo el grupo era Griselda, que se paseaba con las polleras
levantadas, sin nada debajo, moviendo el traste como una bataclana. Eduardito,
el niño de la pensión vecina, aullaba como un piel roja y corría alrededor de
una fogata, pegándose agarrones en cierta parte. Pero la más desvergonzada era
Griselda, que inventaba verdaderas representaciones de teatro: el hijo del jefe
piel roja enamorado de la prisionera blanca; la prisionera blanca amarrada
contra un poste, desnuda (trató de hacer muchas veces que me desnudara yo, pero
no quise), retorciéndose de dolor, hasta que el hijo del jefe piel roja acudía
a salvarla; la muchacha blanca exhibida en una jaula, desnuda, en un mercado de
esclavos, torturada y humillada por carceleros monstruosos (una vez quiso traer
a un hospiciano para que actuara de carcelero, pero nosotros nos opusimos,,
¡qué ocurrencia!), hasta que el príncipe árabe la adquiría, la cubría de
perfumes y brazaletes, la ungía favorita de su harén… Cada domingo llegaba con
ideas nuevas; ella se reservaba el papel principal (excepto cuando había que
desnudarse, porque prefería que lo hicieran otras), y distribuía los roles
secundarios. Después corregía nuestra actuación; a los menos ocurrentes nos azuzaba
a gritos, hasta que sacábamos nuestro personaje. Era una verdadera artista de
teatro, en esa época. Más tarde se puso rara, esquiva, y empezó a guardar
secretos para todo y a decir siempre una cosa por otra.
Era Griselda la que me obligaba a actuar
en pareja con Antonio, no sé por qué. “Tú eres la esclava de Antonio”,
decretaba, por ejemplo, y Antonio me amarraba las manos a la espalda y me
azotaba con la correa del cinturón, despacio, y después de toqueteaba, me daba
agarrones a toda fuerza, por donde se le ocurría, y yo no podía alegar, podía
lamentarme suavemente, como una esclava, pero no podía protestar.
Una vez, no me acuerdo cómo, me quedé
dormida. De repente desperté y Antonio me estaba tocando, y todo el grupo nos
hacía rueda, muerto de risa, con Griselda en el medio. Detrás del grupo se
alcanzaba a ver el jardín porque la puerta del galpón se hallaba entreabierta,
y había dos cabezas peladas al rape, sin dientes, dos hospicianos muertos de la
risa, igual que el grupo: felices.
–¡Ahora vamos a representar un matrimonio!
–dijo Griselda, levantando los brazos para imponer orden, y todos gritaron “¡el
matrimonio!, ¡el matrimonio!”, y aplaudieron.
Los hospicianos abrieron un poco más la
puerta del galpón y también aplaudieron, entusiasmados, riendo a mandíbula
batiente.
–Pero antes cierren bien la puerta –ordenó
Griselda. Los hospicianos, con expresión de súplica, pidieron que los dejaran
quedarse adentro. Prometían mantenerse tranquilos en un rincón, sin molestar a
nadie.
–Bueno –dijo Griselda–. Servirán de testigos.
Pero siempre que prometan no contarle a nadie.
Los hospicianos prometieron con enfáticos
movimientos de cabeza, mientras retrocedían a un rincón.
Eduardito hizo de cura. Griselda fue mi
madrina y me dio toda clase de consejos, advertencias, revisó mi vestido de
novia, le quitó una pelusa, que no fuera a pisarle el ruedo en el momento de
bajar del auto, el arreglo de flores de la iglesia, la música, los preparativos
del buffet, esos sandwiches son muy ordinarios, no me los traiga… Resolvió que
la luna de miel sería en Bariloche.
–Ahora tienen que darse un beso –indicó,
cuando la ceremonia hubo terminado.
–No –dijo después–. Tiene que ser un beso
en la boca. Acuérdense que ya están casados, para siempre.
Obedeciendo a Griselda, Antonio me besó en
la boca, y todos gritaron “¡Viva los novios!”, y aplaudieron.
–Aquí está el buffet –dijo Griselda,
indicando un lado del galpón–. Acérquense.
Todos nos acercamos y comenzamos a escoger
sandwiches, pedazos de torta, jaleas, bebidas, a conversar con la boca llena.
Los hospicianos, autorizados por Griselda, también se acercaron, y escogían un sandwich
detrás de otro, felices. A cada rato se rascaban y lanzaban carcajadas. Nunca
en su vida habían estado más felices.
Era la época en que uno de los doctores
del hospicio, amigo de mi padre, nos había cedido una pieza. Mi padre estaba en
el hospital, muy enfermo. Habían tenido que hacerle dos operaciones, que no
dieron ningún resultado. Mi madre trabajaba toda la semana y pasaba los sábados
y domingos en el hospital acompañando a mi padre. El domingo que siguió al del
matrimonio tuve que permanecer en cama, con un poco de fiebre, y Antonio subió
a hacerme una visita. La Irene Salgado, una amiga de la familia, me hacía
compañía. Poco antes de que Antonio golpeara a la puerta me había dicho, muy
seria y en voz baja, que mi padre estaba en las últimas.
–Me gustaría verlo –le dije.
–Si mañana amaneces mejor vamos a llevarte
a verlo. Tu madre pidió permiso para no trabajar mañana.
–¿Tú crees que se va a morir?
Irene levantó las cejas, eludiendo la
respuesta, y en ese mismo instante golpeó a la puerta Antonio. Hablamos de una
serie de cosas, contamos chistes, y la Irene, de repente, quizá por qué,
propuso que cantáramos. Cantamos varias canciones, pero nadie sabía las letras
completas, y me retaban a cada minuto por desafinada. Antonio, en cambio, era
bastante entonado y yo le encontraba bonita voz. Al final nos cansamos de
cantar canciones suaves y nos pusimos a cantar “Chiquita bacana de la Martinica”,
más fuerte cada vez, hasta terminar a gritos, dando saltos en la cama y
golpeando en un vaso. “Chiquita bacana de la Martinica”, en una caja de cartón,
en la perilla de bronce del catre, todo lo que pillábamos a mano, repitiendo el
comienzo cada vez más fuerte. “Chiquita bacana de la Martinica”, hasta ponernos
roncos, y en ese momento se abrió la puerta y se asomó misiá Chepa, la mamá del
doctor, y gritó con su voz de carabinero que no metiéramos tanta bulla.
–¿No podemos cantar? –le pregunté.
–¡No en esa forma! –respondió misiá Chepa.
–En mi pieza podemos cantar como nos dé la
gana.
–¡No! –respondió misiá Chepa–. ¡No!
¡Tienen que respetar a la demás gente! ¡Qué se han creído!
–Esa es mi pieza –le dije, furiosa–, y en
mi pieza puedo hacer lo que quiero.
–¡No! –gritó Misiá Chepa–. ¡No puedes
hacer lo que quieras! ¡Y no es tu pieza, tampoco! ¡Es una parte de nuestra
casa! ¡De nuestra casa!
–Cantemos –le dije a Antonio.
–Cantemos –dijo Antonio, y empezamos otra
vez, bastante fuerte, con “Chiquita bacana de la Martinica”.
–¡Cállense! –gritó misiá Chepa, poniéndose
las manos en los oídos.
–¿Por qué no se va de mi pieza? –le dije.
–¡No es tu pieza! –gritó, y se sentó en el
sillón de la esquina, colocando las manos y los antebrazos sobre los brazos del
sillón, resuelta a quedarse.
–¡Váyase! –le grité.
–¡No! –gritó misiá Chepa–. ¡Mientras no se
callen, no me voy!
–¡Es mi pieza! –le grité, incorporándome
en la cama, con la voz temblorosa. Noté que me temblaban todos los músculos.
Misiá Chepa torció la cabeza, con un gesto de profundo desprecio.
–Antonio…
Antonio se puso de pie, hipnotizado por mi
voluntad de expulsar a misiá Chepa.
–¡Sácala!
Antonio miró a la señora y la señora le
devolvió la mirada, desdeñosa, segura de que no se iba a atrever. Irene, entre
tanto, observaba con cara de susto y se reía nerviosamente.
–¡Sácala! –le grité a Antonio–. O no te
veo nunca más.
Con la cabeza agachada y un balanceo de
robot, Antonio pasó detrás del sillón y lo levantó de los costados, poniéndose
rojo de hacer tanta fuerza.
–¡Suélteme! –chilló misiá Chepa,
aterrorizada.
–¡Eso! –grité yo, aplaudiendo y brincando
de gusto–. ¡Bravo! ¡Sácala! ¡Sácala!
Antonio, que después de levantarla con
sillón y todo había tenido un segundo de vacilación, se enderezó alentado por
mis gritos, aferró bien su carga y la depositó al lado afuera de la puerta. En
medio de los chillidos de la vieja y de mis aplausos, cerró la puerta con
pestillo. Yo lancé un “¡bravo!” final, electrizada.
–Les va a llegar –dijo Irene, con susto–.
Por mi parte prefiero irme.
–Andate –le dije–. No te preocupes.
Antonio la acompañó hasta la puerta;
después de asomarse a la galería, volvió a cerrar el pestillo.
–No se divisa a nadie –dijo Antonio–.
Parece que la vieja se comió el buey.
Se acercó despacio, mirándome a los ojos.
–Te portaste muy bien –le dije.
Él sonrió con la comisura de los labios y
se sentó en la cama, al lado mío.
–Estamos casados –dijo.
Yo tragué saliva y no dije una palabra.
Él, entonces, me colocó una mano en el hombro. Poco a poco la fue bajando, hasta
tocarme el pecho.
–¿Quieres que te enseñe una cosa? –me
preguntó.
–¿Qué cosa?
–Pero tendría que meterme a tu cama…
Otra vez tragué saliva. Miré el techo, el
cielo. Imaginé a los hospicianos que paseaban, abajo, por el jardín, hacían
señas, gesticulaban, canturriaban, se agachaban de repente para escuchar el
paso de las lombrices, proferían súbitas maldiciones, cerrando los puños,
contra un enemigo que estaba encima de ellos, en el aire.
–No –le dije a Antonio, que se sacaba la
chaqueta para meterse a la cama–. Mejor que no.
–No te asustes –dijo Antonio–. Voy a
enseñarte un juego. Es muy fácil.
–Mejor que no –le dije, poniéndole las
manos en el pecho y tratando de rechazarlo.
–¿No estamos casados? –preguntó.
–Sí –le dije.
–¡Y entonces!
Después vino el grupo a visitarme en
delegación, encabezado por Griselda, y Antonio tuvo que saltar de la cama y
vestirse a toda carrera para ir a abrir el pestillo.
–¿Por qué estaban encerrados? –preguntó
Griselda.
–Porque tuvimos una pelea con misiá Chepa
y la echamos con sillón y todo. ¡La hubieras visto!
Griselda no pareció muy convencida con mi
explicación. Miró la cama revuelta y enseguida miró a Antonio llena de
suspicacia. Era ella la que nos había casado así que esa actitud, ahora, no me
resultó muy comprensible. Yo me sentía rara, febril, un poco adolorida.
Antonio, orgulloso, contaba cómo había sacado a misiá Chepa.
–¿Con sillón y todo? –preguntaban los del
grupo, que necesitaban confirmar este detalle muchas veces para gozar
plenamente del relato.
–¡Con sillón y todo!
–¿Es cierto?
–Sí –respondí–. Es cierto.
–¡Qué formidable!
Griselda, a todo esto, se había puesto a
mirar por la ventana, con la frente pegada a los vidrios.
–¡Ya! –dijo de pronto–. ¡Vamos! ¿Tú vienes
con nosotros, Antonio?
Antonio se encogió de hombros; dudó unos
segundos; acto seguido se despidió de mí y partió con ellos. Esperé que
estuvieran lejos y me levanté para ir al baño. Estaba, la verdad, bastante
adolorida, con mucha fiebre; me costaba caminar, incluso. En la mitad de la
galería perdí el equilibrio y me golpeé muy fuerte contra el muro. Me cubría
todo el cuerpo un sudor helado y una transpiración viscosa me bajaba por las
piernas. En el cuarto de baño descubrí con gran sorpresa que no era
transpiración sino sangre, un hilo de sangre que me bajaba por las piernas. Me
lavé la sangre como pude, mareada por la fiebre, y volví a mi cuarto. Ya habían
llamado a los hospicianos a comer; en el jardín no se veía un alma; sólo el
gran espacio de tierra donde se pasean los hospicianos; las manchas ralas de
pasto de los prados; las copas de las higueras; una carretilla de mano con tres
o cuatro maceteros vacíos.
Cuando llegó mi madre, como a las siete y media
de la tarde, me había quedado dormida.
–¿Y la Irene?
–Se fue hace mucho rato.
–Y tú, ¿cómo te has sentido?
–Bien –le dije–. Con un poco de fiebre.
Me puso la mano en la frente, pero la
fiebre, después de dormir, había desaparecido.
–Y mi papá, ¿cómo sigue?
Mi madre, con un gesto, dio a entender que
no había esperanza.
–Mañana te voy a llevar a verlo –dijo.
Duró más de lo que pensaban los doctores,
casi tres semanas, pero con dolores terribles. Cuando murió, todo el grupo,
encabezado por Griselda y Antonio, llegó a darme el pésame. Entraron a nuestro
cuarto muy compungidos, con cara de circunstancias. Poco después me quise
incorporar de nuevo a los juegos del galpón, pero se habían terminado; les
había dado por salir a la calle y Antonio, que recibía mesada de su padre, no
se perdía domingo sin ir a la matinée. Dejé de verlo un tiempo y cuando lo volví
a ver, a la vuelta de las vacaciones (nosotras no pudimos salir a ninguna
parte, pero inventé un mes en Llolleo, ¿por qué va a pillar que es mentira?),
había crecido, había dado un estirón, se le notaba la sombra de un bigote, y se
había transformado en un extraño, no teníamos nada de que hablarnos, él habló
de cosas muy generales, de la guerra, de los ingleses, de los pilotos suicidas
japoneses; habló con voz ronca, pero se le escaparon dos o tres gallitos…
Griselda, que acababa de quedarse huérfana y de venirse a vivir con nosotros,
dijo que se había desilusionado completamente de Antonio, que se había
convertido en un pedante.
–¿Qué es eso?
–Una persona que cree que lo sabe todo.
–¡Ah! –dije yo–. Tienes razón. Es un
pedante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario