Vladimir Nabokov
1
¡La fantasía, el vuelo, los arrebatos de la fantasía!
Erwin los conocía muy bien. Al tomar el tranvía procuraba sentarse sobre la derecha,
para estar tan cerca de la acera como fuera posible. Así, dos veces al día, en su
viaje de ida y en su viaje de vuelta de la oficina, Erwin observaba por la ventanilla
y seleccionaba su harén. ¡Dichoso Erwin, dichoso por vivir en una ciudad alemana
tan conveniente, tan propia de un cuento de hadas!
Durante la mañana, en su viaje de
ida, registraba una acera; al atardecer, en su viaje de vuelta, la otra. A una a
la ida, a la otra a la vuelta, las bañaba el sol con una luz voluptuosa, ya que
también el sol iba y volvía. No olvidemos que Erwin padecía de una timidez tan mórbida
que sólo una vez en su vida, incitado por descarados amigotes, había abordado a
una mujer, y ella le había respondido, con toda serenidad: “Deberías avergonzarte.
Déjame en paz”. A partir de tal episodio, había eludido toda conversación con jóvenes
desconocidas. A modo de compensación, separado de la calle por el vidrio de la ventanilla,
presionando sus costillas con su cartera, con sus raídos pantalones a rayas, con
la pierna estirada debajo del asiento de enfrente (si nadie lo ocupaba), Erwin contemplaba,
con toda audacia y libertad, a las muchachas de paso, y, súbitamente, se mordía
el labio inferior: esto significaba la captura de una nueva concubina; después de
lo cual, la dejaba de lado, por así decirlo, y su rápida mirada, saltando como la
aguja de una brújula, ya emprendía la búsqueda de la siguiente. Tales bellezas estaban
lejos de él, y, por lo tanto, su huraña timidez no afectaba las dulzuras de la libre
elección. En cambio, si acaso se sentaba una muchacha en el asiento diagonalmente
opuesto al suyo, y un leve sobresalto le indicaba que era bonita, él retraía su
pierna, con una evidente hosquedad que no se avenía con su juventud, y le resultaba
imposible inventariarla: los huesos de su frente padecían –exactamente sobre las
cejas– un agudo dolor provocado por la timidez, tal como si un casco de hierro ciñera
vigorosamente sus sienes, impidiéndole alzar los ojos; con qué alivio, luego, la
veía levantarse y dirigirse hacia la salida. Entonces, con fingida distracción,
él observaba (él, el desvergonzado Erwin) las espaldas que se alejaban, devoraba
ávidamente la nuca adorable y las pantorrillas cubiertas por medias de seda, y así,
finalmente, la incorporaba a su harén. La pierna recuperaba su sitio, la acera volvía
a circular detrás de la ventanilla, y, una vez más, apoyándose contra el vidrio
en que traslucía, aplastada, su nariz delgada y pálida, Erwin se dedicaba a recoger
esclavas. ¡Así es la fantasía, el vuelo, los arrebatos de la fantasía!
2
Un sábado, en un frívolo atardecer de mayo, Erwin estaba
sentado ante una mesa, en la acera de un café. Observaba a la apresurada multitud
y cada tanto su incisivo le mordía fugazmente el labio. Tintes rosados coloreaban
el cielo y, mientras crecía el crepúsculo, las luces de la calle y los anuncios
de los negocios despedían un fulgor sobrenatural. Una muchacha, anémica pero bonita,
pregonaba las primeras lilas. El fonógrafo del café, adecuadamente, irradiaba el
Aria de la Flor, de Fausto.
Una mujer madura, vestida con un
traje sastre negro, se abrió paso, meneando las caderas con pesadez, aunque no sin
gracia, entre las mesas. No había ninguna libre. Finalmente, apoyó una mano, ceñida
por un guante negro y brilloso, sobre el respaldo de la silla vacía que había frente
a Erwin.
–¿Me permite? –sus ojos, desde el
velo corto de su sombrero de terciopelo, lo interrogaron con gravedad.
–Sí, naturalmente –respondió Erwin,
y se incorporó, saludándola con una leve inclinación. La presencia de esas mujeres
sólidas, con pómulos de corte masculino, recubiertos con espeso maquillaje, no lo
perturbaba.
La mesa recibió el resuelto impacto
de la enorme cartera de la mujer, que ordenó una taza de café y una porción de tarta
de manzana. Su voz profunda era algo áspera, aunque agradable.
Las tinieblas invadieron el vasto
cielo tiznado de rosa. Crujió un tranvía que pasaba, y sus luces inundaron el asfalto
con sus lágrimas radiantes. Desfilaron bellezas con faldas cortas, seguidas por
la mirada de Erwin.
“Quiero ésta”, pensó, mordiéndose
el labio inferior. “Y aquélla, también”.
–Creo que podríamos solucionarlo
–dijo la mujer que tenía frente a él, con esa misma voz, ronca y severa, con que
se había dirigido al mozo.
Poco faltó para que Erwin se cayera
de espaldas. La dama le ofreció una mirada intensa, mientras se quitaba un guante
para sorber su café. Sus ojos, maquillados, ostentaban un fulgor duro y helado,
suntuoso como el de las joyas falsas. Debajo de ellos, se abultaban gruesas ojeras
y –algo muy poco frecuente en las mujeres, aun cuando tengan cierta edad– asomaban
pelos por las ventanas de su nariz felina. Al quitarse el guante, descubrió una
mano grande y arrugada, prolongada en uñas largas, hermosas y convexas.
–No te sorprendas –lo contuvo, con
una torcida sonrisa. Ahogó un bostezo y añadió–: En realidad, yo soy el Diablo.
Erwin, tímido e ingenuo, creyó que
sólo era un modo de decir, pero la dama, bajando la voz, prosiguió de este modo:
–Los que me imaginan con cuernos
y una gruesa cola cometen un gran error. Sólo una vez aparecí bajo esa forma, ante
un imbécil bizantino, y te aseguro que no me explico por qué tuvo tanto éxito. Nazco
tres o cuatro veces cada doscientos años. Hacia 1870, hace cosa de medio siglo,
me enterraron, con ceremonias muy pintorescas y gran derramamiento de sangre, en
una colina que se yergue ante un grupo de aldeas africanas que habían sido mi reino.
Ese periodo fue un descanso que me tomé después de encarnaciones más rigurosas.
Ahora, soy una mujer alemana cuyo último esposo (creo que tuve tres en total) era
de origen francés: un tal profesor Monde. En los últimos años, propicié el suicidio
de varios hombres jóvenes, incité a un famoso artista a copiar y multiplicar la
imagen de la Abadía de Westminster que adorna los billetes de una libra, incité
a un virtuoso padre de familia… Aunque, en verdad, no hay nada de qué jactarse.
Han sido peripecias de escaso interés, y ya estoy harta.
Engulló su porción de tarta, y Erwin,
murmurando algo, buscó su sombrero, que había caído al suelo, para recogerlo.
–No, no te vayas aún –dijo Frau Monde,
llamando, simultáneamente, al mozo–. Te estoy haciendo una oferta. Te ofrezco un
harén. Y, si tienes dudas respecto a mis poderes… ¿Ves a ese anciano con anteojos
de carey que cruza la calle? Hagamos que lo golpee un tranvía.
Erwin, con ojos vacilantes, observó
la calle. Al llegar a los rieles, el anciano extrajo su pañuelo, dispuesto a estornudar.
En ese instante, chirrió velozmente un tranvía, que pasó y siguió de largo. Desde
ambos lados de la avenida, la gente se precipitó hacia los rieles. El anciano, sin
anteojos y sin pañuelo, estaba sentado sobre el asfalto. Alguien lo ayudó a incorporarse.
Se levantó, meneando la cabeza con timidez, sacudiéndose las mangas con las palmas
de ambas manos, y estirando una pierna para comprobar su estado.
–Dije “que lo golpee” y no “que lo
atropelle”, cosa que bien pude haber dicho –señaló, fríamente, Frau Monde, introduciendo
un grueso cigarrillo en una boquilla esmaltada–. Se trata, en todo caso, de un ejemplo.
Por la nariz dejó escapar dos columnas
de humo grisáceo y, nuevamente, fijó sus duros ojos brillosos en el rostro de Erwin.
–Me gustaste enseguida. Esa timidez,
esa imaginación audaz. Me hiciste recordar a un monje joven, ingenuo, aunque espléndidamente
dotado, que conocí en Toscana. Esta es mi penúltima noche. Ser mujer tiene cierto
interés, pero ser una mujer avejentada es infernal, si disculpas la expresión. Además,
el otro día cometí una diablura tal (de la cual no tardarás en enterarte, a través
del periódico) que es mejor que deje esta vida. Planeo nacer el martes que viene,
en otro lugar. Esa mujerzuela de Siberia que he escogido será la madre de un hombre
excepcional, monstruoso.
–Ya veo –dijo Erwin.
–Bien, muchacho –prosiguió Frau Monde,
atacando su segunda porción de pastel–. Quisiera disfrutar, antes de partir, de
alguna diversión inocente. Esto es lo que sugiero: mañana, desde el mediodía hasta
la medianoche, puedes seleccionar, de acuerdo con tu método de costumbre –con pesado
humor, Frau Monde se chupó el labio inferior con suculencia–, a cada muchacha que
se te ocurra. Antes de mi partida, las tendré reunidas, a tu completa disposición.
Las mantendrás contigo hasta que las hayas gozado a todas. ¿Qué te parece, amico?
Bajó Erwin la mirada, y repuso suavemente:
–Si es cierto, me causaría una gran
felicidad.
–Perfecto, entonces –dijo ella, y
lamió el resto de crema batida que había en su cuchara–. Perfecto. Debemos establecer,
sin embargo, una condición. No, no se trata de lo que piensas. Como te conté, ya
he dispuesto mi próxima encarnación. No tengo interés en tu alma. La condición es
la siguiente: el total de tus elecciones, entre el mediodía y la medianoche, debe
ser un número impar. Es esencial y definitivo. De otro modo, nada podré hacer por
ti.
Se aclaró Erwin la garganta, y, casi
en un susurro, preguntó:
–Pero ¿cómo sabré? Supongamos que
elijo una… ¿Qué ocurre en ese caso?
–Nada –respondió Frau Monde–. Tus
sentimientos, tus deseos, ya entrañan una orden. De todos modos, para que estés
seguro de que se cumple el trato, te haré dar, cada vez, una señal: una sonrisa,
no necesariamente dirigida a ti, una palabra dicha por alguien al pasar, una súbita
mancha de color, algo por el estilo. No te preocupes, lo sabrás.
–Y… y… –murmuró Erwin, mientras sus
pies se agitaban bajo la mesa– ¿dónde va a ocurrir… todo? Sólo dispongo de un cuarto
pequeño.
–Tampoco te preocupes por eso –dijo
Frau Monde, y se levantó, haciendo crujir su corsé–. Ahora, sería mejor que te fueras
a casa. Un buen descanso por la noche nunca viene mal. Te acercaré.
En el taxi descubierto, mientras
el viento silbaba, entre el cielo estrellado y el asfalto resplandeciente, el pobre
Erwin vivía una profunda exaltación. Frau Monde se sentaba muy erguida, sus piernas
cruzadas formaban un ángulo pronunciado, y las luces de la ciudad reverberaban en
sus ojos, semejantes al rubí.
–Llegamos a tu casa –declaró, palmeando
el hombro de Erwin–. Au revoir.
3
La cerveza negra, mezclada con brandy, provoca sueños
disparatados. Tal fue la reflexión de Erwin cuando despertó a la mañana siguiente:
debía haberse emborrachado y su charla con esa mujer no era sino un desvarío de
su imaginación. Este giro retórico es frecuente en los cuentos de hadas; como en
los cuentos de hadas, nuestro joven amigo no tardó en comprobar su error.
Salió al mediodía, en el preciso
instante en que el reloj de la iglesia emprendía la ardua tarea de dar las doce.
Exultantes, también repicaron las campanas dominicales, y una dulce brisa acarició
las lilas persas que rodeaban el baño público del pequeño parque cercano a su casa.
Las palomas se erguían sobre un viejo Herzog de piedra, o bien invadían el arenero
donde niños en cuclillas cavaban con palas de juguete o jugaban con trenes de madera.
El viento agitaba las hojas rutilantes de los tilos, cuyas sombras puntiagudas herían,
trémulas, el sendero de grava, y, trepándose ágilmente a los pantalones o a las
faldas de los transeúntes, corrían hacia sus hombros o sus rostros para dispersarse
sobre ellos y deslizarse una vez más hasta el suelo, donde aguardaban, moviéndose
apenas, a otro que las llevara. En este matizado escenario, descubrió Erwin a una
muchacha vestida de blanco que, inclinada, acariciaba con dos dedos a un cachorro
rechoncho y peludo, que tenía verrugas en el vientre. Al bajar la cabeza, ella reveló
su nuca, la prominencia de sus vértebras, su esbelta lozanía, el tierno surco que
le dividía la espalda; el sol, a través de las hojas, hirió con rubios destellos
su pelo castaño. Ella se incorporó a medias, sin dejar de jugar con el cachorro,
y dio varias palmadas en el aire. El animalito rodó por la grava, se alejó unos
pasos y cayó de lado. Erwin se sentó en un banco y observó, tímida, ávidamente,
el rostro de la muchacha.
La vio con tal claridad, con una
fuerza de percepción tan perfecta y penetrante, que, al parecer, ningún otro detalle
sobre sus rasgos le hubiera deparado años de previa intimidad. Advirtió en cada
crispación de sus pálidos labios la aparente repetición de cada suave movimiento
del perrito; sospechó en sus pestañas vivaces parte del fulgor que emitían sus ojos
radiantes; aunque lo más encantador era, acaso, la curva de su mejilla que ahora
veía casi de perfil; por supuesto, las palabras no podían describir la delicia de
ese trazo perfecto. Mostrando sus hermosas piernas, ella echó a correr, y el cachorro
la siguió a los tropezones, tal como una pelota de lana. Súbitamente Erwin recordó
sus milagrosos poderes; contuvo el aliento y aguardó la señal prometida. La muchacha
volvió entonces la cabeza y dirigió una sonrisa a esa pequeña criatura rechoncha
que corría dificultosamente a su zaga.
–Número uno –se dijo Erwin a sí mismo,
con complacencia inusual, y abandonó el banco.
Avanzó por el sendero de grava, arrastrando
los pasos; calzaba unos zapatos chillones, color amarillo rojizo, que sólo usaba
los domingos. Dejó el oasis de ese parque diminuto para dirigirse al bulevar Amadeus.
¿Estaban sus ojos al acecho? Claro que sí. Pero, probablemente a causa de la impresión
que le había causado la muchacha vestida de blanco, más honda que cualquier otra
que recordara su memoria, una mancha borrosa danzaba ante sus ojos, impidiéndole
un nuevo hallazgo. Esa mancha, sin embargo, no tardó en disolverse, y, cerca de
una columna con paneles de vidrio donde se exhibían los horarios del tranvía, observó
nuestro amigo a dos damas jóvenes –hermanas, o aun mellizas, a juzgar por su asombrosa
semejanza– que discutían sobre el recorrido de una línea con voz vibrante y entusiasta.
Ambas eran pequeñas y delgadas, con vestidos de seda negra, con ojos provocadores,
con los labios pintados.
–Este es el tranvía que debes tomar
–insistía una de ellas.
–Las dos, por favor –se apresuró
a pedir Erwin.
–Sí, por supuesto –dijo la otra,
respondiéndole a su hermana.
Erwin continuó recorriendo el bulevar.
Conocía cada calle elegante donde hallar las mejores posibilidades.
–Tres –se dijo–. Número impar. Hasta
ahora perfecto. Y si ya fuera medianoche…
Ella descendía, balanceando la cartera,
los escalones del Leilla, uno de los mejores hoteles locales. Su acompañante, robusto,
de barbilla azulada, se demoró para encender un puro. La mujer era adorable; no
usaba sombrero; del pelo rizado le pendía sobre la frente un flequillo que le daba
el aspecto de un muchacho que actúa en el papel de damisela. Mientras caminaba (ya
cuidadosamente escoltada por nuestro ridículo rival) Erwin advirtió, simultáneamente,
la rosa color carmesí que le adornaba la solapa y un anuncio expuesto sobre un cartel:
un turco de bigotes rubios, la palabra “¡Sí!” en letra grande y, debajo, en caracteres
más pequeños, “Sólo fumo la Rosa del Oriente”. Sumaban cuatro, divisible por dos,
y Erwin quiso apresurarse a volver a una cifra impar. En un callejón, fuera del
bulevar, había un restaurante barato al que solía acudir los domingos, harto de
la comida de la mujer que lo hospedaba. Entre las muchachas que una u otra vez había
escogido, se hallaba una criada que trabajaba en dicho lugar. Entró y ordenó su
plato favorito: morcilla y chucrut. Su mesa estaba próxima al teléfono. Un señor
con bombín marcó un número y comenzó a farfullar con tanto entusiasmo como un sabueso
que acaba de hallar el rastro de una liebre. La mirada de Erwin solicitó el mostrador,
y descubrió a la muchacha que, antes, ya viera tres o cuatro veces. Con sus pecas,
era bella sin estridencias, si es que la belleza puede ser pelirroja y vulgar. Cuando
alzó los brazos desnudos para ubicar los vasos de cerveza recién lavados, Erwin
vio el vello rojo de las axilas.
–Muy bien, muy bien –ladró el señor
al tubo telefónico.
Con un suspiro de alivio que culminó
en vómito, abandonó Erwin el restaurante. Se sentía pesado, necesitaba una siesta.
A decir verdad, los zapatos nuevos mordían como cangrejos. Había cambiado el tiempo,
tornándose sofocante. Nubarrones en forma de cúpula crecían, acumulándose, en el
cielo cálido. Se vaciaron las calles. Las casas parecían abrumadas por los bostezos
de la siesta del domingo. Erwin trepó a un tranvía.
El tranvía avanzó, rechinando. El
pálido rostro de Erwin, perlado de sudor, procuró la ventanilla, pero no había muchachas
en la calle. Descubrió, mientras pagaba su pasaje, a una mujer, sentada en el otro
extremo del pasillo, de espaldas a él. Usaba un sombrero de terciopelo negro y un
vestido liviano ornado con crisantemos entrelazados contra un fondo color malva,
semitransparente, que delataba los breteles de su combinación. El porte escultural
de la mujer incitó a Erwin a observar su rostro. Cuando el sombrero de terciopelo
se movió y, como una nave negra, comenzó a girar, él apartó, como de costumbre,
los ojos, y fingió contemplar distraídamente sus propias uñas, a un joven sentado
frente a él, a un hombrecito de rojas mejillas que bostezaba en la parte trasera
del coche; así, fijado el punto de partida que le permitiera proseguir con sus observaciones,
dirigió Erwin su mirada casual hacia la dama, que ahora volvía los ojos hacia él.
Era Frau Monde. El calor cruzaba su rostro, grande y envejecido, con manchas rojizas;
sus cejas masculinas enmarcaban sus ojos penetrantes una sonrisa levemente sardónica
contraía las comisuras de sus labios apretados.
–Buenas tardes –lo saludó, con un
ronco susurro–. Ven, siéntate conmigo. Ahora podemos charlar un poco. ¿Cómo van
las cosas?
–Sólo cinco –respondió Erwin, un
tanto incómodo.
–Excelente. Cifra impar. Te aconsejaría
que te detuvieras allí. Y, a medianoche… ¡ah, sí, creo que no te avisé. A medianoche
debes ir a la calle Hoffmann. ¿Sabes dónde queda? Fíjate entre el Nº 12 y el Nº
14. El terreno baldío que hay allí será reemplazado por una villa con jardín amurallado.
Las muchachas que hayas elegido estarán esperándote, echadas sobre alfombras y almohadones.
Te encontraré en la puerta del jardín, aunque se entiende –añadió con una sonrisa
artera– que no he de entrometerme. ¿Recordarás la dirección? Un farol nuevo iluminará
la puerta desde la calle.
–Ah, una cosa –dijo Erwin, haciéndose
de coraje–. Al principio, que estén vestidas, quiero decir, que tengan el mismo
aspecto que cuando las elegí… y que estén muy alegres y obsequiosas.
–Bueno, naturalmente –respondió ella–.
Todo será tal como lo deseas, ya me lo aclares o no. Si no, no tenía sentido alguno
empezar con este asunto, n’est-ce pas? Sin embargo, muchacho, confiesa que
estuviste a punto de incluirme en tu harén. No, no temas, no me burlo de ti. Bueno,
aquí debes bajarte. Ha sido, realmente, un gran día. Cinco está bien. Te veo poco
después de medianoche, ¡ja, ja!
4
Al llegar a su cuarto, Erwin se quitó los zapatos y
se estiró en la cama. Se despertó al anochecer. Desde el fonógrafo de un vecino,
un melifluo tenor aullaba, a todo volumen: “Quiero ser feliiiz…”
Erwin se dedicó a recordar: “La Número
Uno, la Doncella de Blanco, es la más inexperta de todas. Acaso me apresuré un poco.
En fin, no importa. Luego, las mellizas de la columna. Criaturas alegres y pintarrajeadas.
Con ellas estoy seguro de pasarla bien. Luego la Número Cuatro, Leilla la Rosa,
parecida a un muchacho. Esa, creo, es la mejor. Y, finalmente, la zorra de la cervecería.
Tampoco está mal. Pero sólo cinco. ¡No es mucho que digamos!”
Por un rato permaneció tendido, con
la nuca sobre las manos, escuchando al tenor, que insistía en querer ser feliz.
“Cinco. No, es absurdo. Qué lástima
que no sea lunes por la mañana: esas tres vendedoras, el otro día… ¡Ah, hay tantas
bellezas que esperan ser descubiertas! Y siempre puedo pescar, a último momento,
alguna que pasee por la calle.
Calzó los zapatos que usaba habitualmente,
se cepilló el cabello y se fue.
Hacia las nueve ya contaba con dos
más. A una la había visto en un café, donde había entrado por un sándwich y dos
tragos de ginebra holandesa. Ella hablaba animadamente con su compañero, un extranjero
que se acariciaba la barba, en un idioma incomprensible (ruso o polaco); era de
ojos ligeramente oblicuos, de nariz delgada y aguileña, que se arrugaba cuando ella
reía; exponía sus hermosas piernas hasta la rodilla. Mientras Erwin observaba sus
gestos apresurados, su modo incontenible de arrojar sobre la mesa las cenizas del
cigarrillo, una palabra en alemán se abrió, como una ventana, en su lenguaje eslavo
y esta palabra casual (offenbar) fue el signo “evidente”. La otra muchacha,
el número siete de la lista, surgió en la entrada, de estilo chino, de un pequeño
parque de diversiones. Vestía una blusa escarlata y una falda verde, y su cuello
desnudo, se hinchaba mientras profería alegres alaridos, tratando de apartar a dos
muchachones tontos, que la aferraban por las caderas para que los acompañara.
–¡Quiero ir, quiero ir! –finalmente
gritó, y se la llevaron.
Linternas de papel de varios colores
alegraban el lugar. Algo semejante a un trineo se arrojó, mientras sus pasajeros
gritaban, por un riel en serpentina, desapareció tras las arcadas angulares del
escenario medieval, y se sumergió en un nuevo abismo, en medio de nuevos aullidos.
Dentro de un cobertizo, cuatro muchachas montaban sendos asientos de bicicleta (no
había ruedas; sólo el armazón, los pedales y el manubrio) vestidas con suéteres
y shorts (uno rojo, uno azul, uno verde y uno amarillo). Sus piernas desnudas trabajaban
afanosamente. Sobre ellas colgaba un indicador en el que se agitaban cuatro agujas
(una roja, una azul, una verde y una amarilla). Al principio, vencía la azul; luego
la pasó la verde. Un hombre con un silbato estaba a su lado, recogiendo las monedas
de los pocos tontos que deseaban apostar. Contempló Erwin esas piernas magníficas,
desnudas casi hasta las ingles, que pedaleaban con vigor entusiasta.
“Han de ser bailarinas estupendas”,
pensó. “Podría hacerme cargo de las cuatro”.
Obedientes, las agujas volvieron
a unirse y se pararon.
–¡Empate! –gritó el hombre del silbato–.
¡Un final sensacional!
Erwin bebió un vaso de limonada,
consultó su reloj, y buscó la salida.
–Las once, y once mujeres. Creo que
bastará.
Entrecerró los ojos al imaginar los
placeres que lo aguardaban. Se felicitó por haberse acordado de ponerse ropa interior
limpia.
“Frau Monde lo dijo con toda astucia”,
reflexionó Erwin. “Por supuesto que va a espiar. ¿Y por qué no? Le agregará cierto
sabor”.
Caminaba con la vista gacha, meneando
su cabeza con deleite, y sólo cada tanto alzaba los ojos para comprobar los nombres
de las calles. Sabía que la calle Hoffmann estaba lejos, pero aún le quedaba una
hora, de modo que no había razón para apresurarse. Tal como la noche anterior, se
pobló de estrellas el cielo y brilló el asfalto como el agua serena, reflejando
y alargando las mágicas luces de la ciudad. Pasó ante un cine importante, cuyos
fulgores inundaron la calle, y, en la próxima esquina, una carcajada, breve e infantil,
llamó su atención.
Vio ante él a un hombre alto, entrado
en años, con un traje de noche, a cuyo lado caminaba una muchacha muy joven –una
niña de catorce años, con vestido de fiesta negro, muy escotado–. Toda la ciudad
conocía a ese hombre, por sus retratos. Era un poeta famoso, un cisne senil, que
vivía, solo, en un lejano suburbio. Caminaba con una especie de hastiada elegancia;
sus cabellos, cuyo color era el del algodón sucio, cubrían sus orejas, asomando
desde el sombrero de felpa. Un botón, sobre el triángulo de su camisa almidonada,
reflejó la luz de un farol, y su nariz, larga y huesuda, arrojó la cuña de una sombra
sobre sus finos labios. En ese preciso instante, la trémula mirada de Erwin se detuvo
en el rostro de la niña que acompañaba al poeta; había algo extraño en ese rostro,
algo extraño en la mirada inquieta de sus ojos, excesivamente brillosos, y, de no
tratarse de una niña –sin duda, la nieta del anciano– podía sospecharse el rouge
en sus labios. Caminaba ella meneando sus caderas muy, muy levemente, con las piernas
muy juntas, y le preguntaba algo a su acompañante, con voz cantarina; si bien nada
ordenó Erwin mentalmente, pudo saber que su deseo sutil se había cumplido.
–Por supuesto, por supuesto –respondió
el anciano, condescendiente, inclinándose hacia la niña.
Se fueron. Erwin olfateó el aroma
de un perfume. Miró hacia atrás y luego prosiguió.
“¡Alto, cuidado!”, repentinamente
meditó, cuando cayó en la cuenta de que así sumaba doce, número par: “Debo encontrar
otra, en media hora”.
Lo molestó un poco continuar la búsqueda,
pero, al mismo tiempo, lo halagó esta nueva oportunidad.
“Recogeré una en el camino”, se dijo,
sofocando un asomo de pánico. “¡Estoy seguro!”
–¡Acaso sea la mejor! –señaló en
alta voz, mientras observaba la noche iluminada.
Minutos más tarde, lo sorprendió
esa contracción, familiar y deliciosa, ese estremecimiento en el plexo solar. Con
pasos leves, veloces, caminaba, frente a él, una mujer. Sólo la vio de espaldas;
difícilmente habría podido explicar qué lo indujo, con tal rigor, a alcanzarla precisamente
a ella, para observar su rostro. Podrían hallarse, naturalmente, palabras ocasionales
que describieran su porte, el movimiento de sus hombros, la silueta de su sombrero,
pero ¿de qué valdría? Algo más importante que los contornos visibles, una especie
de atmósfera especial, un etéreo entusiasmo, urgieron a Erwin. Marchaba rápidamente,
pero no podía alcanzarla; los húmedos reflejos de luz vacilaban ante él; ella prosiguió
con paso firme, y su sombra negra se elevaba al caer en el halo de luz de un farol,
deslizándose por la pared, y doblando en sus bordes para desaparecer.
–Caramba, debo ver su rostro –musitó
Erwin–, y el tiempo vuela.
Se olvidó del tiempo. Esa extraña
persecución nocturna lo embriagó. Pudo, finalmente, alcanzarla, y avanzó un poco
más, pero le faltó coraje para darse vuelta y mirarla; se limitó a aflojar el paso
y ella, a su vez, lo pasó, sin darle tiempo a alzar los ojos. Nuevamente la tuvo
delante de él, a diez pasos de distancia, y supo entonces, sin ver el rostro de
ella, que era su presa principal.
Las calles estallaban con sus luces
de color, se desvanecían volvían a relumbrar; cruzaron una plaza, un espacio de
bruñida tiniebla, y luego, con un leve chasquido de su zapato de tacón alto, la
mujer recuperó la acera, siempre perseguida por Erwin, perplejo, desencajado, vencido
por el vértigo de las borrosas luces, de la húmeda noche, de la persecución.
¿Qué lo incitaba? Ni su modo de caminar,
ni sus formas, sino algo más: un hechizo sobrecogedor, como si un halo de tensa
luz la envolviera, tan sólo mera fantasía, acaso el vuelo, los arrebatos de la fantasía
o, acaso, eso que, con un golpe único, divino, trastorna toda la vida de un hombre.
Nada sabía Erwin, salvo que debía apresurarse, sobre piedras y asfalto, a los que
la noche iridiscente parecía quitar consistencia.
Los árboles, los tilos primaverales,
se unieron a la caza: avanzaron, desde todas partes, susurrando, abrumándolo con
su múltiple presencia; los pequeños corazones de sus sombras se enredaban al pie
de cada farol, y su aroma, pegajoso y delicado, renovó sus fuerzas.
Nuevamente Erwin la alcanzó. Un paso
más, y estaría a su lado. Ella, abruptamente, se detuvo ante un portón, y extrajo
unas llaves de su cartera. Erwin la abordó con tal ímpetu que poco le faltó para
tropezar con ella. Ella se volvió hacia él: la luz de un farol se filtró entre hojas
de esmeralda y Erwin pudo ver a la muchacha que, esa mañana, jugaba con el cachorro
negro y lanudo en el sendero del parque; la recordó de inmediato, y de inmediato
comprendió todo su encanto, su tierna calidez, su irresistible fascinación.
Se le quedó mirando, con una sonrisa
lamentable.
–Deberías avergonzarte –le dijo ella
con toda serenidad–. Déjame en paz.
El portón se abrió y se cerró secamente.
Erwin permaneció allí, bajo el susurro de los tilos. Miró a su alrededor, y no supo
adónde ir. A poca distancia vio dos burbujas ardientes: un automóvil detenido. Se
acercó y palmeó el hombro del chofer, inmóvil, semejante a un muñeco.
–¿En qué calle estamos? Me perdí.
–En la calle Hoffmann –respondió
el muñeco con sequedad.
Una voz ronca, calma, familiar, habló
desde las honduras del automóvil.
–Hola. Soy yo.
Erwin apoyó una mano en la puerta
del auto, y apenas atinó a responder.
–Estoy muerta de aburrimiento –declaró
la voz–. Estoy esperando a mi amante. El trae el veneno. Al amanecer, ambos moriremos.
¿Cómo estás tú?
–Número par –dijo Erwin, abriendo,
con su dedo, un surco en el polvo de la puerta.
–Sí, ya sé –respondió Frau Monde,
serenamente–. La número trece resultó ser la número uno. Lo arruinaste todo.
–Una lástima –dijo Erwin.
–Una lástima –repitió ella, y bostezó.
Erwin se inclinó, besó el largo guante
negro, que culminaba en cinco dedos abiertos, y, con un leve carraspeo, volvió a
la oscuridad. Caminó con pesadez; le dolían las piernas, lo agobiaba saber que al
día siguiente era lunes y que sería arduo levantarse.
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