Roberto Fontanarrosa
Mi amiga Colette solía decir, y hace ya mucho tiempo, “Estamos entrando
en la edad del nunca me había pasado”…
Y es así.
Decimos: “Es curioso. Nunca me había pasado, me
agaché a recoger un tenedor y se me trabaron cuatro vértebras de la columna”.
Escuchamos: “Es notable. Nunca me había pasado.
Mordí un caramelo de limón y un premolar se me partió en ocho pedazos”.
Es que, así como se habla de un Primer Mundo y de
un Tercero sin que nadie conozca a ciencia cierta cual es el Segundo, nosotros
hemos pasado de la Primera Edad a la Tercera sin recalar por la Segunda y el
cuerpo acusa recibo de tal apresuramiento.
El tiempo mismo, incluso, ha tomado una
consistencia gelatinosa, plástica, mutante.
Calculamos: “¿Cuánto hace que se mudó Ricardo a su
nueva casa?”
Y arriesgamos: “Tres, cuatro años”. Hasta que
alguien, conocedor, nos saca de la duda: “Catorce”.
Suponemos ante el amigo encontrado ocasionalmente
en la calle: “Tu pibe debe andar por los seis, siete años”.
–Tiene diecinueve –nos contesta el amigo.
–¡Vení Tacho! –y nos presenta a una bestia de un
metro ochenta, pelo verde, un clavo miguelito clavado en la ceja y un cardumen
de granos sulfurosos en la mejilla.
Se corrobora entonces aquello que, dicen, decía
John Lennon: “El tiempo es algo que pasa mientras nosotros estamos distraídos
haciendo otra cosa”. Y suerte que estamos distraídos haciendo otra cosa. Mucho
peor es aburrirse.
Es dulce rememorar ciertos momentos, pero más me
entusiasma pensar en las cosas que tengo para hacer. Es que muchos de esos
ciertos momentos son muy viejos.
Y por lo tanto vale recordar el consejo dado por
Javier Villafañe cuando alguien le preguntó cómo hacía para conservarse tan
joven pasados los ochenta años. “No me junto con viejos”, respondió el maestro.
Yo quiero agregar lo que un día dijo Jean Louis
Barrault, famoso mimo francés: “La edad madura es aquella en la que todavía se
es joven, pero con mucho más esfuerzo”.
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