Antonio Rodríguez Almodóvar
Había
una vez… un rey que tenía tres hijos. Un día, cuando ya era viejo, muy viejo, los
convocó a los tres y les dijo:
–Quiero que os marchéis por el mundo y el que me traiga
la cosa más hermosa… que yo os diré, ése heredará mi corona.
–¿Y qué quiere usted que le traigamos? –preguntaron
los hijos.
–A ver quién me trae la toalla más preciosa –dijo el
rey.
Y se marcharon los tres, cada cual en un caballo y por
caminos distintos. Los dos mayores encontraron pronto lo que buscaban, pero al más
pequeño se le hizo de noche y, a fuerza de andar, vio una luz a lo lejos. Era un
caserío donde vivían muchas monas. Se acercó el príncipe y llamó a la puerta. Le
abrió una mona muy vieja y le preguntó que qué quería.
–¿Puedo pasar aquí esta noche? –preguntó el muchacho.
La mona entró a consultar y, al momento, salieron otras
cuantas monas diciendo: “¡Que pase! ¡Que pase!”. Una de ellas se dirigió a las demás
ordenándoles que recogieran el caballo del príncipe y que prepararan la cena.
Pusieron una rica mesa, elegantemente vestida, con muy
buenos manjares, y todas las monas comieron con el príncipe. Luego estuvieron jugando
a las cartas y todo eso. Y, cuando terminaron de jugar, la que mandaba dijo que
lo llevaran a su habitación.
A la mañana siguiente, muy temprano, el príncipe ya
se disponía a marcharse, cuando la mona vieja le preguntó que por qué se iba tan
pronto. Salieron las demás y él les contó que tenía que seguir buscando un encargo
para su padre, el rey.
–¿Y qué encargo es ése? –preguntaron las monas.
Entonces el príncipe les contó lo que había dicho su
padre a los tres hermanos y que tenía que llevar la toalla más preciosa. En seguida,
la mona que mandaba dijo que le trajeran al príncipe el trapo de la cocina. Una
mona muy fea, requetefea, cumplió la orden y trajo el trapo, que estaba todo manchado
de grasa de las sartenes, lo que envolvió en otros trapos, todavía más sucios y
asquerosos, y se lo entregó al príncipe.
El príncipe no dijo nada. Cogió aquel lío y se marchó
muy preocupado. Cuando llegó al palacio, ya sus hermanos habían vuelto y le habían
presentado al rey unas toallas muy bonitas. Conque el rey le dijo:
–Bueno, a ver qué has traído tú.
El muchacho no se atrevía a enseñar
lo que traía, pero, al fin, después de mucho rogarle, se puso a desenvolver los
trapos y dentro apareció la toalla más preciosa que podía haber. Todas las manchas
se habían convertido en flores y pájaros de colores. Al verla, dijo el rey:
–Pues mi hijo el menor es el que ha ganado y él heredará
la corona.
Pero los otros hermanos empezaron a protestar y le pidieron
al rey que les pusiera otra prueba. El rey consintió y dijo:
–Está bien. Ahora el que me traiga la palangana más
hermosa, ése heredará y se sentará en mi trono.
Otra vez los tres hermanos se pusieron en camino, cada
cual por el suyo. Y, aunque el más pequeño no quiso ir por el mismo de la vez anterior,
su caballo se empeñó en que sí… y otra vez se encontró el muchacho en el caserío
de las monas. La mona vieja se puso muy contenta cuando abrió la puerta y lo vio.
Llamó a todas las demás, que decían: “¡Que pase! ¡Que pase!”.
La mona mandona dijo que guardaran el caballo y que
preparasen la cena. Y pusieron una cena espléndida, como la noche anterior, y estuvieron
jugando a las cartas y todo eso.
A la mañana siguiente, el príncipe explicó lo que pasaba
y que, esta vez, tenía que llevar la palangana más hermosa, si quería ser rey.
–Oye, tú –ordenó la mona mandona a otra–, trae aquí
el bebedero de las gallinas.
Así lo hizo aquélla y envolvió en unos papeles el bebedero
todo lleno de gallinazas. Después se lo entregó al príncipe, que lo cogió sin decir
nada y se marchó.
Cuando llegó a palacio, su padre le dijo:
–Bueno, hijo, a ver qué has traído, porque ya tus hermanos
me han presentado estas palanganas tan hermosas.
El muchacho, al verlas, sintió mucha vergüenza de lo
que él llevaba y no se atrevía a enseñarlo. Por fin, después de mucho rogarle, se
puso a desliar los papeles… y, entonces, vieron una palangana hermosísima. Las gallinazas
se habían convertido en flores y pájaros muy bien pintados.
–Para ti es la corona, hijo mío –dijo el rey–, pues
como esta palangana no habrá otra en el mundo.
Pero los hermanos empezaron a protestar otra vez y convencieron
al rey de que les pusiera una última prueba.
–Está bien –dijo el rey–. Ahora quiero que me traigáis
cada uno una novia. Y el que la traiga más bonita se casará con ella y serán el
rey y la reina.
Así que se marcharon los tres hermanos a buscar novia.
Ya el menor iba temiendo lo que podía pasar, pues su caballo se empeñaba otra vez
en seguir el mismo camino… y nada pudo hacer para evitarlo. Llegó al caserío de
las monas y la mona vieja se puso muy contenta, al abrirle la puerta y las demás
decían “¡Que pase! ¡Que pase!”. La mandona ordenó que cuidaran muy bien, requetebién,
al caballo y luego dispuso una cena mejor todavía que las otras noches. Después
jugaron a las cartas y todo eso.
Por la mañana, el príncipe se quería marchar muy temprano,
pero las monas no se lo consintieron hasta que él les explicó que esta vez tenía
que llevar la novia más bonita, si quería ser rey.
–¡A ver, a ver! –exclamó la mandona–. ¡Aparejad en seguida
nuestro carruaje y nuestros caballos, que nos vamos todas a palacio! ¡Tenemos que
celebrar esa boda!
Y la mona más vieja fue a por otra mona, que era la
más fea, pelada y andrajosa de todas y la metió en el séquito con las demás, que
iban dando brincos entre los caballos, subiendo y bajando del carruaje y alrededor
del príncipe. Éste iba en su caballo con mucha vergüenza.
Poco antes de llegar al palacio había una fuente, donde
todas y todos pararon a merendar. En cuanto reanudaron la marcha, vio el príncipe
que el carruaje se había convertido en una carroza preciosa, todas las monas en
pajes y criados muy bien vestidos y la mona pelada en una princesa, la más bonita
del mundo.
Cuando el rey vio cómo venía su hijo menor, salió a
recibirlo y dijo:
–Tú has ganado la corona por haberme traído los mejores
regalos y, sobre todo, esta novia tan bonita. Te casarás con ella y ella será nuestra
reina.
Y se casaron. Y fueron felices. Y a los dos hermanos
les dieron en las narices.
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