Queta Navagómez
Pablo
gusta de ver a la muchacha oculta en la habitación de su padre. Tenso, espera a
que él se marche al trabajo para ir por la llave y entrar a su recámara. Abre,
enciende la luz y ahí está ella, tendiéndole los brazos, desnuda y sonriente.
Ahí está ella con sus senos pequeños, rematados por un pezón color de rosa, con
su estrecho talle y la incipiente curva de las caderas; ella con los cabellitos
color durazno en ese pubis que él mira hipnotizado. Una agitación en el pulso y
un cosquilleo en las ingles ateceden a la erección. Ella es una niña. ¿Tendrá
once años, igual que él? ¿Sentirá, como él, deseos de tocar y ser tocada?
Incapaz de contenerse, Pablo tiende la nerviosa mano hacia la pintura al óleo
desde donde ella le sonríe.
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