Howard Wandrei
Nadie sabe de dónde vino ni a dónde ni cómo se fue. Por cierto que él es
un hombre hábil para moverse sin que nadie lo perciba y sumamente peligroso, a pesar
de su inocente aspecto. Igual que el Judío Errante, puede ser un hombre que pasa
por la calle en cualquier momento, sin llamar la atención. Y aunque no se le mencione
en las noticias diarias de los periódicos, su espantoso talento va implícito en
cada nota trágica. Y hablando en tiempo pasado, he aquí por qué debía hacerse algo
en relación con este señor Murphy:
Timoteo Murphy no pesaba arriba de sesenta kilos. Y
con todo y tener una estatura proporcionada a su peso, daba la impresión de ser
aún más bajo, sin duda por vivir oprimido sufriendo el prodigio que llevaba dentro
de sí: un genio diabólico, involuntario. Su cabeza, sostenida por un cuello casi
femenino, era demasiado grande para su cuerpo. Su frente era comba, y sus ojos,
asustados, como si repentinamente se hubiera dado cuenta de padecer la lepra o alguna
enfermedad así de terrible. Su pelo negro, lacio, siempre estaba revuelto. Su traje
azul era a su medida, mas ya hacía tiempo que no visitaba la sastrería.
Según los datos que hemos podido recabar, Murphy hizo
su primera aparición entre la edad de veinticinco o veintiséis años, en la esquina
de las calles Sexta y Wisconsin de la ciudad de Groveland. Era un mediodía cálido
de agosto y Murphy se divertía en el inocente pasatiempo de parar los relojes de
todo mundo. Su procedimiento era curioso. Helo aquí:
Acercándose a la sudorosa y corpulenta figura de un
banquero de nombre Beresford, Murphy le preguntó, con aire de preocupación:
–Perdón, ¿me podría usted dar su hora?
Beresford se detuvo el tiempo suficiente para extraer
del chaleco su reloj de platino, y dar a Murphy la hora exacta, con diferencia de
unos dos segundos. El reloj, del grueso de una moneda, era extraordinariamente puntual,
uno de los mejores relojes del mundo.
–Gracias, dijo Murphy, pero me parece que su reloj se
acaba de parar.
Automáticamente, Beresford lanzó un vistazo al reloj
municipal, en la torre de la esquina.
–Lo siento –añadió Murphy con una voz melancólica–,
pero el reloj municipal también se paró.
Beresford creyó que Murphy estaba tratando de jugarle
alguna broma, porque no hacía sino cinco minutos que el gran reloj del municipio
acababa de dar las doce. Pero al regresar al banco, rojo de vergüenza por haber
llegado tarde la primera vez en quince años, recordó la extraña figura de Murphy.
Ese reloj principesco suyo se había parado, y nunca más volvió a andar, hasta que
el fabricante le hubo cambiado la máquina, toda, hasta las manecillas. Y el gigantesco
reloj belga de la torre también se había parado por una causa inexplicable. Ingenieros
relojeros intentaron en vano echar a andar nuevamente las gigantescas ruedas, trabajando
días y noches inútilmente, asombrados del misterio. Y desde entonces, la única hora
que el reloj marcó, fue la hora de la extraordinaria aparición de Timoteo Murphy.
Murphy no estaba bromeando.
No lejos del reloj municipal, descendió de la banqueta
acercándose a un camión de bomberos que volvía lentamente de una falsa alarma, y
que se había detenido atrás de dos automóviles, esperando la luz verde del semáforo.
–Se ha parado su motor –dijo Murphy con aire casual
al chofer–, y ya no va a volver a funcionar.
El chofer lo miró con curiosidad, notando que tenía
la cara verde, como un bilioso, y comenzó a apretar la marcha, porque su motor se
había parado.
–Y se va a hacer un lío tremendo el tránsito –añadió
Murphy alejándose.
Cuando cambió la luz, el camión de bomberos detuvo en
tal forma el tránsito, que hubo un lío tremendo en manzanas y más manzanas, y toda
la fuerza de policía tardó horas en deshacerlo.
Más tarde, Murphy detuvo otros dos motores, pero casi
se dedicó exclusivamente a parar relojes. Más o menos todos los del distrito bursátil
se detuvieron, incluyendo los eléctricos y los cronómetros en los aparadores de
las joyerías. No era necesario que él hiciera saber el momento en que un reloj se
iba a parar. Sólo, cuando había oportunidad, avisaba, por mera cortesía.
Naturalmente su maligno influjo sobre los relojes y
los motores de automóvil no perjudicaba seriamente a nadie. Pero entonces ocurrió
una cosa tremenda.
Primero fue como un remoto rumor en sus oídos, del cual
apenas se dio cuenta. Poco después el rumor aumentó, acaparando la atención de Murphy,
quien alzó la cara al cielo. Era un gigantesco trimotor de pasajeros, que brillaba
como un halcón plateado bajo la luz del sol.
Era el seis, para Salt Lake City. El tiempo era excelente,
no había viento, no había nubes. El motor funcionaba a la perfección. Pero Murphy
se quejó quedamente, exclamando:
–¡Oh Dios mío, se va a estrellar!
Estremeciéndose, se limpió de la frente un sudor frío.
El ruido del motor cesó, y él continuó su camino, procurando no alzar la cabeza.
No se había estrellado aún el avión, pero Murphy se daba cuenta de que ya no tardaría
en deshacerse contra el suelo. Timoteo Murphy comprendió que él era el asesino de
todos los que iban a bordo. Personas inocentes.
El anuncio del espantoso accidente, en el cual catorce
pasajeros perecieron, hizo cesar un programa de música de baile que se oía por el
radio de un taxi, frente al cual pasaba Murphy. Luego se reanudó la música.
–Ese radio se va a descomponer –pensó Murphy tristemente–,
y el velocímetro de esa carcacha ya nunca va a funcionar.
En ese instante el radio calló. El chofer se dedicó
a dar vuelta a los controles, hasta que dos pasajeros que lo solicitaban, lo interrumpieron
en su tarea.
Murphy se sintió tan miserable, que se dirigió inmediatamente
a la central de policía a entregarse. Si continuaba ambulando por las calles, ¡quién
sabe cuántas cosas sucederían! Sin que él lo deseara. Ya había asesinado a catorce
gentes con una mirada.
Le dijo al anunciador en la antesala:
–Quiero ver al inspector de policía.
De modo que fue escoltado ante el inspector de policía,
Mr. August Steinbeck. Cuando se quedaron solos, Murphy le declaró que él acababa
de asesinar a catorce personas. Steinbeck se puso las manos detrás de la nuca, se
recargó en su sillón giratorio e invitó a Murphy a proseguir.
Con su delgada voz, Murphy contó su historia en pocas
palabras, sin detalles superfluos. Steinbeck no lo interrumpió una sola vez, pero
miraba fijamente con sus ojos grises los ojos negros, tímidos, de Murphy.
Cuando Murphy hubo terminado, Steinbeck le preguntó
suavemente, casi con cariño:
–Pero Murphy, ¿de veras cree usted ser el autor del
accidente del avión?
El sillón giratorio volvió a su nivel y Steinbeck apoyó
cuidadosamente los codos sobre su escritorio. Añadió: “Es curiosa coincidencia…
¿sabe usted que hay una temperatura de cien grados a la sombra? A veces el calor
me hace el mismo efecto que a usted… se me ocurren ideas raras”.
Murphy sacudió negativamente la cabeza:
–No, no me ha entendido usted. Yo no hago nada, solamente
se me ocurre cuándo algo va a suceder.
–Es lo mismo, ¿no? –interrogó con calma el inspector.
Usted no para un reloj, pero cuando lo ve, se le ocurre que se va a parar. La misma
cosa, ¿verdad?
Murphy agitó las manos:
–Eso es lo malo –dijo.
Steinbeck alcanzó el teléfono, diciendo:
–Bueno, creo que no conviene dejarlo ir a que pare todos
los relojes y motores de la ciudad. ¿De veras quiere que le planchemos esa arruga?
–¡Sí, sí! –exclamó fervientemente el señor Murphy.
–Hay un psiquiatra muy competente en el edificio de
las Ciencias Médicas. Lo voy a llamar para concertar una cita con usted –ofreció
Steinbeck.
–Gracias –respondió tímidamente Murphy en los instantes
en que el inspector descolgaba el audífono–, pero, perdón, el teléfono se acaba
de descomponer.
Steinbeck sonrió escépticamente y comenzó a discar el
número. El teléfono se había descompuesto. Y continuó descompuesto por más sacudidas
que le dio.
–¡Caramba, caramba! –exclamó pensativamente.
–Usted tiene una pistola ahí en su cajón, ¿verdad? –preguntó
Murphy–. ¿Sabe usted que ya no está cargada?
Steinbeck se quedó mirando fijamente a Murphy y de repente
sacó la pistola con violencia, un revólver treinta y ocho largo. Lo abrió. Él siempre
tenía el revólver cargado, sabía que estaba cargado, y tardó diez o doce segundos
en convencerse de que la recámara estaba vacía.
–Las balas las tiene usted en la bolsa izquierda de
su saco –anunció tímidamente el señor Murphy.
Steinbeck metió la mano al bolsillo, puso cara de asombro,
y sacó seis cartuchos y tres monedas. Si Murphy había realizado esta brujería, había
hecho lo que ningún ser humano hubiera logrado hacer. Steinbeck tragó saliva, sopesando
los cartuchos en la palma de su mano. Preguntó con calma:
–¿Cómo hizo eso, Murphy?
–No es que yo lo haga –protestó Murphy ansiosamente,
con su voz aguda. Parecía histérico–. Es que… es que solamente sé cuándo va a pasar
algo. Me ocurren cosas, ¿ve? Yo solamente sé… y no lo puedo evitar. ¿Me comprende?
Él mismo no lo comprendía. Simplemente se daba cuenta
cuando un objeto iba a desaparecer de su sitio para reaparecer en otro distinto.
Sabía cuándo un motor garantizado se iba a detener. Sabía cuándo la casualidad,
una en mil millones de causas, iba a ocurrir. Lo terrible, a pesar de que las casualidades
no suceden diariamente, era que Murphy no podía controlar esa fuerza misteriosa
dentro de él. Hacía lo que podía, limitándose a cosas sin importancia, como cambiar
el número de la placa en un automóvil o hacer que un hombre no proyectara sombra
al caminar bajo la luz fuerte del sol. Como quien da cacahuates al tigre que lleva
dentro.
–Entiendo –exclamó Steinbeck, con cara seria–. Vamos
al cuarto Bertillón, abajo. ¿Podría hacerles usted una demostración a mis muchachos?
–¿Una demostración? –titubeó Murphy–. Puede que sí...
Salieron de la oficina hacia el elevador, preguntando
ansiosamente Murphy:
–Pero me va a encerrar, ¿verdad?
–Ya veremos.
Steinbeck iba pensando al caminar. No podía arrestar
a Murphy por ningún motivo. Pero en fin, a ver qué podía hacer este señor Murphy
delante de los muchachos. Steinbeck sabía que corría el riesgo de hacer el ridículo
frente a sus subordinados, pero ya no confiaba en sus propios cinco sentidos.
Apretó el botón rojo del elevador, frunciendo el ceño.
Ambos vieron cómo el indicador daba lentamente la vuelta, mientras el elevador ascendía
a recogerlos. De repente, el tigre dentro de Murphy saltó de nuevo, agresivo:
–¡No, no! ¡Se va a caer!
Y se cayó. El indicador brincó hacia atrás y lograron
ver la cara lívida del elevadorista al descender vertiginosamente. Steinbeck se
alargó, creyendo oír el estruendo de la catástrofe hacia el fondo. No sucedió nada.
Un rechinido seco, sordo, se percibió cuando los frenos automáticos detuvieron al
elevador en su vertiginosa caída, con tal violencia que el elevadorista casi se
rompió las piernas. Lo oyeron gritando a los mecánicos por el teléfono, que vinieran
a componer el aparato. Gritando para ocultar el hecho de que estaba loco del susto.
–¡Ve, ve! –exclamó Murphy aterrorizado, con una voz
aguda, histérica.
Steinbeck, un hombre corpulento y sin gordura, a pesar
de su habitual descanso en la cómoda silla giratoria, frente a su escritorio, no
era un hombre que se dejara conmover por cualquier cosa. Pero ahora se encontraba
un tanto emocionado. Él mismo tenía familia, y el veterano del elevador era casado
y con tres hijos. Cuidadosamente escoltó a Murphy por las escaleras, hasta seis
pisos más abajo, al cuarto Bertillón.
El cuarto estaba rodeado de altas ventanas, enrejadas
con gruesos barrotes. Bajo la vigilancia personal de Steinbeck, una docena de hombres,
sargentos, tenientes y dos expertos Bertillón, amén de varios redactores y fotógrafos
de la prensa, pusieron a prueba el misterioso talento de Murphy.
Primero, no lograron tomarle las huellas digitales.
Por más que le hacían, lo único que sus dedos dejaban en el papel eran dos juegos
de manchas informes de tinta negra. Murphy no tenía huellas digitales. Sus dedos
eran lisos como vidrio.
Luego, los reporteros y fotógrafos.
Para ilustrar a los representantes de la prensa, Steinbeck
le preguntó:
–Usted, Murphy, ¿se somete a todo esto bajo su propia
voluntad?
–Sí, claro –respondió Murphy–. Pero las placas no sirven.
Las cámaras no funcionan.
El fotógrafo de la policía gruñó, haciendo funcionar
el magnesio. Lo retrató de frente y de perfil, junto a una regla que marcaba la
estatura.
–Revele los negativos y verá que no sirven –dijo Murphy.
–Si no, será la primera vez –respondió el fotógrafo,
de modo que lo oyera el inspector.
Y mientras estaba revelando las placas, los fotógrafos
de prensa gastaban sus películas en él, ante la expectante curiosidad de los reporteros
a lo que prometía ser una historia divertida.
–Revelen sus rollos también. No voy a salir en ellos
–dijo Murphy.
Los fotógrafos sonrieron amablemente. Tomaron fotografías
de todos. Luego pidieron prestado el cuarto oscuro de la policía, al tiempo que
el fotógrafo oficial salía con las placas en blanco, asombradísimo.
–Las placas salieron veladas. Y no hubo motivo alguno
que las velara.
El teniente Hubbard se mostró interesado.
–A ver, Murphy, ¿qué otra cosa sabe hacer?
Hubbard tenía una voz ronca, agresiva, que había cultivado
especialmente para ocultar un corazón blando como un jitomate maduro.
–Pues… –Murphy reflexionó–. Mire –dijo–, por ejemplo,
en este instante su placa ha desaparecido.
Hubbard se llevó la mano al pecho. Los agujeros hechos
por el alfiler de seguridad estaban ahí; pero la placa había desaparecido.
–Está allá, bajo la mesa –indicó Murphy.
Mientras Hubbard iba hacia la mesa a recobrar su placa,
todo mundo reía con gusto de la broma, y Murphy agachaba el rostro, avergonzado.
–Bueno, prosiga usted con la demostración –urgió Steinbeck.
Murphy se dirigió al grupo; miró tímidamente a todos
y escogió a Reissner. Pidió:
–Tíreme balazos.
Reissner no entendió y se limitó a mirar a Steinbeck,
pidiendo una explicación.
–Mire –dijo Murphy–, suponga que acabo de robar el banco,
y que corro por la calle con un saco lleno de billetes. Usted me tira balazos, y
ninguno de ellos podrá tocarme… no me llegan.
Como Murphy había llegado bajo la protección de Steinbeck,
todos los policías dominaron la risa lo mejor que pudieron. Steinbeck ordenó que
trajeran una camisa a prueba de balas.
–No es necesario –protestó Murphy.
–¿Cree usted que voy a dejar que asesinen a un hombre
ante mis propios ojos? –preguntó airado el inspector y añadió– Teniente Reissner,
¿su pistola está en orden?
Reissner se puso rojo y afirmó que sí. No hacía ni media
hora que la había limpiado, después de haber logrado otro récord perfecto de tiro
al blanco. Era el mejor tirador del Departamento, un hombre peligroso con una pistola
en las manos.
La camisa a prueba de balas era de lámina de acero,
enfundada en lona. Dos planchas, una delante y otra atrás, se ataban con cintas
a los lados. Pusieron a Murphy dentro de una.
–Bueno, a disparar –ordenó Steinbeck con la cara seria.
A una distancia de doce pasos, Reissner apuntó cuidadosamente
a Murphy.
–Póngase listo –le dijo–, esto lo va a tirar al suelo.
Muy adentro, en la conciencia de Murphy, el tigre ronroneó
contento. Hubo un gran silencio expectante antes del atronador disparo del treinta
y ocho largo. Esa bala golpeaba rudamente, de seguro Murphy se caería.
La bala, una aleación de cobre y níquel, con garantía
de atravesar nueve pulgadas de pino, escurrió por el cañón del revólver, rodando
por el suelo hasta llegar como a un metro de los pies de Murphy. Reissner se quedó
maravillado; luego, rápidamente vació la carga entera sobre el pecho del señor Murphy.
Pero todas las balas salían escurridas, rodando hasta los pies de la presunta víctima.
Uno de los hombres traía una cuarenta y cinco. Reissner
la pidió prestada, vaciándola en la dirección de Murphy tan aprisa como pudo. Pidió
prestada otra. Y al fin, dieciocho balas quedaron quietas en el suelo, desperdigadas
todas, a un metro de distancia del señor Murphy. Ni una lo había tocado. Reissner
se limpió el sudor de la frente y le sonrió desconcertado a Steinbeck.
En eso salieron los fotógrafos de la prensa, anunciando
que todas las fotos habían salido bien, menos aquellas donde figuraba Murphy.
No lo habían pesado aún. Lo pusieron sobre la romana,
y por más que movían los pesos para todos lados, Murphy no pesaba nada. La escala
mostraba cero. Steinbeck se subió, y sus cien kilos se marcaron perfectamente. La
balanza no estaba descompuesta. El descompuesto era Murphy. Iba a ser curioso el
registro: peso, 0.
–Después de todo, es inútil –decidió Murphy con voz
melancólica–. No tiene caso haber venido aquí. ¿Para qué me encierran en una celda,
si me puedo salir cuando yo lo desee?
–¡Se puede salir! ¿Quiere usted decir que se escaparía
si lo meto a una celda de doble seguridad, y amarrado, además?
–Sí, fácilmente –declaró Murphy con voz lúgubre. Le
dolía un poco la cabeza.
Los ojos de Steinbeck se fijaron en una pesada caja
de pino, recién abierta para sacar un equipo que había llegado. Era pequeña, pero
Murphy podría caber, encogido.
Lo metieron, sin protesta alguna de su parte, y clavaron
fuertemente la tapa.
–Siempre he querido ver cómo hacen esta suerte –observó
uno de los policías.
–Palabra que este tipo me pone nervioso –dijo otro.
–Sí, tiene un no sé qué.
–¡Silencio! –Steinbeck arrastró la caja hacia el centro
del cuarto– Parece –añadió– que ya pesa de nuevo. A ver, Reissner.
Reissner alzó la caja por un extremo y comprobó el hecho.
–Sí, pesa como unos sesenta kilos.
Cuando la hubo dejado nuevamente en el suelo, Murphy
tocó en la tapa, desde dentro. Todos se agruparon alrededor y Steinbeck acercó su
oreja a la madera. Con una voz ahogada, tenue, Murphy declaró:
–Ya me fui.
–¿Qué dice? –preguntó Hubbard.
–Dice que ya se fue –contestó Steinbeck, con voz lenta.
Todos quedaron en suspenso, escuchando. Pero no sucedió
nada. Algunos sonreían. Con el pie, Steinbeck empujó la caja, que se movió como
si Murphy hubiera perdido el peso nuevamente. El silencio se hizo insoportable.
Alguien observó con inquietud:
–Apuesto a que casi no puede respirar encerrado allí.
Steinbeck ordenó que abrieran la caja. Todos vieron
que Murphy había dicho la verdad. Hacía como diez minutos que se había ido.
Todos quedaron esperando que apareciera Murphy por algún
lado. Nada. Todos tosían, se movían nerviosamente, en expectante espera. Y nada.
Se miraban los unos a los otros, como creyendo que de un momento a otro Murphy iba
a asomar la cabeza por el bolsillo de alguno. Todos saltaron cuando Steinbeck, nervioso,
le dio una patada violenta a la caja, gritando:
–¡Murphy!
El eco se tragó el grito. La caja permaneció vacía.
Murphy no estaba en ella. No estaba en ningún lado: había desaparecido.
Aunque todos los hombres estaban de descanso, respondieron
rápidamente a la orden de Steinbeck, de que se buscara al misterioso señor Murphy.
No quedó rincón ignorado en el cuarto Bertillón y en el cuarto oscuro.
Pero Murphy no podía haberse ido lejos. La única puerta
de salida estaba cerrada, y con guardias.
Mucho antes de que la búsqueda fracasara, Steinbeck
estaba sudando a chorros. Por su mente preocupada se coló el pensamiento de que
los trenes se estrellarían, los aeroplanos caerían destrozados, el infierno se soltaría
sobre la tierra y, por una pura casualidad, todo sería culpa de August Steinbeck.
Porque, ¿acaso no tenía él ya encerrada esa pesadilla
que era Murphy, prisionera en una fuerte caja de pino, y la había dejado escapar
estúpidamente?
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