Vladimir Nabokov
El estanco de Martin Martinich está situado en un edificio
que hace esquina. Es natural que los estancos tengan predilección por las esquinas
a juzgar por el de Martin, porque su negocio va viento en popa. El escaparate es
de modestas proporciones, pero está bien dispuesto. Unos pequeños espejos dan vida
a la mercancía que allí se exhibe. En la zona más baja, en los valles que se abren
entre las montañas de terciopelo azul, se acomoda una variedad de cajas de cigarros
cuyos nombres vienen arropados por ese elegante dialecto internacional que también
se utiliza para dar nombre a los hoteles; más arriba, los puros en hilera sonríen
en sus cajas livianas.
En sus buenos tiempos Martin era
un rico terrateniente. En mis recuerdos de infancia aparece siempre rodeado del
aura con que conducía su impresionante tractor; por el contrario, mi memoria me
dice que su hijo Petya y yo, lejos de sus hazañas, sucumbíamos simultáneamente a
Mayne Ried y a la escarlatina, por lo que tras quince años repletos de todo tipo
de acontecimientos, me gustaba pasarme por el estanco en aquella esquina llena de
vida donde Martin vendía su mercancía.
Desde el año pasado, sin embargo,
compartimos algo más que recuerdos comunes. Martin tiene un secreto y a mí me ha
hecho partícipe de su secreto.
–¿Todo va bien? –le pregunto en un
susurro, y él, mirando por encima del hombro, me contesta con el mismo cuidado.
–Sí, gracias a Dios, todo está tranquilo.
Se trata de un secreto bastante excepcional.
Recuerdo que me iba a París y que la víspera me había quedado en casa de Martin
hasta tarde. El alma de un hombre puede compararse a unos grandes almacenes y sus
ojos a dos escaparates gemelos. A juzgar por los ojos de Martin, estaban de moda
los tonos pardos, cálidos. A juzgar por esos ojos, la mercancía que guardaba en
su alma era de excelente calidad. Y qué barba tan tupida, con aquel destello blanco
que hablaba de Rusia en el gris robusto de alguna cana. Y sus hombros, su estatura,
su porte… En tiempos solían decir que podía rajar un pañuelo con su espada –una
de las hazañas de Ricardo Corazón de León. Ahora, cualquiera de los que como él
habían emigrado diría con un punto de envidia: “¡Ahí tienes a un hombre que no ha
bajado la cabeza!”.
Su esposa era una amable mujer ya
entrada en años y un tanto hinchada, con un lunar junto a su fosa nasal izquierda.
De sus sufrimientos en los tiempos revolucionarios había conservado un tic: inopinada
y furtivamente alzaba sus ojos al cielo en una ráfaga fugaz. Petya tenía el mismo
físico imponente que su padre. A mí me gustaba su dulzura taciturna, así como su
humor repentino. Tenía un rostro grande, flácido (del que su padre solía decir:
“Vaya jeta la tuya, harían falta tres días al menos para circunnavegar su perímetro”)
y el pelo rojizo, permanentemente despeinado. Petya era propietario de un cine minúsculo,
en una zona de la ciudad poco poblada, que le proporcionaba unos modestos ingresos.
Y con él se acababa la familia.
Yo pasé aquel día, víspera de mi
viaje, sentado junto al mostrador observando a Martin y a sus clientes, primero
se inclinaba ligeramente, apoyándose en dos dedos, sobre el mostrador, y luego iba
hasta las estanterías con un gesto elegante, cogía una de las cajas y mientras la
abría con un chasquido del pulgar, preguntaba: “Einen Rauchen?”. Recuerdo aquel
día por una razón especial: Petya llegó inopinadamente, desgreñado y lívido de rabia.
La sobrina de Martin había decidido volver a Moscú con su madre y Petya venía de
entrevistarse con los representantes diplomáticos. Mientras que un diplomático le
estaba informando de los pormenores, otro, que evidentemente comulgaba con la política
del gobierno, susurraba en palabras apenas perceptibles: “Mucho cuidado, esto está
lleno de esa Basura del Ejército Blanco”.
–Me hubiera gustado hacer picadillo
a aquel tipo –dijo Petya, haciendo ademán de dar un puñetazo– pero, desgraciadamente,
no puedo olvidarme de mi tía que está en Moscú.
–Ya tienes algún que otro pecado
en tu conciencia –dijo Martin con voz cavernosa no exenta de buen humor. Aludía
a un incidente de lo más divertido. No hace mucho tiempo, en el día de su santo,
Petya fue a la librería soviética, cuya presencia mancilla una de las calles más
encantadoras de Berlín. En ese lugar no sólo venden libros sino también distintas
baratijas y curiosidades manuales. Petya eligió un martillo adornado con amapolas
y con el blasón de los martillos bolcheviques. El empleado le preguntó si quería
algo más. Petya dijo: “Sí, ya lo creo”, indicando con el gesto un pequeño busto
de yeso del señor Ulianov. Pagó quince marcos por el busto y el martillo, para después
sin mediar palabra, allí mismo junto al mostrador, hacer añicos el busto con el
martillo, con una fuerza tal que el señor Ulianov se desintegró.
Me gustaba aquella historia, como
me gustaban, por ejemplo, los dichos queridos, estúpidos e inolvidables de la infancia
que calientan las entretelas del corazón. Las palabras de Martin me llevaron a mirar
a Petya mientras dejaba escapar una carcajada. Pero Petya se encogió de hombros
taciturno y frunció el ceño. Martin revolvió en el cajón y le ofreció el cigarro
más caro de la tienda. Pero ni siquiera eso disipó la tristeza de Petya.
Volví a Berlín seis meses más tarde.
Un domingo por la mañana sentí la necesidad de ver a Martin. Entre semana se podía
entrar a su casa a través de la tienda, ya que su piso –tres habitaciones y una
cocina– estaba justamente detrás. Pero, evidentemente, un domingo por la mañana,
la tienda estaba cerrada, y el escaparate tenía echada la reja protectora. Contemplé
fugazmente a través de la reja las cajas rojas y doradas, los puros morenos, la
humilde inscripción que se leía en un rincón, “Aquí se habla ruso”, observé que
el escaparate presentaba, de alguna forma, un aspecto más alegre, y crucé a través
del patio hasta la casa de Martin. Cosa extraña, el propio Martin me pareció más
alegre, más desenvuelto, más radiante que antes. Y Petya estaba totalmente irreconocible:
sus rizos grasientos y desgreñados estaban peinados hacia atrás, y una amplia sonrisa,
un punto tímida, se demoraba insistente en sus labios; mantenía una especie de silencio
satisfecho y un cierto aire de divertida preocupación, como si llevara consigo una
carga preciosa, dulcificaba todos sus movimientos. Sólo la madre seguía tan pálida
como siempre, y el mismo tic, tan conmovedor, encendía su rostro como un débil relámpago
de verano. Nos sentamos en el salón donde todo estaba recogido y yo, al pensar en
las otras dos habitaciones, la de Petya y la de sus padres, igualmente limpias y
acogedoras, tuve una sensación de lo más reconfortante. Tomé un té con limón, atendí
a la meliflua conversación de Martin sin lograr evitar la impresión de que algo
nuevo había hecho irrupción en aquella casa, algún pálpito misterioso y alegre,
como ocurre, por ejemplo, en un hogar donde hay una joven a punto de ser madre.
En un par de ocasiones Martin le lanzó una mirada preocupada a su hijo y éste reaccionó
levantándose al punto y abandonando la habitación; al volver, le hacía una seña
discreta a su padre, como si quisiera decir que todo iba a las mil maravillas.
También había algo nuevo, y a mi
juicio, enigmático, en la conversación del viejo. Hablábamos de París y de los franceses
y, de repente, preguntó: “Dime, amigo, ¿cuál es la cárcel más grande de París?”.
Le contesté que no lo sabía y empecé a hablarle de una revista francesa que sacaba
mujeres pintadas de azul.
–¡Y eso te asombra! –me interrumpió
Martin–. Dicen, por ejemplo, que las mujeres rascan la pintura de las paredes de
la cárcel y la utilizan para empolvarse la cara, el cuello o lo que sea –y para
confirmar sus palabras, trajo de su dormitorio un grueso volumen escrito por un
criminalista alemán y localizó un capítulo acerca de la rutina de la vida en la
cárcel. Traté de cambiar de tema, pero, fuera el tema que fuese, Martin lo reconducía
mediante extraños rodeos y artificiales circunloquios, de forma tal que, sin darnos
cuenta, nos veíamos discutiendo de nuevo los méritos de la prisión perpetua frente
a la pena capital, o los ingeniosos métodos que los criminales han inventado para
lograr escaparse al mundo libre.
Yo estaba desconcertado. Petya, a
quien le gustaban los artilugios mecánicos, se entretenía manipulando con un cortaplumas
los muelles de su reloj sin parar de reírse entre dientes. Su madre cosía y de cuando
en cuando me acercaba una tostada o la mermelada para que comiera. Martin, con los
cinco dedos de la mano en su desaliñada barba, se me había quedado mirando pensativo
y de repente cambió de expresión como si se hubiera liberado de una carga. Dio una
palmada en la mesa y se volvió a su hijo. “Ya no aguanto más, Petya, le tengo que
contar todo o reviento”. Petya asintió en silencio. La mujer de Martin se levantó
para ir a la cocina. “Eres un chismoso, todo lo cuentas”, dijo moviendo la cabeza
indulgentemente. Martin me puso la mano en el hombro, y me dio tal sacudida que,
si yo hubiera sido un manzano en un jardín, las manzanas habrían empezado a caer
literalmente por mi cuerpo, y luego se me quedó mirando fijo a los ojos. “Te lo
advierto –dijo–. Te voy a contar un secreto tan increíble, tan secreto… que no sé
qué hacer. Para que lo entiendas, ¡ni una palabra a nadie! ¿Comprendes?”.
E, inclinándose hasta casi tocarme,
bañándome en el aroma de tabaco y en su propio olor acre de viejo, Martin me contó
una historia verdaderamente extraordinaria.
–Sucedió –empezó Martin– poco tiempo
después de que te fueras. Entró un cliente. Obviamente, no se había percatado del
cartel del escaparate, porque se dirigió a mí en alemán. Y permíteme que subraye
esto: si hubiera observado el cartel no habría entrado en la modesta tienda de un
emigrante. Inmediatamente me di cuenta de que era ruso por su pronunciación. La
cara, además, era la de un ruso. Como es natural me lancé a hablar en ruso, le pregunté
qué tipo de tabaco quería, de qué precio. Me respondió con una mirada de sorpresa
molesta: “¿Qué le lleva a pensar que soy ruso?”. Le di una contestación amabilísima,
según recuerdo, y me puse a contar sus cigarros. En ese momento entró Petya. Cuando
vio a mi cliente dijo con la más absoluta calma: “Qué encuentro más agradable”.
Y entonces mi Petya se acercó hasta él y le dio un puñetazo en la cara. El otro
se quedó helado. Como muy bien me explicó Petya más tarde, lo que ocurrió no fue
únicamente un puñetazo de esos en que la víctima se derrumba en el suelo, sino un
golpe muy especial: parece que Petya le había propinado un golpe de efecto retardado,
y el hombre perdió el conocimiento sin llegar a caerse. Y parecía que se hubiera
quedado dormido de pie. Y entonces, muy despacio empezó a tambalearse y a caerse
despacio, de espaldas, como si fuera una torre. Y Petya se puso entonces detrás
y lo recogió por las axilas en su caída. Todo fue bastante inesperado. Petya dijo:
“Échame una mano, papá”. Yo le pregunté si sabía lo que estaba haciendo. Petya se
limitaba a repetir: “Échame una mano”. Conozco muy bien a mi Petya. Con él no sirven
los rodeos y también sé que tiene los pies en el suelo, que medita sus actos, y
que no deja inconsciente a la gente por una nimiedad. Arrastramos al inconsciente
fuera de la tienda y a través del pasillo hasta el cuarto de Petya. Y justo al llegar
allí, oí un timbre. Alguien acababa de entrar en la tienda. Tuvimos suerte, desde
luego, de que no hubiera ocurrido un minuto antes. Volví a la tienda, despaché la
venta, y a continuación, afortunadamente, llegó mi mujer con la compra e inmediatamente
la dejé en el mostrador al cuidado de la tienda, mientras que yo, sin mediar palabra,
fui a todo gas hasta la habitación de Petya. Aquel hombre estaba tendido en el suelo
con los ojos cerrados, mientras que Petya, sentado a su mesa, examinaba pensativamente
algunos objetos, como una gran purera de piel, media docena de postales obscenas,
un billetero, un pasaporte, y un revólver viejo pero aparentemente en buen uso.
Y me lo explicó todo al instante: como te habrás imaginado, esos objetos procedían
de los bolsillos de aquel hombre, y el hombre no era otro sino el diplomático –recordarás
la historia de Petya– que hizo aquel comentario acerca de la Basura Blanca, ¡sí,
sí, el mismo! Y, a juzgar por alguno de los documentos que llevaba, era de la policía
política, si no me equivoco. “Bien hecho –le dije a Petya–, le has partido la cara
a un tipo. No entro en que lo mereciese o no, pero, por favor, explícame qué es
lo que piensas hacer ahora. Evidentemente, no has pensado para nada en tu tía de
Moscú”. “Sí que lo he hecho –dijo Petya–. Tenemos que pensar algo”.
Y lo hicimos. Primero lo amarramos
con una gruesa cuerda y le metimos una toalla en la boca. Mientras estábamos ocupados
con él, volvió en sí y abrió un ojo. Al examinarlo de cerca, déjame decirte, aquel
tipo resultó ser no sólo estúpido sino también repulsivo, con una especie de sarna
en la frente y en el bigote, y una nariz bulbosa. Lo dejamos tumbado en el suelo
y Petya y yo nos instalamos a su lado cómodamente y comenzamos nuestra propia encuesta
judicial. Discutimos durante un buen rato. Nos preocupaba no tanto el insulto en
sí –no era más que una nadería, desde luego–, sino su profesión, por llamarlo de
alguna manera, y todas las actividades que había llevado a cabo en Rusia. Al acusado
se le concedió la última palabra. Cuando liberamos su boca quitándole la toalla,
dio una especie de gemido, tuvo unas náuseas, pero no dijo nada salvo: “Ya verán,
esperen y verán…” Volvimos a liarle la toalla y la sesión continuó. Al principio
los votos estaban divididos. Petya pedía la pena de muerte. Yo pensaba que merecía
la muerte, pero propuse conmutar la pena por la de prisión perpetua. Petya lo meditó
y accedió. Yo añadí que, aunque ciertamente había cometido una serie de crímenes,
no teníamos medio de probarlos; que su profesión en sí misma constituía un crimen;
que nuestro deber se limitaba a asegurar que de ahora en adelante fuera inofensivo,
nada más. Y ahora escucha el resto.
Tenemos un baño al final del pasillo.
Un cuarto pequeño y oscuro, muy oscuro, con una bañera de hierro esmaltado. El agua
se pone en huelga con cierta frecuencia. De vez en cuando aparece una cucaracha.
El cuarto es tan oscuro porque la ventana es muy estrecha y está colocada justo
debajo del techo, y además, precisamente enfrente de la ventana, a unos tres pies
más o menos, hay un sólido muro de ladrillo. Y fue precisamente en aquel agujero
donde decidimos meter al prisionero. Fue idea de Petya, sí, sí, de Petya, hay que
dar al César lo que es del César. En primer lugar, como es natural, había que preparar
la celda. Empezamos arrastrando al prisionero hasta el pasillo para tenerlo vigilado
mientras trabajábamos. Y, en ese momento, mi mujer, que acababa de cerrar la tienda
porque ya era de noche y se dirigía a la cocina, nos vio. Se quedó estupefacta,
indignada incluso, pero luego entendió nuestras razones. Buena chica. Petya empezó
por desmembrar una mesa muy sólida que teníamos en la cocina, le rompió las patas
y la tabla resultante la clavó en la ventana del baño, tapando el vano por completo.
Luego desatornilló los grifos, quitó el calentador cilíndrico de agua, y colocó
un colchón en el suelo del baño. Ni que decir tiene que al día siguiente añadimos
toda suerte de mejoras: cambiamos la cerradura, instalamos un cerrojo de seguridad,
reforzamos la tabla de la madera con metal, y todo ello, desde luego, sin hacer
demasiado ruido. Como sabes, no tenemos vecinos, pero, con todo, era menester actuar
con prudencia. El resultado fue una auténtica celda de cárcel, y allí metimos al
tipo de la policía política. Desatamos la cuerda, le quitamos la toalla, le advertimos
que si empezaba a gritar, volveríamos a amarrarlo y a amordazarlo, y mucho tiempo;
y entonces, satisfechos de que hubiera entendido para quién era el colchón que estaba
colocado en la bañera, cerramos la puerta con llave, y, por turnos, hicimos guardia
toda la noche.
Ese momento marcó el principio de
una nueva vida para nosotros. Yo ya no era simplemente Martin Martinich, sino Martin
Martinich, director de prisiones. Al principio, el preso estaba tan extrañado de
lo que había ocurrido que su comportamiento era sumiso. Pronto, sin embargo, volvió
a su estado normal, y cuando le llevábamos la comida, se entregaba a un huracán
de palabras soeces. No puedo repetir las obscenidades de ese hombre; me limitaré
a decir que puso a mi pobre difunta madre en las más increíbles situaciones. Yo
estaba decidido a dejarle bien clara la naturaleza de su estatus legal. Le expliqué
que permanecería en prisión hasta el final de sus días; que si yo moría primero,
lo dejaría en herencia a Petya; y que, a su vez, mi hijo, lo transmitiría, como
parte de su patrimonio, a mi futuro nieto y así en adelante, convirtiéndolo en una
especie de tradición familiar. Una joya de familia. Mencioné de pasada que, en la
improbable eventualidad de que tuviéramos que mudarnos a otro piso distinto en Berlín,
él sería atado, colocado en un baúl especial, y transportado con nosotros y nuestra
mudanza con toda naturalidad. Y seguí explicándole que sólo conseguiría la amnistía
si se daba una única condición. A saber, que sería liberado el día que explotara
la burbuja bolchevique. Finalmente le prometí que lo alimentaríamos bien, mucho
mejor que cuando, en mis tiempos, me vi encerrado por la Cheka, y que, como privilegio
especial, recibiría libros. Y, en verdad, que éste es el día en que todavía estamos
esperando que se queje de la comida. Es verdad que, al principio, Petya sugirió
que le diéramos cucarachas secas, pero, por mucho que buscamos, ese pez soviético
era inexistente en Berlín. Nos vimos obligados a servirle comida burguesa. A las
ocho en punto de la mañana Petya y yo entramos y dejamos junto a su bañera un plato
de sopa caliente con carne y una hogaza de pan gris. Al mismo tiempo retiramos el
orinal, un aparato de lo más inteligente que adquirimos sólo para él. A las tres
recibe una taza de té, a las siete más sopa. El sistema alimenticio está copiado
del que utilizan en las mejores cárceles europeas.
Los libros constituyeron más problema.
Tuvimos conciliábulo familiar y para empezar seleccionamos tres títulos, Prince
Serebryaniy, las Fábulas de Krilov y La vuelta al mundo en ochenta
días. Nos anunció que no estaba dispuesto a leer semejantes panfletos del “Ejército
Blanco”, pero le dejamos los libros, y todo nos hace pensar que los ha leído con
placer.
Tenía un humor cambiante. Los primeros
días estuvo bastante tranquilo. Era evidente que estaba preparando algo. Quizá pensó
que la policía iba a empezar a buscarlo. Comprobamos los periódicos, pero no decían
ni una sola palabra del desaparecido agente de la Cheka. Con toda probabilidad,
los otros diplomáticos habían decidido que el hombre había desertado, sencillamente,
y habían preferido enterrar el asunto. A este periodo de contemplación corresponde
un intento de fuga o, al menos, de comunicarse con el mundo exterior. Se esforzaba
por caminar en la celda, probablemente se encaramó a la ventana tratando de abrir
las lajas de madera, asimismo probó a hacerse oír con todo tipo de golpes, pero
lo amenazamos y los golpes cesaron. Y en una ocasión, en que Petya estaba solo con
él, lo atacó. Petya lo agarró con un dulce abrazo de oso y lo volvió a sentar en
la bañera. Después de este suceso pasó por otra fase, se volvió muy dócil, incluso
llegó a contar algún chiste alguna vez, y finalmente, intentó comprarnos. Cuando
vio que esto tampoco funcionaba, empezó a quejarse, y luego volvió de nuevo a despotricar
con todo tipo de juramentos peores que los anteriores. En estos momentos atraviesa
una fase de sumisión taciturna, que, me temo, no presagia nada bueno.
Lo sacamos a pasear por el pasillo
todos los días, y dos veces por semana le dejamos tomar el aire junto a una ventana
abierta; como es natural, tomamos todas las precauciones necesarias para impedir
que se ponga a gritar. Los sábados toma un baño. Nosotros nos tenemos que lavar
en la cocina. Los domingos le doy unas pequeñas charlas y le dejo fumar tres cigarros,
en mi presencia, desde luego. ¿Y sobre qué versan estas charlas? Hay de todo. Sobre
Pushkin, por ejemplo, o sobre la antigua Grecia. Sólo está prohibido un tema: la
política. Está privado de todo aquello que suene a política. Como si la política
no existiera sobre la faz de la tierra. ¿Y sabes una cosa? Desde que tengo en prisión
a un agente soviético, desde que he hecho un acto de servicio a la Madre Patria,
soy, sencillamente, un hombre diferente. Libre, desenvuelto y feliz. Y los negocios
han mejorado, así que tampoco tengo demasiados problemas para mantenerlo. Me cuesta
veinte marcos al mes, contando la factura de la electricidad: ese agujero está completamente
a oscuras, así que desde las ocho de la mañana a las ocho de la tarde tiene una
bombilla de pocos vatios encendida.
Y me preguntarás, ¿de dónde sale
un individuo así, cuál es su entorno? Bueno, cómo te diría yo… Tiene veinte años,
es un campesino, con toda probabilidad ni siquiera acabó sus años de escuela, es
lo que se denomina un “comunista honesto”, sólo ha estudiado, por así decir, el
catecismo político, ese que convierte a los bobos en alcornoques, como decimos tú
y yo, eso es todo lo que sé. Si quieres te lo enseño, pero acuérdate, ¡ni una palabra!
Martin salió al pasillo. Petya y yo le seguimos. El
viejo en su chaqueta cómoda de estar por casa parecía un funcionario de prisiones
de verdad. Sacó las llaves y había un cierto aire profesional en su modo de insertarlas
en la cerradura. La cerradura crujió dos veces y Martin abrió la puerta de un golpe.
Lejos de ser un agujero oscuro y mal iluminado, era un baño espacioso, espléndido,
del tipo que se encuentra en las cómodas pensiones alemanas. La luz eléctrica, brillante
pero, sin embargo, agradable, lucía tras una pantalla alegre y llena de adornos.
Un espejo brillaba a la izquierda. En la mesilla junto a la bañera había unos cuantos
libros, una naranja pelada en un plato lustroso, y una botella de cerveza sin abrir.
En la bañera blanca, en un colchón cubierto con una sábana limpia, con una gran
almohada detrás de la cabeza, se tumbaba un tipo bien alimentado, con los ojos bien
vivos, una barba bastante larga, con una bata (un regalo del amo) y en zapatillas
cómodas y suaves.
–Bueno, ¿qué me dices ahora? –me
preguntó Martin.
La escena me pareció cómica y no
supe qué contestar.
–Ahí es donde solía estar la ventana
–me indicó Martin con el dedo.
Efectivamente, la ventana estaba
condenada y perfectamente tapiada con maderas.
El prisionero bostezó y se volvió
hacia la pared. Nosotros salimos. Martin acarició la cerradura con una sonrisa.
–Pocas probabilidades tiene de escaparse
–dijo, y añadió a continuación–: Tengo curiosidad por saber, sin embargo, cuántos
años va a tener que pasar ahí encerrado…
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