John Hawkes
La
pintura comenzó a irse, burbujeando un poco en el sol y luego, el verano
siguiente y el siguiente después de ese, resquebrajándose y evaporándose y
desconchándose en largos flecos ondulados como piel muerta. Había una sola capa
cuando la compraron. Y luego fueron las tablas, encogiéndose cada año, gemido
tras gemido, cada una separándose de la que tenía debajo como el labio de los
dientes, y pasando del blanco al gris al negro arrugado y poroso, puesto que la
pintura había desaparecido hacía tiempo y la madera era sólo pino y los
inviernos estaban llenos de ventarrones y las primaveras eran húmedas, los
veranos calientes. Las cabezas de pescado se acumularon detrás y comenzaron a
oler, se partieron, se quedaron en el hueso. La chimenea se derrumbó. La hierba
se convirtió en maleza. Los retorcidos árboles comenzaron a dar sólo manzanas
muertas al nacer, fetos frutales rojo nuez tan pequeños y duros como el nudillo
de su pulgar trunco. Y adentro el linóleo se abrió por las junturas y se
retorció, rehuyó las combadas paredes, se alzó en flecos escamosos, y la nieve
se escurrió entre las tablas, y los jirones de tela volaron por entre los rotos
paneles de cristal y sopló el viento, las lámparas de petróleo ennegrecieron y
se debilitaron, se formó escarcha alrededor del espejo roto. Llovió. Los
vientos rugieron desde el mar y arrancaron las tejas del techo como dientes
podridos. La estufa comenzó a oler a orina. Los árboles murieron. Y entonces
una noche, cuando ella estaba arrodillada tratando de meter papel bajo la
puerta combada y buscaba en la oscuridad la lata de combustible, él encontró no
el queroseno para mantener el fuego sino la gasolina para comenzarlo, y abrió
la puerta del horno y arrojó la gasolina al carbón crepitante. Hubo sólo veinte
años entre sus primeros pasos en la casa y las flamas finales.
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