martes, 16 de enero de 2024

Fuego de isla

John Hawkes

 

La pintura comenzó a irse, burbujeando un poco en el sol y luego, el verano siguiente y el siguiente después de ese, resquebrajándose y evaporándose y desconchándose en largos flecos ondulados como piel muerta. Había una sola capa cuando la compraron. Y luego fueron las tablas, encogiéndose cada año, gemido tras gemido, cada una separándose de la que tenía debajo como el labio de los dientes, y pasando del blanco al gris al negro arrugado y poroso, puesto que la pintura había desaparecido hacía tiempo y la madera era sólo pino y los inviernos estaban llenos de ventarrones y las primaveras eran húmedas, los veranos calientes. Las cabezas de pescado se acumularon detrás y comenzaron a oler, se partieron, se quedaron en el hueso. La chimenea se derrumbó. La hierba se convirtió en maleza. Los retorcidos árboles comenzaron a dar sólo manzanas muertas al nacer, fetos frutales rojo nuez tan pequeños y duros como el nudillo de su pulgar trunco. Y adentro el linóleo se abrió por las junturas y se retorció, rehuyó las combadas paredes, se alzó en flecos escamosos, y la nieve se escurrió entre las tablas, y los jirones de tela volaron por entre los rotos paneles de cristal y sopló el viento, las lámparas de petróleo ennegrecieron y se debilitaron, se formó escarcha alrededor del espejo roto. Llovió. Los vientos rugieron desde el mar y arrancaron las tejas del techo como dientes podridos. La estufa comenzó a oler a orina. Los árboles murieron. Y entonces una noche, cuando ella estaba arrodillada tratando de meter papel bajo la puerta combada y buscaba en la oscuridad la lata de combustible, él encontró no el queroseno para mantener el fuego sino la gasolina para comenzarlo, y abrió la puerta del horno y arrojó la gasolina al carbón crepitante. Hubo sólo veinte años entre sus primeros pasos en la casa y las flamas finales.

 

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