Ángel Olgoso
Acodado en una mesita exterior del café
Madagascar, sorbo el contenido de mi taza y contemplo a los transeúntes,
estudiándolos como quien pesca con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy
despacio las nubes. Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que
lleva de la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de su
bracito, lo suficiente como para impedir que avance con naturalidad. Parece
asustada. El contacto de aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni
responde a la bendición del amor, remite por el contrario a la vorágine de
peligros que se extiende más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me
sobrecogen. Y su efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción –repugnante
en el más genuino sentido de la palabra– de algo como una langosta, una más
entre las langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los
observo mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo
sonidos de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de
oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.
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