Ursula K. LeGuin
Los
mensajes llegaban, pensó Johanna, generalmente años más tarde, o muchos años
antes de que uno pudiera descifrar su código o incluso aprender su lenguaje.
Sin embargo lo hacían con una frecuencia cada vez mayor y eran tan urgentes –exigiéndole
que los leyera e hiciera algo– que se vio obligada a esconderse de ellos.
Alquiló, durante el mes de enero, una casa pequeña sin teléfono en una
población costera que no tenía servicio postal. Había estado allí varias veces
en el verano; el invierno, tal como esperaba, era aún más tranquilo. Podía
pasarse un día entero sin escuchar o pronunciar palabra. No compraba el
periódico ni encendía la televisión, y la mañana en que consideró necesario
buscar algunas noticias en la radio, encontró un programa desde Astoria, en
finlandés. Pero los mensajes seguían llegando. Había palabras por todas partes.
La ropa con letras en realidad no era un
problema. Recordó el primer vestido estampado que años atrás había visto; un
auténtico vestido impreso con tipografía en el diseño –verde sobre blanco,
maletas, hibiscos y los nombres Riviera y Capri y París
repetidos como manchas desde la costura del hombro hasta el dobladillo, algunas
veces bien colocados y otras al revés–. En aquel entonces, como dijo la
vendedora, eso era poco común. Hoy día era difícil encontrar camisetas que no
incitaran a la acción política o que no citaran ampliamente a un físico muerto
o por lo menos mencionaran el poblado donde se vendían. Había tenido que
vérselas con aquella ropa y hasta ponérsela. Pero muchas cosas empezaban a
volverse legibles.
Años antes había notado que las líneas de
espuma que dejaban las olas después de una tormenta eran como curvas parecidas
a la escritura: líneas en cursiva, interrumpidas por espacios, a manera de
palabras. Pero no fue sino hasta que estuvo sola más de quince días, caminando
varias veces a Wreck Point y de regreso, cuando descubrió que podía leer la
escritura. Era un día sereno, casi sin viento, así que caminó despacio,
deambulando entre las líneas de la espuma y la orilla del agua donde la arena
reflejaba el cielo. A veces una ola invernal silenciosa que se impulsaba hacia
la costa, la llevaba a ella también, junto con algunas gaviotas, a la arena
seca; luego, al retroceder la ola, ella y las gaviotas la seguían de nuevo. No
había otra alma en la extensa playa. La arena era tan firme y uniforme como las
hojas castañas de un cuaderno de dibujo donde una ola reciente había dejado su
complicada serie de curvas y ápices de espuma. Los listones y las ondas y las
franjas blancas se parecían tanto a la escritura en gris, que se detuvo como
solía hacerlo –casi sin deseos– a leer lo que la gente garabateaba sobre la
arena en el verano. Generalmente cosas como “Jason + Karen” o pares de
iniciales dentro de un corazón; una ocasión, misteriosa y memorable,
aparecieron tres iniciales y las fechas 1973-1984, la única inscripción que
hablaba de una promesa no cumplida sino rota. Esos once años podrían haber sido
cualquier cosa: ¿la duración de un matrimonio?, ¿la vida de un niño? Pero
cuando regresaba al sitio donde había estado y subía la marea, desaparecían
esos años, las letras y los números. Entonces se preguntaba si la persona que
los había escrito lo había hecho para borrarlos. Sin embargo las palabras de
espuma en la arena café habían sido escritas por el mismo mar que las borraba.
Si lograba leerlas quizá le pudieran transmitir un saber mucho más profundo y
amargo del que pudiera atesorar. ¿Realmente deseo saber lo que el mar escribe? –pensó–,
pero al mismo tiempo ya estaba leyendo la espuma, la cual aunque en burbujas un
tanto cuneiformes, más que las letras de alfabeto alguno, era perfectamente
legible cuando pasaba a lo largo de ella. “Sí –se leía– ese hes hetu tokye to’
ossusess ekyes. Seham hute’ u”. (Más tarde, al escribirlo, utilizó el apóstrofo
para representar una especie de alto o clic parecido al último sonido en “¡Sí!”)
Conforme lo leía de nuevo, retrocediendo unos cuantos metros, aún decía lo
mismo, así que caminó de un lado a otro para memorizarlo. Cuando se reventaron
las burbujas y las manchas se encogieron, se modificó un poco la lectura: “Sí,
e hes etu kye to’ ossusess kye, ham te u”. No sintió que éste fuera un cambio
significativo sino una simple pérdida, y conservó el texto original en la
mente. El agua de la espuma se absorbió en la arena y las burbujas se secaron,
disminuyendo las marcas y las líneas hasta convertirse en un pálido bordado de
puntos y fragmentos casi ilegibles. Algo tan semejante a un lujoso encaje, que
se preguntó si uno también podría leer el encaje o el crochet.
Cuando llegó a casa escribió las palabras
de la espuma con el fin de no repetirlas más que para recordarlas; luego
observó el mantel de encaje Quaker, hecho a máquina, sobre la pequeña
mesa redonda del comedor. Como era de esperarse, no era difícil sino más bien
aburrido leerlo. Descifró la primera línea del borde como un interminable “pith
wot pith wot pith wot”, y un “dub” cada treinta puntadas, allí donde el patrón
se interrumpía.
Pero el cuello de encaje que había
escogido en una tienda de ropa de saldos en Portland era algo muy distinto.
Estaba hecho a mano, escrito a mano. La letra era pequeña y muy pareja, como la
escritura spenceriana que le enseñaron en primero de primaria hacía cincuenta
años, ornamentada y sorprendentemente fácil de leer. “Mi alma debe partir”,
decía el borde cincuenta veces. “Mi alma debe partir, mi alma debe partir”,
mientras el frágil tejido interior decía “hermana, hermana, hermana, enciende
la luz”. Ella no supo qué hacer, ni cómo hacerlo.
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