Ángel Olgoso
Volvía del trabajo, al anochecer, cansado, casi
enfebrecido, cuando se me ocurrió que me gustaría ser un animalillo silvestre,
que sabría administrar esa vida simple, limpia de la confusión y el alboroto de
las preocupaciones, que podría acomodar con facilidad mi conciencia a ese
estado ideal. Como una bendición, alguien, lejos de escamotear mi deseo, me dio
la forma de una criatura peluda y diminuta y me soltó en el bosque. Era, como
vi después, una vida descorazonadora: no sentía interés por otra cosa que no
fuera acarrear alimentos, avariciosa e infatigablemente, hasta mi agujero al
pie del tronco de un árbol podrido; los límites de cada territorio
desencadenaban continuos litigios entre los habitantes de la fronda; las voces
de los pájaros me ensordecían; los parásitos habían invadido mi pelambre; los
apareamientos resultaban tan gravosos como los espulgos; y mis ojos revolaban
de pánico en sus órbitas cada vez que presentía a los rapaces. Aquel
desconsuelo, por fortuna, no duró demasiado. Un día se acercó con sigilo un
trozo de oscuridad y, aunque husmeé su hedor a distancia y oí luego las pisadas
y los furiosos ladridos, apenas tuve tiempo de entrever sus dientes cerrándose
sobre mí.
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