Francisco Ayala
Después de haber pretendido
inútilmente en la Corte, el Indio González Lobo –que llegara a España hacia finales
de 1679 en la flota de galeones con cuya carga de oro se celebraron las bodas del
rey– hubo de retirarse a vivir en la ciudad de Mérida, donde tenía casa una hermana
de su padre. Nunca más salió ya de Mérida González Lobo. Acogido con regocijo por
su tía doña Luisa Álvarez, que había quedado sola al enviudar poco antes, la sirvió
en la administración de una pequeña hacienda, de la que, pasados los años, vendría
a ser heredero. Ahí consumió, pues, el resto de su vida. Pasaba el tiempo entre
las labranzas y sus devociones, y, por las noches, escribía. Escribió, junto a otros
muchos papeles, una larga relación de su vida, donde, a la vuelta de mil prolijidades,
cuenta cómo llegó a presencia del Hechizado. A este escrito se refiere la presente
noticia.
No
se trata del borrador de un memorial, ni cosa semejante: no parece destinado a fundar
o apoyar petición ninguna. Diríase más bien que es un relato del desengaño de sus
pretensiones. Lo compuso, sin duda, para distraer las veladas de una vejez toda
vuelta hacia el pesado, confinada entre los muros del recuerdo, a una edad en que
ya no podían despertar emoción, ni siquiera curiosidad, los ecos –que, por lo demás,
llegarían a su oído muy amortiguados– de la guerra civil donde, muerto el desventurado
Carlos, se estaba disputando por entonces su corona.
Alguna
vez habrá de publicarse el notable manuscrito; yo daría aquí íntegro su texto si
no fuera tan extenso como es, y tan desigual en sus partes: está sobrecargado de
datos enojosos sobre el comercio de Indias, con apreciaciones críticas que quizá
puedan interesar hoy a historiadores y economistas; otorga unas proporciones desmesuradas
a un parangón –por otra parte, fuera de propósito– entre los cultivos del Perú y
el estado de la agricultura en Andalucía y Extremadura; abunda en detalles triviales;
se detiene en increíbles minucias y se complace en considerar lo más nimio, mientras
deja a veces pasar por alto, en una descuidada alusión, la atrocidad de que le ha
llegado noticia o la grandeza admirable. En todo caso, no parecía discreto dar a
la imprenta un escrito tan disforme sin retocarlo algo, y aliviarlo de tantas impertinentes
excrecencias como en él viene a hacer penosa e ingrata la lectura.
Es
digno de advertir que, concluida ésta a costa de no poco esfuerzo, queda en el lector
la sensación de que algo le hubiera sido escamoteado; y ello, a pesar de tanto y
tan insistido detalle. Otras personas que conocen el texto han corroborado esa impresión
mía; y hasta un amigo a quien proporcioné los datos acerca del manuscrito, interesándolo
en su estudio, después de darme gracias, añadía en su carta: “Más de una vez, al
pasar una hoja y levantar la cabeza, he creído ver al fondo, en la penumbra del
Archivo, la mirada negrísima de González Lobo disimulando su burla en el parpadeo
de sus ojos entreabiertos”. Lo cierto es que el escrito resulta desconcertante en
demasía, y está cuajado de problemas. Por ejemplo: ¿a qué intención obedece?, ¿para
qué fue escrito? Puede aceptarse que no tuviera otro fin sino divertir la soledad
de un anciano reducido al solo pasto de los recuerdos. Pero ¿cómo explicar que,
al cabo de tantas vueltas, no se diga en él en qué consistía a punto fijo la pretensión
de gracia que su autor llevó a la Corte, ni cuál era su fundamento?
Más
aun: supuesto que este fundamento no podía venirle sino en méritos de su padre,
resulta asombroso el hecho de que no lo mencione siquiera una vez en el curso de
su relación. Cabe la conjetura de que González Lobo fuera huérfano desde muy temprana
edad y, siendo así, no tuviera gran cosa que recordar de él; pero es lo cierto que
hasta su nombre omite –mientras, en cambio, nos abruma con obsesiones sobre el clima
y la flora, nos cansa inventariando las riquezas reunidas en la iglesia catedral
de Sigüenza… Sea como quiera, las noticias anteriores al viaje que respecto de sí
mismo consigna son sumarias en extremo, y siempre aportadas por vía incidental.
Sabemos del clérigo por cuyas manos recibiera sacramentos y castigos, con ocasión
de un episodio aducido para escarmiento de la juventud: pues cuenta que, exasperado
el buen fraile ante la obstinación con que su pupilo oponía un callar terco a sus
reprimendas, arrojó los libros al suelo y, haciéndole la cruz, lo dejó a solas con
Plutarco y Virgilio. Todo esto, referido en disculpa, o mejor, como lamentación
moralizante por las deficiencias de estilo que sin duda habían de afear su prosa.
Pero
no es ésa la única cosa inexplicable en un relato tan recargado de explicaciones
ociosas. Junto a problemas de tanto bulto, se descubren otros más sutiles. Lo trabajoso
y dilatado del viaje, la demora creciente de sus etapas conforme iba acercándose
a la Corte (sólo en Sevilla permaneció el Indio González más de tres años, sin que
sus memorias ofrezcan justificación de tan prolongada permanencia en una ciudad
donde nada hubiera debido retenerle), contrasta, creando un pequeño enigma, con
la prontitud en desistir de sus pretensiones y retirarse de Madrid, no bien hubo
visto al rey. Y como éste otros muchos.
El
relato se abre con el comienzo del viaje, para concluir con la visita al rey Carlos
II en una cámara de palacio. “Su Majestad quiso mostrarme benevolencia –son sus
últimas frases–, y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomársela
saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando, y distrajo su Real
atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad, y me retiré
en respetuoso silencio”.
Silenciosa
es también la escena inicial del manuscrito, en que el Indio González se despide
de su madre. No hay explicaciones, ni lágrimas. Vemos las dos figuras destacándose
contra el cielo, sobre un paisaje de cumbres andinas, en las horas del amanecer.
González ha tenido que hacer un largo trayecto para llegar despuntando el día; y
ahora, madre e hijo caminan sin hablarse el uno al otro, hacia la iglesia, poco
más grande, poco menos pobre que las viviendas. Juntos oyen la misa. González vuelve
a emprender el descenso por las sendas cordilleranas…
Poco
más adelante, lo encontraremos en medio del ajetreo del puerto. Ahí su figura menuda
apenas se distingue en la confusión bulliciosa, entre las idas y venidas que se
enmarañan alrededor suyo. Está parado, aguardando, entretenido en mirar la preparación
de la flota, frente al océano que rebrilla y enceguece. A su lado, en el suelo,
tiene un pequeño cofre. Todo gira alrededor de su paciente espera: marineros, funcionarios,
cargadores, soldados; gritos, órdenes, golpes. Dos horas lleva quieto en el mismo
sitio el Indio González Lobo, y otras dos o tres pasarán todavía antes de que las
patas innumerables de la primera galera comiencen a moverse a compás, arrastrando
su panza sobre el agua espesa del puerto. Luego, embarcará con su cofre. –Del dilatado
viaje, sólo esta sucinta referencia contienen sus memorias: La travesía fue feliz.
Pero,
a falta de incidentes que consignar, y quizá por efecto de expectativas inquietantes
que no llegaron a cumplirse, llena de folios y folios a propósito de los inconvenientes,
riesgos y daños de los muchos filibusteros que infestan los mares, y de los remedios
que podrían ponerse en evitación del quebranto que por causa de ellos sufren los
intereses de la Corona. Quien lo lea, no pensará que escribe un viajero, sino un
político, tal vez un arbitrista: son lucubraciones mejor o peor fundadas, y de cuya
originalidad habría mucho que decir. En ellas se pierde; se disuelve en generalidades.
Y ya no volvemos a encontrarlo hasta Sevilla.
En
Sevilla lo vemos resurgir de entre un laberinto de consideraciones morales, económicas
y administrativas, siguiendo a un negro que le lleva al hombro su cofre y que, a
través de un laberinto de callejuelas, lo guía en busca de posada. Ha dejado atrás
el navío de donde desembarcara. Todavía queda ahí, contoneándose en el río; ahí
pueden verse, bien cercanos, sus palos empavesados. Pero entre González Lobo, que
ahora sigue al negro con su cofre, y la embarcación que le trajo de América, se
encuentra la Aduana. En todo el escrito no hay una sola expresión vehemente, un
ademán de impaciencia o una inflexión quejumbrosa: nada turba el curso impasible
del relato, pero quien ha llegado a familiarizarse con su estilo, y tiene bien pulsada
esa prosa, y aprendió a sentir el latido disimulado bajo la retórica entonces en
uso, puede descubrir en sus consideraciones sobre un mejor arreglo del comercio
de Indias y acerca de algunas normas de buen gobierno cuya implantación acaso fuera
recomendable, todo el cansancio de interminables tramitaciones, capaces de exasperar
a quien no tuviera tan fino temple.
Excedería
a la intención de estos apuntes, destinados a dar noticia del curioso manuscrito,
el ofrecer un resumen completo de su contenido. Día llegará en que pueda editarse
con el cuidado erudito a que es acreedor, anotado en debida forma, y precedido de
un estudio filológico donde se discutan y diluciden las muchas cuestiones que su
estilo suscita. Pues ya a primera vista se advierte que, tanto la prosa como las
ideas de su autor, son anacrónicas para su fecha; y hasta creo que podrían distinguirse
en ellas ocurrencias, giros y reacciones correspondientes a dos, y quién sabe si
a más estratos; en suma, a las actitudes y maneras de diversas generaciones, incluso
anteriores a la suya propia –lo que sería por demás explicable dadas las circunstancias
personales de González Lobo. Al mismo tiempo, y tal como suele ocurrir, esa mezcla
arroja resultados que recuerdan la sensibilidad actual.
Tal
estudio se encuentra por hacer; y sin su guía no parece aconsejable la publicación
de semejante libro, que necesitaría también ir precedido de un cuadro geográfico-cronológico
donde quedara trazado el itinerario del viaje –tarea ésta no liviana, si se considera
cuánta es la confusión y el desorden con que en sus páginas se entreveran los datos,
se alteran las fechas, se vuelve sobre lo andado, se mezcla lo visto con lo oído,
lo remoto con lo presente, el acontecimiento con el juicio, y la opinión propia
con la ajena.
De
momento, quiero limitarme a anticipar esta noticia bibliográfica, llamando de nuevo
la atención sobre el problema central que la obra plantea: a saber, cuál sea el
verdadero propósito de un viaje cuyas motivaciones quedan muy oscuras, si no oscurecidas
a caso hecho, y en qué relación puede hallarse aquel propósito con la ulterior redacción
de la memoria. Confieso que, preocupado con ello, he barajado varias hipótesis,
pronto desechadas, no obstante, como insatisfactorias. Después de darle muchas vueltas,
me pareció demasiado fantástico y muy mal fundado el supuesto de que el Indio González
Lobo ocultara una identidad por la que se sintiera llamado a algún alto destino,
como descendiente, por ejemplo, de quién sabe qué estirpe nobilísima. En el fondo,
esto no aclararía apenas nada. También se me ocurrió pensar si su obra no sería
una mera invención literaria, calculada con todo esmero en su aparente desaliño
para simbolizar el desigual e imprevisible curso de la vida humana, moralizando
implícitamente sobre la vanidad de todos los afanes en que se consume la existencia.
Durante algunas semanas me aferré con entusiasmo a esta interpretación, por la que
el protagonista podía incluso ser un personaje imaginario; pero a fin de cuentas
tuve que resignarme a desecharla: es seguro que la conciencia literaria de la época
hubiera dado cauce muy distinto a semejante idea.
Mas
no es ahora la ocasión de extenderse en cuestiones tales, sino tan sólo de reseñar
el manuscrito y adelantar una apuntación ligera de su contenido.
Hay
un pasaje, un largo, interminable pasaje, en que González Lobo aparece perdido en
la maraña de la Corte. Describe con encarnizado rigor su recorrer el dédalo de pasillos
y antesalas, donde la esperanza se pierde y se le ven las vueltas al tiempo; se
ensaña en consignar cada una de sus gestiones, sin pasar por alto una sola pisada.
Hojas y más hojas están llenas de enojosas referencias y detalles que nada importan,
y que es difícil conjeturar a qué vienen. Hojas y más hojas, están llenas de párrafos
por el estilo de éste: “Pasé adelante, esta vez sin tropiezo, gracias a ser bien
conocido ya del jefe de la conserjería; pero al pie de la gran escalera que arranca
del zaguán –se está refiriendo al Palacio del Consejo de Indias, donde tuvieron
lugar muchas de sus gestiones–, encontré cambiada la guardia: tuve, pues, que explicar
ahí todo mi asunto como en días anteriores, y aguardar que subiera un paje en averiguación
de si me sería permitido el acceso. Mientras esperaba, me entretuve en mirar quiénes
recorrían las escaleras, arriba y abajo: caballeros y clérigos, que se saludaban
entre sí, que se separaban a conversar, o que avanzaban entre reverencias. No poco
tiempo tardó en volver mi buen paje con el recado de que sería recibido por el quinto
oficial de la Tercera Secretaría, competente para escuchar mi asunto. Subí tras
de un ordenanza, y tomé asiento en la antesala del señor oficial. Era la misma antesala
donde hube de aguardar el primer día, y me senté en el mismo banco donde ya entonces
había esperado más de hora y media. Tampoco esta vez prometía ser breve la espera;
corría el tiempo; vi abrirse y cerrarse la puerta veces infinitas, y varias de ellas
salir y entrar al propio oficial quinto, que pasaba por mi lado sin dar señales
de haberme visto, ceñudo y con la vista levantada. Acerquéme, en fin, cansado de
aguardar, al ordenanza de la puerta para recordarle mi caso. El buen hombre me recomendó
paciencia; pero, porque no la acabara de perder, quiso hacerme pasar de allí a poco,
y me dejó en el despacho mismo del señor oficial, que no tardaría mucho en volver
a su mesa. Mientras venía o no, estaba yo pensando si recordaría mi asunto, y si
acaso no volvería a remitirme con él, como la vez pasada, a la Secretaría de otra
Sección del Real Consejo. Había sobre la mesa un montón de legajos, y las paredes
de la pieza estaban cubiertas de estanterías, llenas también de carpetas. En el
testero de la sala, sobre el respaldo del sillón del señor oficial, se veía un grande
y no muy buen retrato del difunto rey don Felipe IV. En una silla, junto a la mesa,
otro montón de legajos esperaba su turno. Abierto, lleno de espesa tinta, el tintero
de estaño aguardaba también al señor oficial quinto de Secretaría… Pero aquella
mañana ya no me fue posible conversar con él, porque entró al fin muy alborotado
en busca de un expediente, y me rogó con toda cortesía que tuviera a bien excusarle,
que tenía que despachar con Su Señoría, y que no era libre de escucharme en aquel
momento”.
Incansablemente,
diluye su historia el Indio González en pormenores semejantes, sin perdonar día
ni hora, hasta el extremo de que, con frecuencia, repite por dos, tres, y aun más
veces, en casi iguales términos, el relato de gestiones idénticas, de manera tal
que sólo en la fecha se distinguen; y cuando el lector cree haber llegado al cabo
de una jornada penosísima, ve abrirse ante su fatiga otra análoga, que deberá recorrer
también paso a paso, y sin más resultado que alcanzar la siguiente. Bien hubiera
podido el autor excusar el trabajo, y dispensar de él a sus lectores, con sólo haber
consignado, si tanto importaba a su intención, el número de vistas que tuvo que
rendir a tal o cual oficina, y en qué fechas. ¿Por qué no lo hizo así? ¿Le procuraba
acaso algún raro placer el desarrollo del manuscrito bajo su pluma con un informe
crecimiento de tumor, sentir cómo aumentaba su volumen amenazando cubrir con la
longitud del relato la medida del tiempo efectivo a que se extiende? ¿Qué necesidad
teníamos, si no, de saber que eran cuarenta y seis los escalones de la escalera
del palacio del Santo Oficio, y cuántas ventanas se alineaban en cada una de sus
fachadas?
Quien
está cumpliendo con probidad la tarea que se impuso a sí propio: recorrer entero
el manuscrito, de arriba abajo, línea por línea y sin omitir un punto, experimenta
no ya un alivio, sino emoción verdadera, cuando, sobre la marcha, su curso inicia
un giro que nada parecía anunciar y que promete perspectivas nuevas a una atención
ya casi rendida al tedio. “Al otro día, domingo, me fui a confesar con el doctor
Curtius”, ha leído sin transición ninguna. La frase salta desde la lectura maquinal,
como un relumbre en la apagada, gris arena… Pero si el tierno temblor que irradia
esa palabra, confesión, alentó un momento la esperanza de que el relato se abriera
en vibraciones íntimas, es sólo para comprobar cómo, al contrario, la costra de
sus retorcidas premiosidades se autoriza ahora con el secreto del sacramento. Pródigo
siempre en detalles, el autor sigue guardando silencio sobre lo principal. Hemos
cambiado de escenario, pero no de actitud. Vemos avanzar la figura menuda de González
Lobo, que sube, despacio, por el centro de la amplísima escalinata, hacia el pórtico
de la iglesia; la vemos detenerse un momento, a su costado, para sacar una moneda
de su escarcela y socorrer a un mendigo. Más aún: se nos hace saber con exactitud
ociosa que se trata de un viejo paralítico y ciego, cuyos miembros se muestran agarrotados
en duros vendajes sin forma. Y todavía añade González una larga digresión, lamentándose
de no poseer medios bastantes para aliviar la miseria de los demás pobres instalados,
como una orla de podredumbre, a lo largo de las gradas…
Por
fin, la figura del Indio se pierde en la oquedad del atrio. Ha levantado la pesada
cortina; ha entrado en la nave, se ha inclinado hasta el suelo ante el altar mayor.
Luego se acerca al confesionario. En su proximidad, aguarda, arrodillado, a que
le llegue el turno. ¿Cuántas veces han pasado por entre las yemas de sus dedos las
cuentas de su rosario, cuando, por último, una mano blanca y gorda le hace señas
desde lo oscuro para que se acerque al Sagrado Tribunal? –González Lobo consigna
ese gesto fugaz de la mano blanqueando en la sombra; ha retenido igualmente a lo
largo de los años la impresión de ingrata dureza que causaron en su oído las inflexiones
teutónicas del confesor y, pasado el tiempo, se complace en consignarla también.
Pero eso es todo. “Le besé la mano, y me fui a oír la santa misa junto a una columna.”
Desconcierta
–desconcierta e irrita un poco– ver cómo, tras una reserva tan cerrada, se extiende
luego a ponderar la solemnidad de la misa: la pureza desgarradora de las voces juveniles
que, desde el coro, contestaban, “como si, abiertos los cielos, cantasen ángeles
la gloria del Resucitado”, a los graves latines del altar. Eso, las frases y cantos
litúrgicos, el brillo de la plata y del oro, la multitud de las luces, y las densas
volutas de incienso ascendiendo por delante del retablo, entre columnatas torneadas
y cubiertas de yedra, hacia las quebradas cupulillas, todo eso, no era entonces
novedad mayor que hoy, ni ocasión de particular noticia. Con dificultad nos convenceríamos
de que el autor no se ha detenido en ello para disimular la omisión de lo que personalmente
le concierne, para llenar mediante ese recurso el hiato entre su confesión –donde
sin duda alguna hubo de ingerirse un tema profano– y la vista que a la mañana siguiente
hizo, invocando el nombre del doctor Curtius, a la Residencia de la Compañía de
Jesús. “Tiré de la campanilla –dice, cuando nos ha llevado ante la puerta–, y la
oí sonar más cerca y más fuerte de lo que esperaba”.
Es,
de nuevo, la referencia escueta de un hecho nimio. Pero tras ella quiere adivinar
el lector, enervado ya, una escena cargada de tensión: vuelve a representarse la
figura, cetrina y enjuta, de González Lobo, que se acerca a la puerta de la Residencia
con su habitual parsimonia, con su triste, lentísimo continente impasible; que,
en llegando a ella, levanta despacio la mano hasta el pomo del llamador. Pero esa
mano, fina, larga, pausada, lo agarra y tira de él con una contracción violenta,
y vuelve a soltarlo en seguida. Ahora, mientras el pomo oscila ante sus ojos indiferentes,
él observa que la campanilla estaba demasiado cerca y que ha sonado demasiado fuerte.
Pero,
en verdad, no dice nada de esto. Dice: “Tiré de la campanilla, y la oí sonar más
cerca y más fuerte de lo que esperaba. Apenas apagado su estrépito, pude escuchar
los pasos del portero, que venía a abrirme, y que, enterado de mi nombre, me hizo
pasar sin demora”. En compañía suya, entra el lector a una sala, donde aguardará
González, parado junto a la mesa. No hay en la sala sino esa mesita, puesta en el
centro, un par de sillas, y un mueble adosado a la pared, con un gran crucifijo
encima. La espera es larga. Su resultado, éste: “No me fue dado ver al Inquisidor
General en persona. Pero, en nombre suyo, fui remitido a casa de la baronesa de
Berlips, la misma señora conocida del vulgo por el apodo de La Perdiz, quien, a
mi llegada, tendría información cumplida de mi caso, según me aseguraron. Mas pronto
pude comprobar –añade– que no sería cosa llana entrar a su presencia. El poder de
los magnates se mide por el número de los pretendientes que tocan a sus puertas,
y ahí, todo el patio de la casa era antesala”.
De
un salto, nos transporta el relato desde la Residencia jesuítica –tan silenciosa
que un campanillazo puede caer en su vestíbulo como una piedra en un pozo– hasta
un viejo palacio, en cuyo patio se aglomera, bullicioso, un hervidero de postulantes,
afanados en el tráfico de influencias, solicitud de exenciones, compra de empleos,
demanda de gracia o gestión de privilegios. “Me aposté en un codo de la galería
y mientras duraba mi antesala, divertíame en considerar tanta variedad de aspectos
y condiciones como allí concurrían, cuando un soldado, poniéndome la mano en el
hombro, me preguntó de dónde era venido y a qué. Antes de que pudiera responderle
nada, se me adelantó a pedir excusas por su curiosidad, pues que lo dilatado de
la espera convidaba a entretener de alguna manera el tiempo, y el recuerdo de la
patria es siempre materia de grata plática. Él, por su parte, me dijo ser natural
de Flandes, y que prestaba servicio al presente en las guardias del Real Palacio,
con la esperanza de obtener para más adelante un puesto de jardinero en sus dependencias;
que esta esperanza se fundaba y sostenía en el valimiento de su mujer, que era enana
del rey y que tenía dada ya más de una muestra de su tino para obtener pequeñas
mercedes. Se me ocurrió entonces, mientras lo estaba oyendo, si acaso no sería aquél
buen atajo para llegar más pronto al fin de mis deseos; y así, le manifesté cómo
éstos no eran otros sino el de besar los pies a Su Majestad; pero que, forastero
en la Corte y sin amigos, no hallaba medio de arribar a su Real persona. Mi ocurrencia
–agrega– se acreditó feliz, pues, acercándoseme a la oreja, y después de haber ponderado
largamente el extremo de su simpatía hacia mi desamparo y su deseo de servirme,
vino a concluir que tal vez su mentada mujer –que lo era, según me tenía dicho,
la enana doña Antoñita Núñez, de la Cámara del Rey– pudiera disponer el modo de
introducirme a su alta presencia; y que sin duda querría hacerlo, supuesto que yo
me la supiese congraciar y moviera su voluntad con el regalo del cintillo que se
veía en mi dedo meñique”.
Las
páginas que siguen a continuación son, a mi juicio, las de mayor interés literario
que contiene el manuscrito. No tanto por su estilo, que mantiene invariablemente
todos sus caracteres: una caída arcaizante, a veces precipitación chapucera, y siempre
esa manera elusiva donde tan pronto cree uno edificar los circunloquios de la prosa
oficialesca, tan pronto los sobreentendidos de quien escribe para propio solaz,
sin consideración a posibles lectores; no tanto por el estilo, digo, como por la
composición, en que González Lobo parece haberse esmerado. El reino se remansa aquí,
pierde su habitual sequedad, y hasta parece retozar con destellos de insólito buen
humor. Se complace González en describir el aspecto y maneras de doña Antoñita,
sus palabras y silencios, a lo largo de la curiosa negociación.
Si
estas páginas no excedieran ya los límites de lo prudente, reproduciría el pasaje
íntegro. Pero la discreción me obliga a limitarme a una muestra de su temperamento.
“En esto –escribe–, dejó el pañuelo y esperó, mirándome, a que lo alzara. Al bajarme
para levantarlo vi reír sus ojillos a la altura de mi cabeza. Cogió el pañuelo que
yo le entregaba, y lo estrujó entre los diminutos dedos de una mano adornada ya
con mi cintillo. Diome las gracias, y sonó su risa como una chirimía; sus ojos se
perdieron y, ahora, apagado su rebrillo, la enorme frente era dura y fría como piedra”.
Sin
duda, estamos ante un renovado alarde de minuciosidad; pero ¿no se advierte ahí
una inflexión divertida, que, en escritor tan apático, parece efecto de la alegría
de quien, por fin, inesperadamente, ha descubierto la salida del laberinto donde
andaba perdido y se dispone a franquearla sin apuro? Han desaparecido sus perplejidades,
y acaso disfruta en detenerse en el mismo lugar de que antes tanto deseaba escaparse.
De
aquí en adelante el relato pierde su acostumbrada pesadumbre y, como si replicase
al ritmo de su corazón, se acelera sin descomponer el paso. Lleva sobre sí la carga
del abrumador viaje, y en los incontables folios que encierran sus peripecias, desde
aquella remota misa en las cumbres andinas hasta este momento en que va a comparecer
ante Su Majestad Católica, parecen incluidas todas las experiencias de una vida.
Y
ya tenemos al Indio González Lobo en compañía de la enana doña Antoñita camino del
Alcázar. A su lado siempre, atraviesa patios, cancelas, portales, guardias, corredores,
antecámaras. Quedó atrás la Plaza de Armas, donde evolucionaba un escuadrón de caballería;
quedó atrás la suave escalinata de mármol; quedó atrás la ancha galería, abierta
a la derecha sobre un patio, y adornada a la izquierda la pared con el cuadro de
una batalla famosa, que no se detuvo a mirar, pero del que le quedó en los ojos
la apretada multitud de las compañías de un tercio que, desde una perspectiva bien
dispuesta, se dirigía, escalonadas en retorcidas filas, hacia la alta, cerrada,
defendida ciudadela… Y ahora la enorme puerta cuyas dos hojas de roble se abrieron
ante ellos en llegando a lo alto de la escalera, había vuelto a cerrarse a sus espaldas.
Las alfombras acallaban sus pasos, imponiéndoles circunspección, y los espejos adelantaban
su vista hacia el interior de desoladas estancias sumidas en penumbra.
La
mano de doña Antoñita trepó hasta la cerradura de una lustrosa puerta, y sus dedos
blandos se adhirieron al reluciente metal de la empuñadura, haciéndola girar sin
ruido. Entonces, de improviso, González Lobo se encontró ante el Rey.
“Su
Majestad –nos dice– estaba sentado en un grandísimo sillón, sobre un estrado, y
apoyaba los pies en un cojín de seda color tabaco, puesto encima de un escabel.
A su lado, reposaba un perrillo blanco”. Describe –y es asombroso que en tan breve
espacio pudiera apercibirse así de todo, y guardarlo en el recuerdo– desde sus piernas
flacas y colgantes hasta el lacio, descolorido cabello. Nos informa de cómo el encaje
de Malinas que adornaba su pecho estaba humedecido por las babas infatigables que
fluían de sus labios; nos hace saber que eran de plata las hebillas de sus zapatos,
que su ropa era de terciopelo negro. “El rico hábito de que Su Majestad estaba vestido
–escribe González– despedía un fuerte hedor a orines; luego he sabido la incontinencia
que le aquejaba”. Con igual simplicidad imperturbable sigue puntualizando a lo largo
de tres folios todos los detalles que retuvo su increíble memoria acerca de la cámara,
y del modo como estaba alhajada. Respecto de la visita misma, que debiera haber
sido, precisamente, lo memorable para él, sólo consigna estas palabras, con las
que, por cierto, pone término a su dilatado manuscrito: “Viendo en la puerta a un
desconocido, se sobresaltó el canecillo, y Su Majestad pareció inquietarse. Pero
al divisar luego la cabeza de su Enana, que se me adelantaba y me precedía, recuperó
su actitud de sosiego. Doña Antoñita se le acercó al oído, y le habló algunas palabras.
Su Majestad quiso mostrarme benevolencia, y me dio a besar la mano; pero antes de
que alcanzara a tomársela saltó a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando,
y distrajo su Real atención en demanda de caricias. Entonces entendí yo la oportunidad,
y me retiré en respetuoso silencio”.
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