Guillermo Cabrera Infante
caguama.
Es la especie que alcanza
mayor tamaño entre las tortugas marinas,
llegando a pesar veinte arrobas,
pero su carne no es muy deseada.
Cuba en la mano, 1936
Siempre
me pareció una extraña casualidad que conociera a mi suegra en La Habana cuando
éramos del mismo pueblo, de donde ella salió niña para vivir al otro extremo de
la isla. Es andar derecho por caminos torcidos.
Cuando conocí a mi suegra se llamaba
Carmela, pero no había nacido con ese nombre. A los cuatro años estuvo perdida
varios días y su madre hizo una promesa a la virgen del Carmen: si la
encontraban viva la llamaría Carmen. Al tercer día encontraron a la niña en una
isla al otro lado del río, donde había caimanes entonces. En ese mismo río, de
niño, yo había visto manatíes y todavía era salvaje. Carmela jura ahora que
cruzó el río cargada por un hombre alto y flaco, de pelo largo, que caminó sobe
el agua. Toda la familia creyó que quien la puso a salvo en la isla era nada
menos que Jesús en persona. Desde entonces mi suegra se llama Carmen, Carmela.
Ella me contó otra historia no menos
increíble. Ocurrió cuando ella no tenía aún diez años. Un muchacho del pueblo
se había enamorado de una belleza local y ella también se enamoró. Querían
casarse pero él era muy pobre. Ella también era pobre. Todo el mundo en el
pueblo era pobre. Pero él ni siquiera tenía trabajo. Desesperaban pero como
toda gente joven esperaban. No sabían qué esperar pero tenían esperanzas. Un
día él supo que no había futuro en el pueblo donde todo era pasado y decidió,
junto con su mejor amigo, buscar fama y fortuna. Ironías del destino, encontró
una pero no la otra aunque, por un momento, creyó que había encontrado ambas.
La única fuente de vida del pueblo, se sabía, era el mar –y al mar se fue.
Pero no se hizo a la mar sino que propuso
a su amigo explorar la costa y juntos se dirigieron a Los Caletones, en
dirección opuesta a la bahía y al río. En la costa de Los Caletones, entonces
desierta, había aparecido un día un enorme cachalote que se varó en la playa y
allí murió. Cuando lo descubrieron ya estaba podrido (supieron de su existencia
por una gran concentración de auras, extraño porque los buitres no se aventuran
al mar) y los emprendedores del pueblo, a pesar del hedor, lograron sacar de la
carroña una gran cantidad de esperma que vendieron a buen precio en la capital.
Los Caletones, pues, parecían promisorios.
Pero recorrieron toda la playa y no
encontraron más que estrombos y escombros. Derrotados decidieron regresar al
pueblo, el muchacho que se quería casar más derrotado que su amigo que no se
quería casar. (O en todo caso no enseguida). Camino del pueblo, tratando de
salir de entre dos dunas, vieron una caguama y ya ellos sabían de las caguamas
lo que ustedes no saben.
La
caguama es un reptil y como el caimán se mueve muy bien en el agua (ríos, los
mares) pero muy mal en tierra. El mar es su verdadero elemento, donde puede
pasar horas sumergida y sólo sube a respirar de tarde en tarde. Una vez que una
caguama, que es el nombre indio para las tortugas gigantes, alcanza el mar, a
poco de surgir torpe del huevo, sólo vuelve a tierra la hembra para desovar.
Los machos, se sabe, no vuelven nunca. La caguama es lenta en tierra porque sus
patas se han convertido en aletas natatorias y por su enorme peso, que a veces
alcanza las dos mil libras. Otras pueden medir dos varas de ancho por tres de
largo. Dice un zoólogo, “llevando consigo su armadura, que es su refugio” la
caguama no necesita ser tan veloz como Aquiles para surcar los mares como
Ulises. Pero la caguama sigue nadando aun cuando sale del mar para recorrer
aleteando los pocos metros de playa que le separan de su nido. Así hace su
viaje de ida y vuelta al mar. Como todos los reptiles, la caguama practica la
fertilización interna y no es siempre fácil detectar su sexo. En muchas
especies, sin embargo, es posible distinguir el sexo de un animal ya adulto.
Cuando la caguama acaba de desovar, su sexo adquiere un aspecto curiosamente
humano. Siempre se ha creído que la caguama ve mal y no oye nada, aunque
algunas especies tienen voz, sobre todo en época de celo. Quienes han estado en
contacto estrecho con una caguama, dicen que posee una inteligencia sólo
posible a un mamífero.
La vieron los dos al mismo tiempo y al
mismo tiempo pensaron lo mismo. Los dos muchachos eran de veras muy parecidos,
sólo que uno era bien parecido y el otro no. Pero los dos eran igualmente
fuertes y a menudo pulsaban con brazos idénticos, luchaban libres y ejecutaban
otras hazañas de fuerza para deleite de ambos. Eran, de hecho, los muchachos
más fuertes del pueblo, sólo que uno era listo y el otro no. Ahora el más listo
de los muchachos concibió una idea que no tuvo que decirla a su amigo (a menudo
los dos pensaban lo mismo al mismo tiempo) sino que decidió ponerla en práctica
y su amigo lo secundó en segundos. Se trataba de apoderarse del enorme animal
que avanzaba con gran trabajo hacia el mar. Venderían en una fortuna su carne
(que era poco comestible), sus conchas de carey (aunque no era un carey) y la
grasa almacenada debajo del carapacho, que se sabe (sólo ellos lo sabían) que
es mejor que el unto de gallina. “Grasa de caguama, todo sana” decía un refrán
que ellos conocían y tomaban por un verdadero axioma –aunque no supieran qué es
un axioma.
Ahora la caguama se detuvo alarmada no
porque distinguiera siquiera a uno de los muchachos sino porque había sentido a
través de las patas la vibración de los pies calzados corriendo en su
dirección. Como a menudo en su trayecto, la caguama exhaló un suspiro, no
porque presintiera su fin (la caguama llega a vivir cien años), sino porque
este animal marino siempre suspira en tierra. (Algunos creen que es la
exhalación del resto de energía que han necesitado para moverse en la arena,
cuando detienen su marcha). Sea como fuere, en su excitación ninguno de los dos
muchachos oyó este sordo canto de sirena en tierra. (O tal vez uno de ellos sí
lo oyó). Cuando llegaron junto a la caguama gritaron de excitación y de
entusiasmo y enseguida se pusieron a la tarea de voltear a la tortuga paralizada
por la confusión. Se sabe que una caguama volteada más que inerme queda inerte
y no puede recobrar su estado cuadrúpedo sin ayuda. Una caguama vuelta es una
caguama muerta. Mejor que muerta para los dos muchachos: era una fortuna
inmóvil. Con gritos de ánimo y mucha fuerza, más de la que habían malgastado
juntos, lograron voltear al animal, que se quedó patas arriba y aleteando, como
si ese otro elemento, el aire, fuera agua. Las caguamas, pensaron, no son tan
inteligentes como nosotros. Aunque sólo uno de ellos fuera inteligente.
Uno de los muchachos o tal vez el otro
(eran indiscernibles) propuso ir a pedir prestada la rastra de su tío que vivía
en el monte vecino. Ya ustedes saben lo que es un monte (cuando no es una
montaña), pero tal vez pocos sepan qué es una rastra. Es un vehículo usado por
los indios, de Norte y Sudamérica, donde lo llaman travois y sirve para
suplir la rueda que nunca conocieron. Es, aunque simple, una gran invención. No
hay más que buscar tres varas largas, dos sirven de ejes convergentes donde se
aplica la fuerza, y de la tercera vara se hace una traviesa pero también puede
llevar una armazón. Al extremo opuesto se le tira de la rastra que puede soportar
un peso considerable. El tío propietario de la rastra vivía aparentemente
cerca. El otro muchacho se fue por entre las dunas.
Mientras tanto el primer muchacho se quedó
vigilando la caguama. Sabía que estaba inmovilizada para siempre y no temía que
se volteara, pero no estaba seguro de que alguien pudiera robarla en ese estado
estático. Mientras vigilaba, el muchacho pensaba en la cantidad innúmera de
peines, peinetas, estuches y otros objetos de lujo que podrían hacerse de
semejante ejemplar. La caguama sería fuente de incontables riquezas en el
pueblo. Llevarla hasta allá no precisaba ahora más que de fuerza, pero vender
la caguama demandaba cacumen. Su amigo sólo podría arrastrarla pero sólo él
sabría venderla y hacerse rico y casarse.
En estas consideraciones en cadena estaba
cuando, aburrido, decidió examinar la caguama de cerca. La piel del pecho y del
vientre parecía dura pero era pálida, casi blanca, lo que le daba al animal ya
vulnerable un aspecto suave y sedoso que desmentía su carapacho oscuro. La
cobertera inferior terminaba en las aletas, que eran muy fuertes y remaban
todavía en el aire, como si el animal no supiera que estaba inmóvil sobre su
coraza. Las caguamas son estúpidas, pensó el muchacho. Ahora la caguama detuvo
su pataleo y exhaló un soplido que era otro suspiro más fuerte. El muchacho se
alarmó ante el sonido casi humano, mezcla de desespero y de resignación. Pero
la curiosidad fue más fuerte que la alarma y siguió examinando al animal. Estúpida,
estúpida. Fue entonces cuando hizo un descubrimiento que creyó maravilloso.
El sexo de la caguama se había hecho
visible de pronto. Después del desove, dice un naturalista, es frecuente que,
debido al esfuerzo de poner decenas de huevos en muy poco tiempo o tal vez por
una manifestación natural, la vagina de la caguama queda expuesta al aire –y en
este caso a miradas indiscretas–. Ahora la caguama exhibía su sexo, que parecía
virgen (las tortugas, al revés del manatí, no tienen pelos en el pubis) y el
muchacho sintió que la curiosidad cedía a lo que no era más que duro deseo.
Decidió (o intuyó) que tenía que penetrar a la caguama, una hembra dispuesta.
Ahí mismo, ahora mismo. Miró con un último pudor a todas partes. No vio a
nadie. Los Caletones estaban siempre desiertos y a su amigo le tomaría todavía
algún tiempo traer la rastra a rastras. El muchacho dio otra vuelta alrededor
de la caguama y el animal al sentirlo se agitó un poco, pero volvió a quedarse
tranquilo. El muchacho se acercó de nuevo a la pudenda que se movía con lo que
le pareció una segura succión. El sexo depilado (o de niña) exhibió un temblor
en sus partes más suaves. Movido por su propio sexo, el muchacho se abrió la
rústica bragueta (no tuvo que bajarse los calzoncillos que por pobre no usaba)
y extrajo su pene, que era grande y gordo y contrastaba en su color oscuro con
la blancura de la hembra. (Aunque junto al animal su pene no parecía tan
grande). Se acercó hasta encimarse, casi acostarse, sobre la caguama. Con una
mano (la izquierda: era zurdo) se agarró al carapacho y con ayuda de la otra
mano introdujo el pene ansioso en la vasta vagina, que lo aceptó entero. Sintió
un placer que le pareció descomunal, tal vez porque hasta entonces no conocía
más que la masturbación, pero también porque era un placer animal: estaba
cometiendo el pecado nefando de bestialismo pero era feliz porque no lo sabía.
El éxtasis ocurrió segundos antes de que a su vez lo penetraran, al parecer,
por todas partes al mismo tiempo.
Cuando una caguama está en celo (y la
combinación del desove seguido por la penetración súbita había creado ahora en
ella condiciones semejantes al celo) está sometida a fuerzas contrarias pero
igualmente perentorias. Una fuerza es la parálisis: la pasividad de la hembra
ante el ataque del macho. La otra fuerza es una actividad para asegurar el
coito una vez que se inició. La fornicación ocurre siempre en alta mar, donde
la pareja está ingrávida y al mismo tiempo bajo una presión marina superior a
varias atmósferas. A veces las caguamas se aparejan en la misma corriente del
Golfo visible desde la playa. La cópula está, pues, amenazada a menudo por
elementos adversos. Pero la naturaleza, la evolución o lo que sea ha dotado a
la caguama con un mecanismo de unión que supera todas las contrariedades. La
hembra de la especie cuenta con un apéndice hecho del mismo material que su
coraza, pero curvo y agudo en la punta, que sirve para retener al macho en
firme durante el coito. Este gancho es un verdadero espolón que se mantiene
oculto cuando el macho se encima a la hembra y trata de mantenerse en posición
penetrante sobre el resbaladizo carapacho y entre las aguas, posición precaria
que la hembra hace segura enseguida. El garfio (o más bien el arpón) se dispara
desde su escondite en el interior de la hembra para hacer presa. Literalmente
la hembra clava al macho debajo y por detrás. Sólo la dureza del carapacho
(quelonio quiere decir coraza) impide que el caguamo sea, como la mantis macho,
muerto por la hembra durante el coito.
El otro muchacho, mientras tanto,
regresaba a la playa arrastrando alegre su pesada rastra, demostrando lo fuerte
que era. Casi cantaba. Cuando dejó atrás el monte y se abrió paso alegre por
entre los matojos de la costa, vio de lejos lo que era ahora una pareja que se
hacía más íntima cuanto más se acercaba. De pronto se detuvo, no por recato
sino por miedo. Lo que vio no lo olvidaría nunca. Se acercó más. Sabía que una
caguama es un animal pasivo (manso diría él) y aunque no sabía lo que ustedes
saben, vio lo que vio. El otro muchacho, su amigo, estaba yerto sobre la
tortuga y sangraba por todas partes por encima y por debajo de su pantalón: por
las nalgas, por las piernas, por los pies y fuera de los zapatos de vaqueta. Un
examen somero revelaría que el otro muchacho se había desmayado (no había
muerto todavía aunque había causa para que muriera varias veces) y al acercarse
todo lo que el miedo, el horror y la demasiada sangre que hacía un charco en la
arena permitían al otro muchacho, vio por fin la inusitada arma (o un pedazo de
ella) con que la caguama había ensartado a su amigo. Una autopsia, de haberla
habido, habría mostrado que el aguijón del animal había penetrado al fornicador
intruso poco más arriba del coxis, pero la acción curva del espolón había
traspasado el ano de arriba abajo para dirigir después el garfio hacia el recto
hasta perforarlo en sección transversal, más adentro había hecho trizas la
próstata y finalmente había obliterado los dos testículos (o uno solo) hasta
quedar la punta de la espuela como otro meato dentro del pene que estaba
doblemente rígido.
El otro muchacho comprendió que su amigo
estaba herido de extrema gravedad y que moriría con certeza de quedarse en la
playa. No trató de extricarlo, ni siquiera de moverlo. No por una inhibición
inteligente o por misericordia sino porque estaba cada vez más asustado. Ahora
no sabía si temer a la segura muerte de su único amigo o a la peligrosidad de
la caguama, que le pareció una manifestación espantosa. Se le ocurrió una idea
que en otras circunstancias habría sido salvadora: la rastra serviría para lo
que había sido hecha y arrastraría a su amigo y a la caguama hasta el pueblo.
Con más fuerza que pericia empujó los dos
ejes de la rastra por la arena suelta y suave y los insertó lateralmente por
debajo de la bestia. Cuando colocó bien el artefacto, lo aseguró con las sogas
que había traído. Ató bien juntos a la caguama y su amigo que se veía lívido,
pálido como la muerte. La palidez había acentuado sus rasgos perfectos que
ahora parecían dibujados sobre su cara campesina. Comenzó a tirar de su carga
feliz, infeliz.
Cómo el otro muchacho logró arrastrar a la
pareja las ocho leguas que lo separaban del pueblo es tan extraordinario como
la tragedia que motivó esta hazaña. Llegó por fin al pueblo después del
mediodía en medio de la indiferencia de siempre. Pero, como en todos los
pueblos, la extraordinaria presencia congregó enseguida un público demasiado
asombrado para reaccionar ante el horror de inmediato. Podía parecer una feria.
Pero entre los que acudieron últimos, estaba la pretendida novia por un día
cuyo horror tuvo un límite. Claro que reconoció enseguida a su novio. Lo que no
vio es que ahora, ante la algarabía, había entreabierto los ojos.
Nadie lo vio porque en ese momento la
caguama, que, como todas las tortugas, era inmortal, exhaló una especie de
alarido que no pareció salir de la boca de la bestia sino de entre los labios
abiertos de la novia ante su pretendiente. El muchacho, todavía sobre la
tortuga, cerró los ojos y por un momento creyó que soñaba con su noche nupcial.
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