Ángel Olgoso
El
barbero tijereteaba sin descanso. El barbero afilaba una y otra vez la navaja
en el asentador. Clientes de toda laya acudían al local, abarrotándolo. El
barbero manejaba las tijeras, el peine y la navaja con velocísimos movimientos
tentaculares. Ser barbero precisa de unas cualidades extremas, formidables,
exige la briosa celeridad del esquilador y el tacto sutil del pianista. Sin
transición, el barbero despojaba a la nutrida clientela de sus largos mechones,
de sus desparejas pelambres, señalizaba lindes en el blanco cuero cabelludo, se
internaba en sus orejas y en sus fosas nasales, sonreía, pronunciaba las
palabras justas, apreciaciones que sabía no serían respondidas, mientras los
clientes miraban sin mirar el progreso de su corte en el espejo, coronillas,
nucas, barbas cerradas, sotabarbas, patillas de distinta magnitud, luchanas,
cabellos que planeaban incesantemente en el aire antes de caer formando
ingrávidas montañas: el barbero nunca imaginó que el pelo de los cadáveres
pudiera crecer con tanta rapidez bajo tierra.
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