Queta Navagómez
Al
morir, aquel hombre tímido, pusilánime y pecador, se convirtió en alma en pena.
Carente de autoestima, supuso que el puesto de fantasma le quedaba grande. Por
cincuenta años, de rodillas, suplicó que crearan especialmente para él un
puesto de subfantasma. A tanto rogar, se lo concedieron.
Le asignaron un caserón de gruesas paredes
y largos corredores, alejado de la ciudad, contiguo a un pantano. Ahí debía
aparecerse entre gemidos y maldiciones.
Cumpliendo su deber, se aparecía en lo más
profundo de la noche. Temeroso de que sus lamentos o el escándalo provocado por
sus largas cadenas importunara el sueño de los habitantes de la casona, se
aparecía de puntitas, sin chistar y llevando en brazos sus pesados eslabones.
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