Ángel Olgoso
En la anochecida, cuando el extraño pasó a
nuestro lado, le abrimos el cráneo con el grueso sarmiento que usamos en estas
ocasiones. Un solo golpe, certero y sin rabia, nada más. El sombrero que el
desconocido llevaba requintado en la cabeza rodó como a diez pasos. Mi hermano
lo levantó del almagre y se lo puso en la suya. Sería un buen año aquel.
Encendimos el candil. Su luz hizo rebrillar las palas. Nos remangamos y
estudiamos con curiosidad el cuerpo durante unos segundos antes de enterrarlo
al pie de una cepa, primorosamente, bien encamado en la hondura, como manda la
tradición en vísperas de vendimia, para que su sangre retinte las uvas, para
que su cecina nutra las raíces y rice los pámpanos, para que sus huesos den
vigor a esta tierra requemada por la calígine y pongan a crecer el viñedo hasta
que corran los jugos, nobles, únicos, virtuados por su secreto fermento.
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