Azorín
Cuando volvieron de la
iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La casa estaba llena
de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel resaltaba la
límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso,
pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.
Venía
al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el
mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de
cuando en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento,
ligerísimo, de tregua. Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se
cernía sobre las cabezas de los invitados. La madre del niño estaba un poco
seria, meditativa; ya se había levantado de la cama; a los tres días del parto
ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que cruzaba las manos sobre el
pecho –las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas–, y así permanecía, con una
dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un poco febril entre
los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra una
bandeja con dulces; decía a este una broma; replicaba al otro con una chuscada.
Y
el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le
entraban en el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la
pieza vecina. Su carita menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.
–¡Que
nos diga el poeta el horóscopo del niño! –gritó uno de los convidados.
No
hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño
nació, su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:
“Querido
Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por
tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace
veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría
placer en que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te
niegues a mi deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el
Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una
compensación de las molestias del viaje”.
Tal
era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del
cariño de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con
coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito
los versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español
contemporáneo.
Todos
apoyaban la petición del invitado interpelante.
–¡Sí,
sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!
El
poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza
del mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas
se apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda
admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la
vida?
El
poeta sonreía con amabilidad.
–Pues
bien, señores –dijo al fin–; pues bien, sí, señores…
Y
todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se
percibía entre la algazara de las voces y de las risas.
Había
que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el
poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría
del paso con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante
Eladio al niño, y el poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como
quien estudia las profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su
naricita, su boquita contraída por un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo
contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un salón vecino, donde había
recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se recogió un
momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano un
sobre.
–¡Aquí
está –dijo– el horóscopo de este niño!
Y
todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban
escritas estas pocas palabras:
“¡Cuidado
con las sirenas!”. Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta
misteriosa advertencia?
¡Cuidado
con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las
mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.
Cuidado
con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros,
en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas
terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de
todos modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y
no se tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes
pensamientos, se pensó, picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan
novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.
Pasaron
muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba
olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba
papel en la vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada,
uniforme. Se había casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que
Pablo. Su mujer le adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la
tiendecilla de que vivían. Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía
una sensibilidad reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una
profunda, larga, resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él
traían todas, cada día, las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir
silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.
Un
día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo;
estaba lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche;
había terminado la tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en
el silencioso comedor, en tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos
estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció un papelito en un sobre, un
papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande: “¡Cuidado con las
sirenas!”.
–Mira,
Pablo –dijo la mujer–; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has
hablado algunas veces.
–Es
verdad –dijo Pablo–; esta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
–Pues
las sirenas no te han sido funestas en la vida –añadió la mujer.
–Sí,
cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá
habido pocos –contestó Pablo–. Los poetas se equivocan –agregó el marido.
–¡Afortunadamente,
en este caso! –exclamó la mujer.
Y
sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran
poeta: “¡Cuidado con las sirenas!
El
silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de
Pablo no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad
había adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua
zozobra. Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama,
acariciaba con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.
–¡Pablo,
Pablo! –exclamaba–. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el
mundo?
Y
Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.
Llegó
la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una
madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales
del balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la
llama de una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de
allá lejos, del puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero,
el son de la sirena de un vapor.
Pablo
estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su
vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios
paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura
de su mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a
sonar todas las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La
tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las
existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado,
presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una madrugada
fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente,
helada.
Y
a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo,
plañidero, de la sirena de un barco.
Pablo,
el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana
venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era
desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo.
Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte,
en la cama.
Una
vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los
vidrios del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia
menudita, fría; se oía a intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera
que sonaba persistente.
Comenzó
a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un
lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se
apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con
angustia, trágicamente, la voz de la sirena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario